Triste, aliviado y hermoso
Un cuento de Arnaud Delrue / traducción de Laura Valeria Cozzo
EL SEÑOR BAKSHI ME FELICITA, su mano en mi hombro, sus ojos verdes fijos en los míos. «Has sido siempre mi mejor empleado». Eso es lo que afirma ante mis colegas, levantando la voz para que todos lo escuchen bien. Le agradezco cortesmente. Terminé el pedido de los franceses. Dejo las quinientas trece imágenes recortadas, siluetadas y optimizadas en el repartidor; junto a las otras dos mil quinientas que constituyen el catálogo de una marca de bijouterie. El señor Bakshi no entiende aún por qué le presenté la renuncia. Me dice que las puertas estarán siempre abiertas para mí, luego me propone un cargo de mánager. Mi salario podría duplicarse. Tengo que repetirle dos veces que no me interesa. Junto mis cosas, luego abandono las oficinas de la Clipping Path Services con un nudo en la garganta. Son las 17.30.
Aguardo después veinticinco minutos en la sala de espera del State Bank of India. Los ventanales vidriados dan a una alameda pavimentada flanqueada por dos filas de acacias. Me reciben en el box «SWO II». Le pregunto al joven de camisa blanca cuánto me queda en mi cuenta. Busca con su computadora. Al mismo tiempo, incluso si no lo recordase, el circuito de video me filma mirando un afiche publicitario de un proyecto de construcción inmobiliaria que indica en inglés: «A PLACE TO PLAY RELAX AND LIVE YOUR LIFE STYLE». El empleado sube el volumen del parlante por el bullicio ensordecedor del banco, intensificado por la inmensidad del hall. Un acople acompaña sus primeras palabras. Mi salario fue depositado la víspera. Retiro dos mil rupias en efectivo. Una máquina cuenta los billetes. Envío el resto del dinero con un giro a la Aditya Vidyashram Residential School de Pondicherry, donde mi hija Kalya estudia hace dos meses. Mi cuenta bancaria es cerrada a las 18.09.
Tomo tres ómnibus que me llevan a casa. El tercero tiene aire acondicionado. Mantengo la frente apoyada contra el vidrio tibio. Una niebla espesa envuelve la Marina Beach. A lo lejos, el océano se destaca apenas. Sobre la arena, las familias se alejan de la mano, serpenteando entre los vendedores de helado y los barriletes. Le mando un mensaje de texto a mi mujer, Surya, que está junto a la cabecera de su tía en el sur de Rajastán. Está envejeciendo. Una hernia la obliga a permanecer en cama. Una joven se sienta frente a mí. Tiene unas largas trenzas que caen sobre su falda plisada. Me digo que se parece a mi hija; desde hace dos meses, todas las jóvenes se parecen a Kalya.
Termino el trajecto a pie a través de un laberinto de callecitas atestadas donde compro un pollo entero y arroz. El sol perfora el cielo por algunos lugares. Camino con paso resuelto, empujo a algunas personas, entre ellos, un musulmán barrigón que me increpa. Compro especias. Algunos vendedores me preguntan cómo está Kalya. Una anciana me vende agua de rosas por trescientas rupias, en una botellita de vidrio con tapón cubierto de puntillas. Recorro luego el barrio en busca de un chatarrero, al que le pido una gran pinza; antes de que me mande, no lejos de ahí, con un hombrecito de aire enfermizo que tiene una tienda dificilmente identificable, en el fondo de la cual revuelve durante largos minutos un amontonamiento de telas, bolsas de plástico y objetos de todo tipo (radios, televisores de tubo, ruedas de bicicleta) para extraer tres tipos de pinzas de formas y tamaños diferentes que me muestra con una leve sonrisa, como si me presentase la foto de su único hijo. Elijo la más grande, una especie de tijera de podar cuyas hojas miden casi dos pies. El comerciante aclara que es una podadora, luego me pregunta alegre lo que voy a hacer con ella aquí, en Madrás. Le pago sin regatear. Me quedan cien rupias.
De regreso al departamento, llamo a la secretaria del doctor Jawanda y le pregunto si él puede venir con urgencia a ver a mi mujer. Le explico que hace unos días que no se siente bien y que ahora tiene dolores en el lado izquierdo del pecho (díganle eso a un médico y acudirá en media hora). Prendo después la televisión (un coro de cantantes gesticulantes explotan ahora en la habitación), luego empiezo a preparar el biryani antes del programa especial sobre el Avantha Masters de New Delhi.
