Tazos, un mango y esa mugre

Un padre, su hijo y un conductor del transporte público en una ciudad muy, muy parecida a la Ciudad de México. Un cuento de Dán Lee.

 

I

A MÍ NI me gustan estas cosas. Siempre he preferido arreglar las broncas como los hombres, con puños y patadas. Cuando yo era joven, el que se metía conmigo ya sabía a qué le tiraba. Me la rifaba con todo, hasta que uno de los dos no pudiera pararse. Que si el otro era boxeador o karateca, me valía madre… Ya no, y menos con estos chavos de ahora, todos traen filete o hasta fusca. Un cuchillo como sea, pero un fogón…el que inventó esa mugre fue el puto más puto de la historia.

Aunque no me guste, aquí la traigo, pegada con maskin abajo del asiento, escondida por si se sube un oficial. Dicen que también los militares las pueden confiscar, que me pueden detener por traerla, y en esta ruta se suben hartos sardos.

A los cacos les vale madre que haya soldados, ya nos agarraron de bajada. Quién sabe por qué si transportamos casi puro empleado y las colonias de por acá están medio jodidas. A lo mejor por eso, porque los que trabajamos por la derecha queremos estar en paz con lo poco que tenemos, salir en la mañana a chambear y regresar con los nuestros, tranquilos, sanos y completos; lo demás es ganancia. Entre nosotros hay menos chance de que un güey le quiera jugar al héroe y se ponga al brinco con ellos. ¿Cuánto podrán sacar de un micro? Unos cuantos celulares y menos de mil pesos…

A mí no me ha tocado, gracias a Dios. No sabría qué hacer. Si fuera antes, les rompía todita la madre hasta que no les quedaran ganas de volver a robar, pero ya no. Tengo las piernas débiles por andar en el volante todo el día, y el torso igual. Sigo siendo rápido, aunque no como antes, y de qué me serviría la velocidad sin músculo; lo más probable es que me lastimara yo solo. En aquellos tiempos me peleé con uno que otro viejo, y aunque tenían más callo, sus golpes no lastimaban igual, era como si varearan con carrizos huecos. No, no tendría sentido que me parara a exponer el físico… Ahora que tampoco podría quedarme como si nada, viendo cómo un vago sin beneficio se lleva mi trabajo. Desde las cinco de la mañana estoy aquí trepado rascándole monedas a la avenida para que llegue cualquier cabrón a encuerarme. No, eso está mal. Si lo permito soy cómplice, por agachón.

Mejor me cuido para no tener que llegar a ese momento. Más vale prevenir que lamentar. Si veo a unos güeyes muy malandros, o uno medio nervioso, mejor no lo subo. Prefiero verme ojaldra que atracado.

Como ese güey que está haciendo la parada. Nel, se ve de plano muy chacalón. Tiene todo el perfil. Cuerpo de ratero: flaco y correoso; cara de ratero: barba, nariz desviada y toda la cosa; ropa de ratero: tenis, sudadera de capucha… pero es más ese gesto hambriento de pesos, de sobajar a alguien, lo que lo delata. Trae a un chamaco, pero ha de ser el puro anzuelo. Se para en el tope, el muy mañoso. Intenta subirse. Acelero, me vale gorro que brinque todo el pasaje y que el chacal salga rebotado. Nel, tú no, carnal, aunque me la mientes.

“Chinga tu madre, puto”, grita. Pues sí, pero ni modo. Mejor ojaldra que atracado. Miro el retrovisor, el tipo me mira con ojos de fusca. Qué bueno que no me detuve…

¿Y justo ahorita hace la parada, señora?, con todo respeto, chingue a su madre. ¿Qué no ve que ese alacrán quiere picar? Apúrese… Su puta madre, ahí viene, arrastrando al chamaco. Corriendo como el pinche ratero que es. Bájese rápido, señora, o me arranco y la dejo dando vueltas como pirinola borracha, seguro se le rompe la cadera o un tobillo y no vuelve a caminar en su vida. Ni pedo, doña, no se mueve. Ahí va el acelerador.

