Tos de tísico

Cuento e intervención: Salvador Munguía

 

LLEVO UNA SEMANA en el hospital. Tengo la mitad del cuerpo quemado y no puedo moverme muy bien. Del dolor mejor ni hablar. Por fortuna, sólo tengo quemaduras de segundo grado. Estoy tan aburrido que el psicólogo que me atiende me recomendó escribir, dijo que escribir es liberador. La verdad es que hasta hoy he escrito puras mamadas. Me dijo que escribiera, por ejemplo, cómo fue que llegué hasta aquí.

No sé cómo empezar. Supongo que por el principio.

……

A Clarita la conocí en una época complicada de mi vida. Mi mujer me acababa de correr de la casa. Para colmo, me había quedado sin empleo. Me tiré al vicio y la vagancia. No recuerdo tanto desasosiego y angustia como la de aquellos días.

Un día me desperté sabiendo lo que debía hacer: suicidarme. Harto estaba de ser un vagabundo, carente de ambición, de ímpetu y de energía. Nadie me quería, ni siquiera mis hijos.

A medio día compré balas para una pistola Glock 26 que mi padre me había regalado cuando fui joven. También compré un vodka Smirnoff y agua mineral. Bebí con entusiasmo. El sol había cumplido arduamente su jornada laboral. El vodka estaba a punto de terminarse. Me armé de valor y tomé la pistola. Primero la observé detenidamente. Me cercioré de poner todas las balas. Después la puse sobre mi boca. Sentí el metal frío en la comisura de mis labios. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo; me invadió un pánico aterrador. Bebí de golpe toda la botella y volví a intentarlo. Esta vez me puse la pistola a la altura de la sien.

Me costaba trabajo respirar. Cerré de nuevo los ojos.

Y, jalé el gatillo.

No pasó nada, sólo temblaba de pies a cabeza. La pistola se había encasquillado. Era pendejo hasta para matarme.

Me embargó una extraña mezcla de sentimientos. Me sentía confundido y frustrado. Pero a la vez sentía un gran alivio. El alivio y la paz poco duraron. Enseguida vinieron imágenes de mi mujer y mis hijos, la indiferencia de mi madre y de mis hermanos, la muerte repentina de mi perro, las llamadas a todas horas de los bancos: la vida que llevaba.

Deseché matarme con una pistola: me arrojaría al vacío.

Escogí el edificio Géminis. No fue difícil acceder al edificio más alto de la ciudad, mucho menos subir hasta la azotea. La noche estaba quieta y sin ruido, un vientecillo soplaba suave. Me senté sobre el borde. Mis pies apuntaban hacia  abajo. Imaginé el estado en que encontrarían mi cuerpo. Las vísceras desparramadas en el asfalto, mis lentes quebrados. Imaginé mi funeral, mis hijos llorando, mi mujer consolándolos, mi madre desmayada. Aquella cantidad de imágenes me dieron un dolor de panza.

Volví a despejar de imágenes mi mente y me concentré en cómo me lanzaría, si sentado o parado. De clavado ni hablar. Estaba por decidir hacia dónde me arrojaría, no quería hacerlo arriba de un coche y causarle daños a terceros. Lo había decidido. Me lanzaría sentado, en posición fetal, en dirección a la calzada Ventura Puente. Conté hasta diez. Y justo cuando iba a deletrear el siete, escuché la voz ronca de una mujer.

―No es tan alto como cree, o sea, que si salta, existe la posibilidad de que efectivamente muera, pero también de que quede pendejo por el resto de sus días.

―Y a usted qué le importa ―me costaba trabajo enfocarla. Sólo veía un pequeño destello, rojizo, que sobresalía del cigarro que sujetaba entre sus dedos.

―No sea imbécil, mejor consiga una pistola, compre veneno para rata, deje escapar el gas de su casa, que sé yo. ¿Acaso no piensa en lo desagradable que será para todos verlo abajo, desparramado? Ni siquiera podrán hacerle un funeral digno.

―Deje de molestar y lárguese –le contesté un tanto incómodo.

―Mire, le ofrezco un cigarro, y si usted se quiere aventar, se avienta, yo no lo voy a evitar, téngalo por seguro, uno menos, qué más da.

―No fumo, gracias.

―Ahí esté el problema, todo aquel que no fuma tiene una desdichada forma de vivir, para eso sirve el humo, para aliviar tensiones, traumas, problemas.

