Trabajo inefable

Un cuento de Bernardo Monroy


 

No new horror can be more terrible than the daily torture of the commonplace.

-H.P. Lovecraft

-1-

MUCHOS SE QUEJAN de su trabajo. Mi abuelo solía decir que es una actividad tan desagradable, que incluso te pagan por hacerla. Aunque creo que mi chamba es la peor.

Me dedico a exterminar monstruos para el gobierno de Lázaro Cárdenas.

Llego al departamento ubicado en la colonia Roma. Silbo “Cómo fue” de Beny Moré. De acuerdo con mi jefe directo, el Secretario de Defensa Jesús Agustín Castro, los hechos sobrenaturales empezaron la noche anterior. Era la misma rutina de siempre: la criatura negra, amorfa, invertebrada, reptante (y otros calificativos que se te ocurran) se coló al hogar de aquella familia y entró por los orificios nasales del niño. Fue cuestión de tiempo para que matara a su hermanita de ocho meses con un cuchillo y la abriera en canal para después, con su sangre, comenzara a dibujar con la sangre de la criatura símbolos arcanos y palabras en el alfabeto de Nug-Soth.

Con la misma navaja mató a sus padres. Los cortó y se los comió. Ahora me tocaba a mí exorcizar al niño y llamar al Procurador de Justicia, Genaro V. Vásquez, para que se deshiciera de los cadáveres.

Bajo de un taxi y subo al piso seis del departamento. Llevo mi sombrero fedora y mi gabardina. En mi mano derecha cargo un maletín, y en la derecha mi confiable revólver, que nunca uso ni necesito con la criatura que enfrento, pero me da la misma seguridad que un niño su frazada. No dejo de silbar canciones de Beny Moré para evitar cagarme en los calzones. “Bonito y sabroso”, “Cómo fue”.

La puerta está entreabierta. Doy un paso al interior del edificio.

El interior es una pesadilla tangible. Los muebles volteados, la radio encendida, reproduciendo el noticiero de la XEW (La voz de América Latina desde México…) y el color gris de las paredes se mezcla con el rojo de la sangre fresca y el café oscuro de la que se ha secado. Hay un calendario colgado de un muro que muestra la fecha: 30 de Octubre de 1940. En el centro de la sala está lo peor de todo: el mocoso sosteniendo un cuchillo. Sus ojos están completamente negros, y cuando abre la boca para sonreír vomita un líquido oscuro similar al petróleo.

─Eres insistente, Jacinto –me dice, con una voz asexuada, para nada infantil.

─Buenas noches, Orthoth, también yo me alegro un chingo de verte.

Me mira con esos ojos que no son ojos, con esa sonrisa que escurre petróleo. Con fingida tranquilidad Abro mi maletín y saco mi libreta, donde tengo transcritas invocaciones del Necronomicón, ese libro escrito por el enloquecido árabe Abdul Alhazred. Obviamente, no lo leí completo. Nadie puede hacerlo a riesgo de terminar en un manicomio. Ya sea Arkham o la Castañeda, da lo mismo. Encuentro el hechizo correcto, mientras que el niño me mira con ganas de saltar hacia mí para acuchillarme.

Saco un gis de mi maletín y busco un muro que no esté manchado de sangre. Dibujo una estrella de cinco puntas con un ojo y una llama en el centro: el Símbolo Arcano, que sirve si bien no para matar, sí repeler a los Grandes Antiguos y a sus esbirros menores, como Orthoth.

─No vas a acabar conmigo con eso, Jacinto.

─Al menos servirá para que te vayas a chingar a tu Cthulhu padre un rato.

Susurró unas palabras y el niño cae al suelo. De todos los orificios de su cuerpo sale un líquido viscoso, negro. Tan negro que la noche misma y el petróleo parecen de un blanco resplandeciente. En el suelo se forma un charco que parece tener ojos, cientos de ellos. Después de mirarme se escurre por la puerta y desaparece. Uso el cuchillo para cortar la garganta del niño, quien apenas está recuperándose. Y es que no queremos que vuelva a ser poseído por Orthoth.

