Tauromáquina

¿En el futuro qué sucederá al coliseo y al ruedo? Tauromáquina, un cuento de Cesar Sánchez/ escultura de  John Lopez.


 

Senior 24x7w2. EL NIÑO DEL reseteo sujeta con firmeza la muleta y cita de voz y chasis al engendro de Mercurio. La tela, surcada de hebras ópticas que lanzan destellos rojizos intermitentes por doquier, cuelga de su brazo extensible cual pendón conmemorativo del sacrificio que va a tener lugar. Un murmullo de giroscopios y conmutadores de mercurio y rótulas de titanio y palancas y transmisiones se extiende por las gradas. La cuerda de la atención de los presentes se tensa hasta el límite de su elasticidad.

El ruedo hierve de colores contradictorios: plata y negro de los 4 pares de miembros del matador; rosa, verde y oro de su traje de faena; arcilla en el suelo irregular; marrón descolorido mate del caparazón de la fiera extraterrestre.

Suena un canto lejano, pero se trata de la sirena de una nave de mercancías que despega de la base espacial de los campos de la Alcarria, una letanía desafinada que no es canto, ni es nada. Ni una explosión termonuclear desharía el hechizo de lo que acontece en la arena.

Entonces, espoleado por el instinto de supervivencia y los gestos del androide, el mercuriano gira sus pedúnculos, rematados por sendos sistemas multifacéticos de visión, hacia los ojos de silicona de su oponente y los alientos parecen congelarse aún más en la imagen estática de insecto gigante y máquina, en la mil veces conjurada instantánea de pesadilla.

La banda municipal acomete los primeros compases de un pasodoble tecno del siglo pasado, la composición que, a fuerza de repetirse, se ha convertido en seña de identidad del coso madrileño. La música envuelve la atmósfera como la mortaja de seda a un ahusado cadáver venusino, en una de las célebres ceremonias mortuorias del planeta de fuego.

Todo está preparado para que de nuevo se obre el milagro, la magia sin impurezas del requiebro, el desahogo del lance en suerte, la fugacidad del instante que se consume en este primer destello. El niño del reseteo, los cuatro soportes inferiores sobre la línea que concilia los opuestos; el engendro, pidiendo a bufidos el reencuentro con sus antepasados.

Es la hora. La vida y la muerte se cruzan en un palmo de terreno: patas, aguijones, poleas y pinzas en el desacuerdo del cruce pasajero… La fina frontera que separa, en acero y sangre fluorescente, el fracaso de la gloria, el baño de aceite yodado del almacén de chatarra. Efímero, como el rebote de un pulso en el alma de la fibra óptica; verdadero, como el software que me invita a describir milimétricamente todo lo que sucede. La verdad, que alcanza mimbres de abstracción en lo transitorio, en lo que no se puede retener aunque deje un poso imperecedero en nuestros bancos de memoria.

Y nosotros, contemplándolo todo desde el gallinero de la plaza. Tú, con la mirada de embeleso de los ancestros, mientras engrasas tus articulaciones en modo automático y envías, de tapadillo, como quien no quiere la cosa, instrucciones al procesador de casa para que todo esté en estado de revista a nuestro regreso. Yo, ensimismado con el ritual de la muerte del otro, del poderoso, del ajeno, del orgánico; con eso, mi vida, y contigo.~