Después de pensarlo unos minutos, accedí.

―Está bien. Deme una probada.

Ahorraré las palabras para describir lo espantoso que fueron mis primeras fumadas. Tosí como un tísico. Pero el sabor me gustó. Dios había enviado un ángel de la guarda a salvarme y a enseñarme a fumar. Sentía paz y el cuerpo sereno. Mi ángel de la guarda se llamaba Clara, pero le gustaba que le dijeran Clarita. Era morena, de baja estatura y peinado vulgar. Tenía los ojos hundidos, eran pequeños y negrísimos. Su nariz era chata. Sus labios carnosos, morados. Su boca era grande y poseía unos lindos y blanquecinos dientes que en la noche parecían alumbrar. Sus manos eran regordetas, suaves, amables. Una precoz joroba empezaba a asomarse por su lomo. Sus piernas eran dos prietos robles. Tenía un vestido tan ridículo como las cortinas que mi madre tiene en su sala.  No era miss universo, eso estaba claro, lo único digno era un par de tetas grandes y, como mencioné antes, su linda dentadura. Pero Clarita tenía algo especial. Era carismática, coqueta, parlera, divertida, segura de sí misma.

Pronto comenzamos una plática que iba de un tema a otro: sobre el calentamiento global, la equidad de género, sobre el amor que le tenía a los gatos, sobre la repugnancia que le daba la comida de soya.

Cuando me di cuenta que yo seguía sentando al borde del edificio, me sentí idiota. Me bajé de inmediato y le di un abrazo inesperado. Se me escurrieron las lágrimas y le di las gracias. Ella me dio un abrazo más fuerte que me dejó sin aliento.

Bajamos del edificio tomados de la mano. Subimos a una lujosa camioneta con asientos negros de piel. Atrás dejaba una estela de tristeza y decepción.

“Lo que necesitas es comer y alguien que te quiera”, dijo. En La Inmaculada, Clarita se enjaretó un plato de pozole, una orden de enchiladas, otra de quesadillas, un pambazo y de postre tres gelatinas con rompope y dos buñuelos. A mí se me había ido el hambre y sólo me comí un buñuelo y un atole de canela.

Después de cenar insistió en sus recomendaciones: “lo que necesitas es relajarte, descansar, ordenar tus ideas, sentir el calor de alguien que te quiera”. Antes de llegar a la cabaña hicimos una parada en un Pick and Go, ahí compró cuatro seises de cerveza Modelo, una botella de Torres y una de vino blanco. En el trayecto no paraba de hablar, de coquetearme, de darme ánimos, lucía contenta. Por mi parte, me sentía vivo, me sentía, incluso, feliz. Agradecido de haber conocido a esa mujer.

Llegamos a la media noche. Era una noche fresca, agradable, el cielo era claro, la luna como espectro. Las villas no tenían gran chiste, estaban descuidadas, viejas, olían a humedad y hacía más frío adentro que afuera, pero qué importaba: Clarita estaba a mi lado. ¿Quién no ha caído alguna vez bajo los efectos de la flecha del amor a primera vista? Físicamente era poco agraciada, pero era cosa de acostumbrarse.

Era tan generosa que le importaba todo lo que le contara, así fuera algo irrelevante, ella exclamaba siempre con asombro: “¿en serio?”, “¿de veras?”, “¡no me lo puedo creer!”, “¿cómo es que sabes todo eso?”. Luego de unos tragos, a Clarita le sorprendió lo guapo que yo le parecía; no la culpaba. Un minuto después se acercó hasta mí. Olía a sudor, a cebolla, a pambazo, a rábano. A pesar de no sentir el mínimo deseo hacia Clarita, ésta tomó mi mano para que le acariciara los pechos…y me dejé llevar.

Con todo el peso de su cuerpo se abalanzó sobre mí. Una lengua rasposa lamió mis mejillas hasta encontrarse con mi boca. Cerré los ojos e intenté imaginar que besaba otra mujer, a Lorenza, a Pamela, a Elena, es más, a mi esposa, pero no a Clarita. Fue imposible. Ella todo lo hacía como si tratara de una pelea de lucha libre. Me abrazaba con torpeza y violencia. De vez en cuando me pellizcaba las nalgas o entre la pierna. En otras ocasiones, se recostaba encima de mí, pero al ver que me costaba respirar, me sujetaba por la espalda y me sentaba como un niño chiquito entre sus piernas. Cuando se bajó el vestido, tenía los pezones erectos, prietos, grandes como los panes de Zinapecuaro. Su ombligo era un agujero redondo y oscuro tan profundo como el mar… y más abajo estaba la selva, una selva negra, salvaje, mal podada, húmeda como la noche en la costa.