*
El doctor Jawanda junta sus manos en un námaste respetuoso. Le indico una de las sillas alrededor de la mesa de la sala. Le agradezco que se haya desplazado, luego le digo que mi mujer se acaba de despertar y que está aseándose. Se puede escuchar la canilla abierta. El doctor Jawanda se sienta y rechaza el cigarrillo que le ofrezco. Acompaña nuestros silencios con sonrisas crispadas. Su labio superior está cubierto por un espeso bigote. Examino los pliegues de su rostro que estrían sutilmente su piel como la rugosidad de un melón. Desaparezco después hacia la cocina. El biryani está listo.
El doctor protesta, pero le exijo con firmeza que cene en mi compañía. Me sugiere que vaya a ver si mi mujer está lista. Coloco un mantel limpio, jugo de rosas y los thalis de plata que lleno generosamente. El doctor Jawanda me sigue con la mirada. Está erguido, en una inmovilidad casi perfecta, las manos sobre la mesa. Gotas de sudor perlan las patillas de sus anteojos. Me siento frente a él y clavo mis ojos en los suyos. A partir de este preciso momento, las palabras salen de mi boca mecánicamente, con una naturalidad y una precisión de las que no me hubiera sentido capaz jamás.
—Tengo que confesarle, doctor, que no lo hice venir por mi mujer. Mi mujer está muy bien. Y, como usted puede ver, yo también estoy perfectamente sano. Se trata de mi hija, Kalya. Usted la conoce por haberla atendido por sus problemas de asma. Tiene catorce años, la misma edad que su hija. Y vea, un hombre decidió hace unos meses robarle su infancia. Decidió borrar la sonrisa de mi hija y poner en ella algo muy doloroso, algo muerto que germinará lentamente en ella.
El doctor Jawanda se tira hacia atrás en su silla con un rasguño en el parquet. Hay una vacilación en su mirada.
—Sé que no puede hacer nada. ¿Qué podría usted hacer? Sin embargo, me entiende, estoy seguro. Lo observo desde hace dos meses y sé hasta qué punto aprecia a mi hija. Lo que espero de usted es que me ayude a decidir qué debo hacer con este hombre. Comprenda bien que no lo puedo llevar ante los tribunales. Es un hombre instruido, respetado e influyente que no tendrá ningún problema para defenderse frente a un miserable como yo. Y luego el honor de mi hija se ensuciará. Nadie querrá casarse con ella. A su desgracia, agregaré otras desdichas. Entonces podría callarme. Podríamos callarnos y vivir así, con este veneno en las venas.
El doctor Jawanda sonríe. Le devuelvo una sonrisa y le pregunto qué es lo divertido. Entonces baja los ojos, luego traga tras haber sorbido una cucharada de biryani.
—Se va a reír, pero me gustaría contarle la historia del brahmán y la serpiente. Tal vez la conozca. Mi mujer me la contó la noche en que supimos lo que le había pasado a Kalya. El cuento comienza así:
«Hace mucho tiempo, cuando Madrás era apenas poco más grande que una aldea, un rico brahmán vuelve a su casa tras una noche de oración en un templo vecino. En el camino, una multitud corre a advertirle. La noticia se había extendido por toda la ciudad: al amanecer, la hija del brahmán fue mordida por una serpiente que se había introducido en su habitación y luego en su cama. Los médicos se suceden a la cabecera de su cama sin éxito. Los días pasan, la inquietud carcome al brahmán cuando piensa en el triste estado de salud de su hija. Llega a ofrecer la mitad de sus bienes a quien logre curarla. Muchas personas se presentan ante la casa del joven padre para ofrecerle su ayuda. Boticarios, sacerdotes, brujos, magos, astrólogos, sanadores de todo tipo; todos recorren varios kilómetros para tener su oportunidad. Pasan dos días, durante los cuales el corazón de la joven se debilita cada vez más. Muere en la mañana del tercer día.
El brahmán está destruido. Llora todas las lágrimas de su cuerpo. Se organiza rápidamente la cremación. Se traen las flores más bellas de Madrás, así como dos estéreos de madera de sándalo. Cuando está por comenzar la ceremonia, un anciano andrajoso de manos y pies sucios se presenta ante el palacio. Quiere por fuerza hablar con el padre de la víctima. El brahmán lo recibe en un salón, entre numerosos invitados.
—Me llamo Narayanin y me enteré hoy de lo que le sucedió a su hija. Estuve presente esa mañana, en los alrededores de su tan bella residencia. Esto es lo que capturé.
Deja una canasta frente al brahmán, saca de su bolsillo una flauta y empieza a tocar un aire repetitivo y mareante. La tapa se levanta. Un grito de pavor brota entre los presentes cuando una cobra sale de la canasta.
—He aquí la serpiente que mató a su hija. Acepte esta ofrenda. Espero que alivie algo su pena.
Los invitados murmuran. Algunos proponen cortar la cabeza de la cobra; otros, arrancarle los colmillos o los ojos.