“¡Bajan!”, grita medio micro. La doña queda volando como bandera. Alguien le ayuda con sus bolsas. Carajo. No quiero llevar sobre la conciencia que esta vieja no vuelva a dar un paso. Freno, listo para salir disparado en cuanto la señora ponga la segunda chancla en el piso. Retrovisor. ¿Dónde quedó el malandro?

“No se pase de verga, hijo de su puta madre”, escucho al tiempo que veo una suela volar hacia mi cara. ¿De dónde salió? Esquivo y mi camisa blanca se enmugra con el tallón.

“Tranquilo, ñero, ¿qué te pasa?”, me repliego.

“No se haga pendejo, piche ruco culero; si vengo con mi hijo, ¿pa qué nos tiró?”, sube medio cuerpo, el niño se queda en la banqueta.

El chacal está flaco, pero pega recio. Sus ojos quisieran que yo cayera muerto. Resopla y tensa los brazos, perro hambriento al que le robaron sus pellejos. ¿Por qué no ataca? Está dudando. Hay que actuar.

“No les pasó nada, ¿no? Ya estuvo”, digo.

Hago como que lo ignoro, pero de reojo no lo pierdo de vista mientras meto primera y pongo las manos en el volante, para que se confíe. Avanzo lento, tendrá que decidir entre dejar a “su hijo” en la banqueta o seguir aquí, en lo que sea que estamos metidos.

“Muy cabrón, ¿no?, pinche ruco…”

Sigo haciéndome menso.

“Si quiero te atraco ahorita, ¿cómo ves?”

Tira un manazo. No sé si va con la palma o los nudillos. Bajo la cabeza. Me raspa un hombro. Está huesudo, el puro rozón me hace arder la piel, pero no me rajo, nunca me he rajado.

“Ya estuvo”, repito sin dejar de acelerar. Tiene que decidirse por el pequeño. Cualquiera con tantita conciencia lo haría.

“¿Quieres ver?”, escupe al hablar, mete la mano debajo de la sudadera. Ni siquiera ha vuelto la mirada hacia donde dejó al niño.

No, no quiero ver. Clavo la mano debajo del asiento. Sigo siendo bastante rápido.

II

Isra se pica la nariz. No, hijo, lo reprendes y le extiendes un manojo de servilletas. Límpiate bien. El niño toma el papel sin mirarte, separa una hoja y con ella sigue picándose. ¿Cómo es que Pati no le ha enseñado a sonarse la nariz? ¿Está muy chico para hacerlo? Vale madre, no sabes nada de criar hijos. Te acuclillas y lo giras. Tomas una servilleta y le aprietas las fosas nasales. Sóplale. Isra exhala con fuerza; abres los dedos y vuelves a apretar dos veces. Recibes en el papel la sustancia viscosa, la miras para identificar la consistencia y color antes de tirarla en la banqueta. Son mocos verdes y espesos. Según el doctor, eso está bien, es señal de que las noches en vela están a punto de terminar.

Un micro pasa junto a ustedes. No lo viste venir por limpiar al niño. Tendrán que esperar otros cinco minutos en lo que viene otro. Te paras cerca de un camión estacionado para atajarte del frío. Isra va bien cubierto: chamarra, doble pants, gorro. Tú llevas sólo jeans y sudadera. Subes la capucha a ver si se te desentumen las orejas. Tú aguantas, el que importa es el niño. Te prometiste cuidarlo por todo el tiempo que no lo has hecho desde que nació. Allá adentro no te lo llevaban. Pati no quería que te viera allí, que presenciara por lo que tenía que pasar para poder visitarte. Te dio unas fotos con las que tapizaste la pared junto a tu litera y sólo así notaste cómo creció.