Pero en noches como ésta, el amor no conoce de facciones físicas, me había convertido en un animal humano, físicamente frágil, mi cuerpo eran brasas hirvientes, sentía caliente el corazón que se aceleraba peligrosamente. De un tirón me bajé el pantalón y los calzones. Clarita tenía la boca abierta, respiraba con dificultad, parecía poseída por un demonio. Con su mano pequeña y regordeta comenzó a acariciarme. El pito se me endureció como el hierro. Le abrí las piernas de roble, le bajé los calzones, eran del mismo tamaño que el mantel de mi mesa. Con una mano apreté sus pezones erectos y prietos. Posteriormente me introduje en la selva tierra adentro, a lo más hondo de aquella espesura tropical. Clarita jadeaba como barco de vapor. Me engullía, me apretaba, me sujetaba. Volví a cerrar los ojos con fuerza y enseguida me vine.

Y el tiempo se detuvo…

Me llené los pulmones de aire fresco y me retiré de Clarita. La miré fijamente, pero  ella seguía extasiada, continuaba jadeando. Me paré y fui al baño. Me eché agua en la cara y me vi por unos segundos en el espejo. No supe qué decirme, pero  estaba seguro que no encontraría a nadie que me amara tanto. Yo también la amaba y me quería casar con ella. No sólo era la persona amada: era la mujer ideal y, seguro estaba, la esposa perfecta. Ninguna queja tendría nunca de ella. Lamenté profundamente tener que renunciar al velo blanco de novia. La boda tendría que ser por el civil. Cuando ingresé a la habitación para pedirle matrimonio, Clarita roncaba y dormía a pierna suelta. Ya habría tiempo para decírselo. Me recosté a su lado. Su cuerpo aún estaba tibio. Intenté dormir pero no pude. Seguía lleno de extrañas sensaciones y sentimientos.

A la mañana siguiente, Clarita me tenía el desayuno listo: huevos rancheros y una jarrota de agua de jamaica. Le comenté que al agua le hacía falta azúcar. Me explicó que era por mi bien. No dije más. Durante el resto del día me consintió con esmero y dedicación. Me daba consejos. Me leyó frases de un libro de superación. Me parecía deliciosamente tonta, pero enamorado estaba ya. Me llevó todo tipo de frutas y mucha agua de jamaica sin azúcar. Hicimos el amor dos veces más durante el día. Pasé muchas horas dormido. Dormía como si no lo hubiera hecho en mil años. Le pregunté si no iría a trabajar, contestó que ella era su jefa, no había problema. Su prioridad era yo. Inclusive ya había hablado con algunos contactos para que me dieran trabajo. Le dije que no era necesario, pero insistió.

Al caer la noche, volvimos a intimar. Fue un acto armonioso y mejor compenetrado. Me dijo que me quería y yo le respondí que también yo a ella. Estaba embrutecido, a esas alturas era incapaz de ver en ella defecto alguno. El amor es así, ciego a la hora de ver los defectos de la persona querida.

Luego comenzó a llover con más fuerza. Los malos presagios estaban ahí.  Después de hacer el amor, comimos algo ligero, una ensalada que ella misma preparó y más agua de jamaica sin azúcar. Bebimos un vino tinto que guardaba en la camioneta, tomé dos copas.

Y no supe más.

Me despertó un fuerte dolor en la espalda baja, justo debajo de las costillas. Sentía la boca pastosa. Estaba bañado en sudor. Un pesado olor a alcohol flotaba en la habitación. Intenté pararme pero fue imposible. Me sentía mareado, lento, débil. Seguía lloviendo con una intensidad delirante. Era difícil moverme, el dolor persistía terriblemente. Sentía unas punzadas devastadoras. Había manchas de sangre en la colcha. Llamé varias veces a Clarita, pero no tuve respuesta. Sólo se oía el viento acompañado de lluvia azotar con fuerza.