—Mi estimado Narayanin, —responde el brahmán— no puedo hacer nada con su regalo. Usted me ofrece una venganza que sería en vano. ¿De qué me serviría matar a este animal? Soy el único responsable de la muerte de mi hija. Era mi deber cuidarla y protegerla. Sin embargo, este gesto me conmueve y quiero agradecerle. Si acepta soltar a este reptil y hacerme un favor, le ofrezco la mitad de mis bienes.
El brahmán se acerca al encantador de serpientes y le susurra algo al oído durante largos minutos. Narayanin asiente con la cabeza y sale con una sonrisa radiante. La ceremonia puede comenzar entonces. Los funerales son bellos y emotivos. La ciudad entera se moviliza para rendir homenaje a la joven y preguntar por las causas de esta excepcional donación. Pero el secreto permanecerá bien guardado. Así pues, nadie sabrá jamás lo que el brahmán pidió al encantador aquel día, ni siquiera quién era ese hombre que nadie volverá a ver. Pero desde entonces, dondequiera que sea en las calles de Madrás, resuena la melodía dulce y triste de una flauta apenas audible que, dicen, echa a los reptiles más allá de las afueras de la ciudad.»
El doctor Jawanda balbucea algunas palabras y se echa a reír, primero para sus adentro y luego en sacudidas incontrolables. Se ríe tanto que no puede hablar. Una vez que logra al fin articular palabra, me pregunta si quiero aprender a tocar la flauta, mi brazo se afloja solo. «Como una ballesta», precisaría a la noche siguiente en las seccionales de la B1 Police Station, no lejos de allí, en la North Beach. El doctor Jawanda se desploma. Lo llevo hasta el dormitorio para desvestirlo. Es muy pesado. Siento el after-shave y la transpiración. Ato cuidadosamente cada uno de sus miembros a los barrotes de la cama y hundo una funda de almohada en el fondo de su garganta. Vuelvo a la cocina donde pongo al fuego la gran pinza. Me asomo a la ventana. Alrededor, las construcciones siguen. El ruido de los martillos neumáticos, mezclado con la danza incesante de las mezcladoras y las grúas, se calla lentamente. A las 20.57, le envío el mismo mensaje de texto a Surya y a Kalya («Todo va a salir bien, las amo»), luego, apago el celular. Fumo dos cigarrillos acodado en la baranda, fija la mirada bajo una luz rasante en los pliegues de una funda gris cubierta de polvo, bajo la cual reconozco las curvas de una 4×4 Range Rover. Cierro la ventana cuando escucho los gemidos del doctor Jawanda. Apago el fuego de la cocina a gas. Las hojas de la gran pinza están incandescentes.
*
Camino un largo rato bajo la fina lluvia. La noche cae en un cielo bajo. Las calles están calmas. Las lámparas y las luces de neón se encienden lentamente bajo los techos de las tiendas de todo tipo, apretadas las unas contra las otras. Tras sus puestos, los comerciantes me miran de arriba abajo. Algunos me siguen un largo rato con la mirada. Voy a lo del señor Bakakrishnan que lee el diario con la vista fija en el papel, sentado en un sillón de cuero rojo, del cual salta para ofrecerme su lugar. No tengo necesidad de decirle nada. Apenas me pongo la capa de corte que el peluquero despeja el contorno de mis orejas. Las luces de neón escupen una luz pálida que rebota en los espejos y la pintura verde. Cierro los ojos y, cuando los abro, el señor Balakrishnan coloca un espejito redondo tras mi cabeza. Dejo las cien rupias sobre el mostrador. La presentadora de All India Radio anuncia una jornada soleada. En mi camisa blanca, la sangre comienza a secarse. A lo lejos, ululan las sirenas. Estoy triste, aliviado y hermoso.
©Fred Delangle
NOTA DEL AUTOR
Triste, soulagé et beau (título original en francés) es un cuento escrito expresamente para un proyecto de libro colectivo iniciado por Fred Delangle, autor de una serie de fotografías (Microshop) realizadas en India. Se les pidió escribir a varios autores, novelistas, ensayistas, críticos, poetas, etc, un texto libre que tuviera como tema central esas imágenes de tiendas minúsculas fotografiadas después de caer la noche. Verdaderos templos de la sociedad india, estos pequeños comerciantes, que alimentan al 17% de la población mundial, corren el riesgo de desaparecer debido al avance de la gran distribución.
Una de las fotografías, punto de partida del texto, aparece más arriba. La serie completa puede ser consultada en la página de Fred Delangle: http://www.fredericdelangle.fr
Laura Valeria Cozzo nace en Buenos Aires (1977). Licenciada y Profesora en Letras (UBA) y Traductora en Francés (IES Lenguas Vivas J.R. Fernández). Investigadora sobre Literatura Francesa Comparada. Dama de las letras y las artes. Groupie vintage. Hincha de River y Acassuso. www.mishlaura.blogspot.com.
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