Lo miras. Imaginas su sonrisa. Casi nunca sonríe cuando está contigo. Le das miedo, como que no se acostumbra a tu nariz chueca y tus dientes incompletos. Es normal, tanto tiempo de convivir con otras personas. Hace rato sí rió un poco, cuando probó el mango. Viene todo manchado de la cara, si lo viera Pati seguro se ponía loca. Llegando a la casa lo lavas y ya está, ni quien se entere que se puso como la Pájara Peggy de amarillo y barbón.

Qué bueno que le gustan las frutas, son más sanas… no le queda de otra, porque no hay para comprarle pastelitos, chicharrones y las otras porquerías que comen sus primos. Allá adentro te daban puras frutas y verduras, cereales, a veces pan. Quesque son los alimentos más sanos. Eso a quién le importaba, “alimentos sanos” y una madre. Había que volarle la carne y el queso a los otros internos, había que ser el más gandalla, el que rifara en el patio. Había que ser bien cabrón hasta que un día Pati te dijo que Isra venía en camino, que ella no regresaría, que le iba a buscar un papá de a de veras. Puta si no se te movió el suelo. Por diosito que ibas a cambiar. Pregúntale a los celadores, a los compas; por ésta que desde mañana me incorporo a un taller. No mames, vas a ser papá. Tienes que ver cómo sacar un billete para que el niño no pase hambre, para que tenga carriola, pañales, leche. Debes portarte bien para salir más rápido. Debes, tienes, hay que, te llegaron los mandamientos de la responsabilidad. Se te metieron en la cabeza, en las manos. Dejaste de juntarte con los gordos. Cuando supieron del chavito agarraron la onda, pero no se alejaron sin la despedida: dos descalabradas, la nariz rota, menos dientes, el cuerpo puteado por todos lados. Ni pedo, así es allá.

Acá es igual de frío, pero al menos tienes chance de ir a donde quieres, de ver a tu hijo comerse un mango. Al menos uno. Cuando tengas chamba, le vas a comprar lo que pida. Hoy te dieron chance de ayudar a montar unos puestos en el tianguis, pero eso no es diario. Lo bueno es que te pagaron con fruta y verdura además del varo. Cuando fuiste por el niño a la casa de tu suegra, Isra hasta brincó cuando vio las peras y el mango. Éntrale, hijo, es para ti. Vale madre que se ensucie la cara, la fruta le hace bien y además llegando van a limpiar la casa y después se bañan, bueno, si baja el frío, porque cada vez lo sientes más intenso y el micro no pasa.

Como a una cuadra se ve uno. Chido, ya te vas. Jalas a Isra hacia el tope. Ahí es más fácil abordar porque tienen que detenerse casi totalmente. Cuando andabas de lacra, te las sabías todas. Hay que agarrarlos cuando están en la pendeja. En un tope pronunciado se paran porque se paran, o desmadran la suspensión. Casi siempre se subían dos cabrones, uno se iba para atrás y el otro al frente, sacaban el fierro o el cuete, lo que hubiera y va, chin chin el que deje algo. Señores pasajeros, ya se los cargó la verga. Ahora hay que buscar la chamba, hay que irse derechito si quieres que tu hijo sea alguien mejor que tú.

Apenas tienes un pie en el vehículo cuando da el arrancón. ¿Qué trampa? Sales despedido. Tiras del brazo de Isra para evitar que choque con la llanta en movimiento. Grita. Gritas.

“Chinga tu madre, puto.”

Te enrabias. Sientes eso rojo que te sube a la garganta antes de mancharte con alguien, cuando la boca no sirve más que para gruñir, morder; y las manos para crisparlas, para hacer nudillos o garras. Hijo de la chingada. Vio tu aspecto y te juzgó, como todos, como tu suegra, como Isra que te hace gestos, como los cabrones que no quieren contratarte ni para limpiar pisos. Ni que fueras a atracarlos. Hijo de la chingada. ¿Quiere tener miedo? Va.