Me llevé la mano al lugar del dolor y sentí una herida. Calculé que era de unos veinte, veinticinco centímetros.

Volví a perder el conocimiento.

Entre sueños, comencé a tener ciertos recuerdos. Recuerdo haber visto a Clarita con otro hombre, balbuceaban en voz baja.

Al cabo de unas horas, pude pararme, me dirigí al baño, quité el espejo y pude ver la herida; estaba cerca de mi riñón derecho. Mejor dicho, estaba justo en mi riñón derecho. Caminé rumbo a la salida, en la mesa había una nota que decía:

Jesús:

Te dejo cien pesos para que pagues un taxi, pasan muy seguido sobre la carretera.

Un beso.

Clarita.

Todo había dejado de tener sentido de nuevo. Mi existencia era un fracaso. Era toda una vida de decepciones y desengaños. A mis 35 años, la vida había terminado. Tras la violenta realidad, me serví el alcohol que sobraba de una de las botellas. Volvió a oscurecer. Salí a la pequeña terraza a tomar el aire fresco, a mirar las estrellas, pero el cielo estaba gris y nublado. Ahí, quieto y oculto bajo las sombras de la neblina, contemplaba el profundo silencio de la noche.

Mis intentos por dormir fueron inútiles. El insomnio era una analogía dura de la eternidad. La noche estuvo acompañada de recuerdos tristes.

Por la mañana, bajo la lluvia y un dolor incesante, caminé a la carretera a tomar un taxi. Le pedí al chofer me llevara al hospital civil. Tenía calentura y escalofríos. En el trayecto recordé a mis hijos pero tuve un mal sabor de boca. Hacía un tiempo que me habían citado en el colegio del niño. La maestra estaba preocupada, le habían pedido que hiciera un dibujo de su familia y a su madre la dibujó debajo de un árbol macabro, sin expresión alguna en el rostro, con los brazos pegados al cuerpo y sin piernas; al otro extremo de la hoja estaba yo: se trataba de un hombre que mira de reojo lo que ocurre a su lado, con los brazos pegados y las manos en los bolsillos, un espectador pasivo sin intenciones de nada, pero lo que más llamó la atención, fue como se dibujó a él mismo: era un perro echado afuera de una casa, parecía un animal abandonado, viejo y triste. En el camino no paré de llorar.

Al llegar al nosocomio me trasladaron directamente al área de urgencias: Clarita me había dejado sin un riñón.

Pinche Clarita.

Permanecí en el hospital siete días. Al salir, la misma idea taladró mi cabeza: quitarme la vida.

Fueron días trágicos, caballeros.

Aquella mañana me puse un traje oscuro, camisa blanca, sin corbata ni zapatos. Me aseguré de cerrar todas las posibles salidas de aire del departamento. Después abrí las llaves del gas. De fondo puse Into my arms de Nick Cave. Me acomodé en el sofá, releí Dublineses de Joyce,…”lo había sentenciado a la ignominia, a una muerte vergonzosa”. Y cuando el efecto del gas estaba atolondrando mi cabeza, alguien tocó la puerta.

No abrí, sólo existía la posibilidad de que fuera un cobrador o un testigo de jehová.  Al no abrir, un sobre amarillo se deslizó por debajo de la puerta. Me volví a sentir idiota, no había tapado esa parte de la casa. Desde el sofá vi el sobre, la letra la reconocí de inmediato, eran los garabatos de la mano regordeta de Clarita. La carta decía siguiente:

Querido Jesús:

Así como yo te ayudé, hoy tú eres el salvador, tu riñón ha salvado una vida.  Discúlpame por haberlo tomado sin tu consentimiento. Se puede vivir fácilmente con uno. Como recompensa, aquí te mando un dinerito.

Te mando también una cajetilla de cigarros cubanos, son riquísimos.

PD: No dejes de tomar agua de jamaica, sin azúcar.

Un beso.

Clarita.

Mientras releía la carta me llevé a la boca uno de los cigarros que Clarita me había hecho el favor de mandarme. La carta me puso de un humor festivo a pesar de los quinientos pinches pesos que me había mandado. Me paré por los cerillos. El olor a gas era delicioso. Regresé al sofá. Nick Cave seguía cantando Into my arms, Oh Lord//Into my arms// Oh Lord//Into my arms, Oh Lord… Luego friccioné el fósforo en la cajetilla.~