Tambores de la noche
Un cuento de Rafael Tiburcio García
A Julio Romano
A Martha Miranda
A Daniel Ángeles Trejo
HASTA LOS GRILLOS callan cuando paso junto a la hierba, por eso no puedo sentirme más solo. Mientras camino escucho una víbora que sufre al tragar el cuerpo de algún roedor, y sólo quiero salir de estos baldíos para dejar de triturar las conchas de los caracoles que invaden el sendero. Pero ahora eso no es tan importante.
Lo importante es salir de esta oscuridad, de este lodo enmohecido, de las luces y sombras que filtra ese edificio en obra negra; de la respiración de los drogadictos detrás de aquellos matorrales; y de los tambores, que no cesan de clavar sus ritmos fúnebres desde el interior de mi pecho.
Debo admitirlo, al entrar a este enorme terreno esperaba ser asesinado por una serpiente, una rata, una chinche, una capulina, un vago; pero a medio camino despertó en mí un súbito deseo de conservarme, un inconcebible y desesperado apego a mi inútil vida, quizá únicamente para seguir lamentándome.
Llego finalmente a una calle iluminada por resplandores naranjas, el agua aún desciende de la falda del cerro y debo tener cuidado al pisar los charcos; los baches no se ven; en un par de ocasiones he estado a punto de dislocarme el tobillo y probar las aguas que brotan de esas coladeras obstruidas con basura.
En el baldío, antes de llegar a la calle principal, pateo las piedras sobre los hormigueros. Los grillos siguen interrumpiendo su sinfonía con mis pasos; los retoman cuando me he alejado. Los gatos me esquivan, los perros me gruñen. La humedad es mi única compañera y la luna me abandona lentamente opacada por las nubes de una nueva tormenta.
Al acercarme al mercado, percibo los vestigios de la industriosa jornada. Al cruzar la calle, los olores dejan de ser una combinación uniforme y se diferencian: ahora huelo el carbón y los periódicos de un anafre, el maíz y los hongos quemados; ahora el pescado crudo, helado, que empieza a pudrirse; ahora los tomates molidos, chile, cebolla, ajo y epazote: este último predomina; en el poste de luz frente al local, crece un ramillete, oculto como una más entre las hierbas.
Los tambores resuenan arriba del mercado. Subo los peldaños de la escalinata al centro de la construcción sólo para descubrir que, más allá de los muros cubiertos de grafitis y las firmas ilógicas, una malla delgada de alambre rojizo obstruye el paso hacia los locales abandonados de la segunda planta, inhabilitada en su totalidad.
Permanezco inmóvil en la escalera y un gato negro se acerca, se restriega en mi pierna. Al acariciarlo, siento las cicatrices y heridas bajo su pelaje. Tiene un collar de costras en el cuello, varios agujeros y arañazos. El felino voltea hacia mí y puedo ver un líquido verdoso en la cavidad donde debería estar su ojo izquierdo. Una sensación que oscila entre la compasión y la repugnancia crece en mi estómago. Instintivamente alejo la mano de un latigazo. El gato sale corriendo escaleras abajo, cruza la calle y se pierde entre los árboles y el pasto del camellón.
Nuevamente solo, empiezo a divagar: el gato se fue porque me sentí superior a él. Siempre he creído que sólo superamos a las bestias porque usamos nuestros sentimientos para someterlos, pero somos tan frágiles como ellos. Por eso no importarán todos los grandes hombres, ahora y nunca, que han hecho algo por mejorar sus sociedades. Cuando fue político, Goethe logró que las mujeres con hijos bastardos dejaran de presentarlos en las iglesias, así hubo menos infanticidios; y Gógol, quizá fue una consecuencia que veinte años después de la publicación de Almas muertas Alejandro II aboliera el régimen de la servidumbre en Rusia, quizá fue mera coincidencia, el resultado de una nueva realidad socioeconómica. Pero prefiero creer que fue Gógol quien mostró lo insensato de un sistema como ése: un profeta empuñando un martillo de guerra, dispuesto a demoler una sociedad obsoleta. Hombres como ellos ya no existen, si es que alguna vez los hubo, si no es que fueron meras alegorías para inspirar a las generaciones siguientes. Este mundo ya no tiene héroes, y ni todos los políticos y activistas del orbe lograrán que dejemos de asesinarnos, de dominarnos unos a otros.
Tantos pensamientos causa un gato herido. Es sorprendente.
El silbato del velador se escucha en la lejanía.
Me siento en las escaleras para escuchar los truenos del norte y me aprieto el pecho con desesperación. Y por qué pienso esto si de todos modos no importa. Quizá sea la costumbre; tantos años construyendo mi realidad con la televisión, la literatura, la religión, la política. A nuestra manera, los adultos seguimos siendo niños creyendo en la magia.