Corres, llevas un ancla en la mano derecha. Es Isra. Aguanta, hijo, nomás le voy a dar un susto, casi te agarra en la llanta, te pudo haber matado o lisiado. En tu mente ves a Isra en una silla, sin una mano. Rojo. Rojo que te obliga a apretar los dientes y a correr más rápido al ver que el micro se detiene unos metros adelante. Todo se tiñe del color que facilita hacer lo que deseas. Nomás un susto, hijo, aguanta aquí.

Alcanzas al micro. La jeta del viejo que por sus puterías casi tulle a Isra. Tratas de controlarte, pero los años de práctica lanzan la patada en automático mientras te coges de los tubos para subir. Nomás un tallón y te bajas, nomás el susto. Respiras lento, como te enseñaron. La rabia debe bajar. Allí hay billetes y monedas. Montones. Qué fácil sería… Nel, nomás es un susto. Quién sabe qué dice, qué dices. No oyes bien cuando te entra la rabia. Que se espante, que crea que traigo fierro, que se cague pa dentro. Nomás eso y bajo por ti, hijo.

III

El camión avanza antes de que puedan abordarlo. Isra tropieza. Samuel lo jala del brazo mientras trata de recuperar el equilibrio. El mango escapa de la mano de Isra y se aleja rodando junto a la banqueta. ¡Mi mango!, piensa Isra al ver la fruta tirada en la calle. Estira la mano hacia lo que fuera su postre. Siente un tirón en el brazo izquierdo. No me gusta jugar a las coleadas; quisiera decir, pero ya lo llevan a rastras igual que cuando le toca ser cola y sus primos más grandes lo remolcan por todo el patio ondeando cual papalote, con los pies apenas rozando el suelo como los perritos más chicos del parque.

El aire le sopla frío en los cachetes. Samuel corre muy rápido. Isra escucha su colección de tazos agitándose en las bolsas de Samuel. Se van a caer, piensa. Siente su hombro izquierdo estirarse igual que en las caricaturas, pero no es chistoso.

“¡Samuel!”, grita. “Me está doliendo.”

La carrera no cesa.

“¡Samuel!”

Isra casi cae de rodillas, lo llevan en vilo. Usa su último recurso.

“Papá, me duele.”

No le gusta llamar “papá” a Samuel. No entiende porqué su mamá le ha pedido que lo llame así. No se parece al papá de la foto, el que tenía pelo largo, dientes y una nariz normal. Samuel no tiene nada de eso y además no le compra dulces como los verdaderos papás de sus amigos; los papás son señores que se van a trabajar todos los días, regresan en la noche y los domingos llevan a los niños al parque, no son muchachos que llegan nada más un día y quieren que les digas “papá”. Isra no termina de creerlo, pero Samuel parece alegrarse mucho cuando él lo llama así, aunque sea obligado por su mamá.

“Papá. ¡Papá!, me duele.” Samuel parece no escucharlo. A lo mejor no es mi papá, piensa Isra.
Un tazo metálico sale disparado de la sudadera. Isra escucha el clac-clac cuando el objeto choca con el piso, seguido de otro más. Mis tazos, papá, mi mango… me duele; suéltame, no te quiero. Isra llora.

Por fin se detienen junto al microbús. Isra libera la mano izquierda y se limpia las lágrimas. Se soba el lugar adolorido. Mira hacia atrás y descubre un tazo junto a la acera. Va hacia él. Más allá hay otro, uno de los holográficos. El rastro sigue a lo largo de la calle. Isra lo recorre.

Bum. Un ruido explosivo parecido al de las palomas que Samuel tronó en Navidad. A Isra le daba miedo. “No le saques, hijo; ira, no pasa nada”, decía Samuel y arrojaba el triángulo de papel al aire, donde hacía explosión; las alarmas de los autos se activaban. Isra se estremece, busca a Samuel alrededor; espera verlo lanzar cuetes al aire.

No está. El microbús se ha detenido. Va a volver por mí; mejor me regreso con mi abuelita, piensa Isra y, tazos en mano, se aleja corriendo por la banqueta.~