Después de recuperarme y robarle una torta del refrigerador a la familia, uso su teléfono y llamo a Genaro Vásquez. Le pido que avise a Silvestre Guerrero, de la Secretaría de Asistencia Social, para que emita un comunicado a los medios de comunicación, diciendo que lo que pasó en ese departamento fue obra de un asaltante… y es que no queremos que la gente sepa que en las calles de la Ciudad de México hay un demonio ancestral poseyendo niños para que maten gente.

Vásquez llega una hora después. Me saluda con un apretón de manos y con esa diplomacia de político que no le importa tragar mierda o ver un reguero de sangre en un espacio reducido con tal de seguir en el poder.

─Lo felicito, maestro Libertad.

─No soy ni maestro, ni licenciado, ni nada. No estés jodiendo, Genaro. Ni que fuera Salvador Novo.

─¿Qué no eres nuestro docto en magia negra?

─No. Sólo soy un tipo que hace su chamba. Una chamba inefable, por cierto.

 

-2-

Antes de trabajar para el gobierno me ganaba la vida impartiendo conferencias sobre ocultismo y magia negra. Podía ir a la UNAM o a un templo masón, a un cafetín de Guanajuato o a la diócesis de Guadalajara. Hablaba sobre la Cábala, los círculos mágicos de invocación, el grimorio del Papa Honorio o los chamanes, las brujas de Salem o los ocultistas de la Golden Dawn inglesa, pero el tema favorito de mi público siempre era la obra de H.P. Lovecraft y los Grandes Antiguos.

A grandes rasgos, explicaba que Howard Philips Lovecraft, un escritor desconocido en México y que había muerto en 1937, hablaba sobre unas criaturas llamadas Los Grandes Antiguos, quienes fueron los primeros en llegar a la Tierra, y esperan volver a retomar su dominio. Algunos, como el Gran Cthulhu, están dormidos en el océano, y otros como el caso de Orthoth, entre los yacimientos de petróleo. Los Grandes Antiguos son deidades, y por tanto, los humanos no podemos destruirlos… pero al menos sí mantenerlos a raya mediante conjuros y hechizos de libros como el Necronomicón, que aunque sirve para invocarlos, también ayuda a repelerlos y mantenerlos a raya.

Tenía un cuchitril al que pomposamente llamaba oficina arriba de un negocio de quesadillas por Insurgentes. Por las mañanas el hedor del aceite mezclado con el queso, los guisados, el café de olla y los tamales y el atole de negocios cercanos violaba mi nariz y la de mis clientes, pero no le prestaba mucha atención, pues todos eran o bien don nadies como yo o académicos con más interés en impartir una cátedra sobre el impacto del sexo en el México Colonial que en que su empleado ofreciera una bonita imagen, incluso algunos ni siquiera sabían hacerse el nudo de la corbata. Tenía mi despacho repleto de latas de cerveza, botellas de whiskey, vómito seco y pañuelos sucios. Al fondo tenía mi archivero y un tocadiscos que reproducía boleros, mambos y tangos.

De haber sabido que aquella mañana me visitaría el Secretario de la Presidencia al menos tendría limpio, una barridita no costaba nada.

─Manuel Ávila Camacho –dije, puntualizando lo obvio-. ¿Viene a probar las quesadillas de abajo? Están re buenas.

Ávila Camacho ignoró mi comentario y se sentó frente a mí. Le ofrecí una cerveza a medio terminar, no por descortés sino porque no tenía otra cosa.

Ávila me dijo que el gobierno tenía un problema. Le dije que convocara a un plebiscito, yo qué sé. Mi trabajo era hablar sobre ciencias ocultas. Me respondió que de eso precisamente se trataba. Le sugerí una conferencia. Me aclaró que no se trataba de una cuestión teórica sino práctica, pidiéndome que lo acompañara.

Me encogí de hombros. Cogí mi sombrero fedora, mi gabardina y mi maletín donde guardaba lo necesario para ilustrar mis pláticas.