Apenas hoy por la tarde, antes del desenlace, cuando Evangelina y yo nos encontrábamos tumbados en el sillón, levanté el pantalón de su pierna derecha sobre mi regazo, descubrí su pantorrilla, la acerqué a mi boca para darle el último beso y sentí sus vellos afilados enterrarse en mis labios. Ella se apenó, pero no le permití cubrir su pierna, seguí acariciándola con delicadeza.
El mundo que deseamos vivir es una ficción de olores, le dije, maquillaje, cirugías, un afanarse en negar lo que nos constituye, un caldo de cultivo para la molicie y la hipocresía.
Pero ella, como siempre, tomó a mal lo que dije:
—Blanda e hipócrita tu madre india. Tu puta madre.
Ése fue el inicio de nuestra última discusión, en la cual salieron a relucir hábitos, infidelidades y ofensas genealógicas; y no le veo caso recapitularlas en estos peldaños húmedos mientras pienso qué habrá sido de ese gato.
Por eso vago de noche en esta colonia ruinosa, sentado en la escalera cerrada de un mercado fantasma, en espera de que la tormenta caiga y la niebla llegue y me devore; porque una mujer se burló de mí mientras yo me alejaba de nuestra madriguera, dejando atrás las comidas parcas, la sala llena de colillas, el humo y el olor de la ceniza, los envases de cerveza, el colchón sobre el piso en el cual conocimos las cavernas del subsuelo, donde yacen los muertos del cementerio, encima del cual, cien años después, construyeron estas casas donde conocimos las estrellas del universo y viajamos como supernovas doblando el tiempo.
No tengo amigos ni conocidos y mi familia no me aceptará esta noche. Todo mi mundo está a mis espaldas y yo no estoy de humor para mostrar un poco de temple en el tiempo que me queda por delante. Sólo quiero alejarme de Agnosia, de Evangelina, irme lejos de esta ciudad cuyos recuerdos me pesan como la tierra sobre una tumba; y vagar por este hermoso país, donde nadie me conozca, donde nadie sepa de todos estos errores que me persiguen, de esta rabia permanente en la que vivo, de este ridículo, de esta culpa; donde el viento costero, o los pinos, o los magueyes, o los platanares limpien toda esta porquería que me he acostumbrado a cargar a diario.
Mañana tendré que regresar por mis discos de jazz, mis libros de poesía maldita, mis películas de serie b; y claro: la ropa, el cepillo de dientes, el peine. Tendré que verla nuevamente a los ojos y cargar con su mirada mientras empaco lo que pueda, mientras escucho sus amargas quejas sobre mi machismo y mi cinismo y todas las putas con las que me revuelco. Y ella que no sabe que soy un cometa orbitando a su alrededor; que no importa cuánto me aleje, pues únicamente sé rondarla; que hasta el viento nocturno me clava su nombre, Evangelina, Evangelina, aunque a veces se evapore en la oscuridad, enterrado bajo el olor y el nombre de cualquier otra.
Mientras imagino todos sus sarcasmos, me levanto y una curiosidad suicida me hace dar la vuelta a la construcción, para llegar a un local en obra negra cuya parte trasera es a la vez un basurero y una jaula.
Ahora escucho los ladridos al otro lado del mercado. Un miedo súbito me invade, se mezcla con mi tristeza, por momentos la desplaza.
Nuevamente el silbato del velador en la lejanía.
En ese local, durante el día, hay perros hambrientos, enjaulados quién sabe con qué finalidad. Pero por la noche los sueltan. Ahora mismo están sueltos.
Y no hay leyenda popular que me prevenga de sus intenciones.
La luz está encendida y una lámina se moja en el piso. Los ladridos se desvanecen en un silencio inusual.
Los tambores de mi pecho resuenan con más fuerza.
Escucho un estruendo formado por la combinación de un aullido melancólico, un trueno cercano y la violenta tromba del norte.
Apenas sentir en mi ropa unas gotas inmensas me meto por instinto en la jaula improvisada y huelo la basura en la cual viven los perros todo el día. No puedo contener el asco. Entre la lluvia escucho unas pisadas que se acercan a mi refugio.
Salgo precipitadamente con las manos en la cabeza, trato de cubrirme del agua. Corro. Espero en la esquina de la avenida principal. La jauría de perros famélicos me mira con indiferencia y sigue de largo. No puedo sentir sino respeto cuando pasan. Cada uno de ellos hubiera podido destrozarme. Pero sólo se alejan por la otra esquina sin oler siquiera el miedo que me invade.