 

-3-

Llegamos a una casa en el barrio de Coyoacán, una zona célebre por su activa vida intelectual. Allí vivía Leon Trotsky, quien había sido asesinado hacía poco, y Diego Rivera junto con su esposa que pintaba bien feo.

Llegamos escoltados por militares a la esquina de avenida Universidad y Francisco Sosa, al Templo de San Antonio Panzacola, ubicado por el río de la Magdalena. Entramos al recinto y lo primero que vi fue a un sacerdote sentado frente al altar. Se dio la vuelta y se acercó poco a poco a nosotros. Tenía los ojos completamente negros, y cuando abría la boca un líquido negro, similar al petróleo, escurría hasta el suelo.

─ Ph’nglui Mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn –dijo el cura.

─Oh, mierda –susurré.

Mientras Ávila Camacho y las fuerzas armadas hacían lo que todo político y militar hace siempre (quedarse estáticos, inmóviles, con caras de pendejos) abrí mi maletín y saqué mis hojas de papel con transcripciones del Nerconomicón. Comencé a recitar los conjuros.

No fue sino hasta tres horas después que el líquido salió del cuerpo del sacerdote. Mientras se recuperaba un militar le disparó a la sien. “No queremos que vuelva a entrar al su cuerpo” me aclaró el soldado.

Le pregunté a Ávila Camacho qué chingados estaba pasando, pues yo creía que los Grandes Antiguos y sus huestes menores solo atacaban en lugares como Providence, Rhode Island.

Me respondió lo mismo que todo político responde al pueblo:

─No sabemos a ciencia cierta, pero estamos trabajando en ello.

Lo poco que pudo explicarme fue que la criatura, que decía llamarse Orthoth, emergió del subsuelo mexicano cuando excavaban en el yacimiento de Petróleo del Complejo Chicontepec en Veracruz. La cosa, compuesta de un material que parecía ser petróleo, entró en el cuerpo de un trabajador y mató a cinco personas. Después viajó a la Ciudad de México. Así ha estado poseyendo y matando, poseyendo y matando, poseyendo y matando.

─La expropiación petrolera también tiene sus cosas malas –dijo.

Ávila Camacho me explicó, por fin, después de tantas vueltas al asunto y retórica aburrida –como todo político- si quería trabajar para el gobierno, pues el cardenismo:

─Apoya no solo al ejército, sino a la clase obrerista, agrarista e indigenista. Y en su caso, ocultista.

Habló en ese tono pausado, soporífero, de político en discurso. Por mi mente pasó la idea de mandarlo a chingar a su madre, pero cuando me dijo lo que me iba a pagar, acepté.

Así me convertí en el exterminador de plagas sobrenatural de la Presidencia de la República.

 

-4-

Llego a Los Pinos, anteriormente conocido como el rancho “La Hormiga”. No espero durante mucho tiempo, pues los guardias tienen la estricta orden de dejarme pasar. El edificio se construyó en 1934, pues para Cárdenas era muy ostentoso seguir viviendo en el castillo de Chapultepec. Dicen que con el paso del tiempo se convertirá en la residencia oficial de los mandatarios.

Cárdenas me espera en su oficina, sin esbozar una sonrisa, sin extender la mano. Con su bigote y su mirada imperturbable. Hay un tocadiscos que reproduce “Cómo fue”:

─Cómo fue, no sé decirte cómo fue, no sé explicarme qué pasó…

Hasta cierto punto el presidente es un buen anfitrión. Sabe de la música que me gusta. A lo lejos, en los jardines, veo al pequeño Cuauhtémoc Cárdenas jugando y a la primera dama, Amalia Solórzano.

Cárdenas se dirige hacia mí. Me dice “Gracias” con firmeza.

─Este país está lleno de monstruos –reflexiona─. De todo tipo.

─Así es –concuerdo─. Monstruos. La chamba de los mexicanos es acabar con esos monstruos.

Cárdenas asiente.

─Una chamba inefable –concluyo.~