Regreso a la escalera y me siento a esperar. Por un momento me causa risa mi reacción: resguardarme de la lluvia mientras me perseguían, por favor.
De nuevo escucho extraños ecos en el interior, me levanto y pongo mis dedos en la reja. Abro los ojos para distinguir cualquier cosa en la penumbra. La tristeza vuelve mientras me debato entre el miedo y la curiosidad. Mi situación emocional no se presta para aventuras de adolescente y una parte de mí me inclina a saborear únicamente este dolor que cargo. Pero la otra parte me empuja a evadirme, a olvidar el desenlace con Evangelina y ver lo que está más allá.
Separo, uno a uno, los clavos que detienen la reja. Al terminar, mis dedos están magullados. Ignoro el dolor. Me deslizo entre la reja, cuidando de no rasgar mi camisa bordada o arañarme con los clavos oxidados. Avanzo entre el polvo, internándome en la negrura y los ecos, en corredores y locales vacíos que parecen interminables.
Allá a lo lejos, en lo que podría ser el centro del edificio, una luz débil centellea proyectando sombras en las paredes. Me acerco en silencio y descubro un corro de personas practicando un extraño ritual. Muchos de ellos llevan ropa de manta y guaraches, y tienen rasgos indígenas, como yo, aunque la mayoría no lo somos, pues a varios los he visto atendiendo los locales del mercado, o simplemente paseando por el barrio. Al ver que me acerco, algunos endurecen sus rostros, otros cuchichean, los demás me miran, me ignoran, siguen atentos al centro del círculo. Unos más, reconociéndome, hacen un espacio para que me siente entre ellos y se olvidan de mí el resto del tiempo.
Un sujeto semidesnudo, decorado con un penacho y conchas en las pantorrillas, camina entre el círculo de personas y comienza a hablar en náhuatl, lo sé porque logro distinguir algunas palabras. Observo de reojo al resto de los asistentes; la mayoría de ellos tampoco entienden lo que el hombre dice, pero permanecen solemnes mientras sopla un atecocolli y da inicio a una ceremonia.
A continuación, tres mujeres frente a mí comienzan a tocar enormes huehuemeh, y el sujeto continúa hablando, mientras el grupo responde ocasionalmente con frases que tal vez no entienden, y que seguramente han traducido de una misa negra, o de alguna liturgia masónica.
El ritual se prolonga en situaciones esperadas: oraciones, cantos, ritmos, danzas; todo medido por los sonidos graves de la caracola que sopla el conchero y el olor del aguamiel que se comparte en el corro. Un caracol partido cuelga de su cuello. Entonces entiendo súbitamente de qué va todo esto.
Un ser mítico, dios, gobernante, sacerdote, sucumbió ante las estratagemas de su hermano. Humillado, se exilió en una balsa de serpientes, maldiciendo a su estirpe, jurando que volvería. He escuchado los rumores de una iglesia basada en sus preceptos: el culto y el respeto a la naturaleza, a la paz, a la embriaguez ritual. Y están frente a mí; hablan una lengua que no comprenden, participan en ritos extraños. Ahora sé cómo se sentían las personas cuando las misas se oficiaban en latín: no es la lengua la que los une con su Dios, sino esa fe a prueba de toda razón, que los impulsa a mitigar el sinsentido de su interior.
Me aburro y me levanto, dispuesto a retirarme. Justo al dar la vuelta nuestro sacerdote me dirige unas palabras en perfecto español.
—Ahora posees secretos que no te pertenecen —amenaza con fingido tono solemne—. Nuestros augustos ritos no pueden conocerse fuera de estos muros, porque no los entenderían.
El tipo sigue con su perorata y mi pierna se atora en algo; al bajar la cabeza distingo a la joven tortillera que me mira mientras detiene mi pantalón.
—Corre —me dice en voz baja. Y le tomo la palabra.
Algunas personas del corro se levantan enfurecidas, mientras otros las detienen, tratando de restarme importancia.
Nunca una planta superior de un mercado abandonado me ha parecido tan larga. Esta construcción inmensa parece prolongar sus pasillos como una de Babel de locales y corredores: surgen uno detrás de otro sin llevar a ningún lugar.
De nuevo el rugido del atecocolli.
Seguro se escucha en varias calles alrededor y se mezcla con las pesadillas de los niños que duermen en sus casas. Al sonido de la caracola le siguen, surgidos también de todas partes, los feroces ladridos de los perros.
Después de correr lo que parecen horas en aquellos pasillos, cuya monotonía sólo es rota ocasionalmente por los tragaluces, cruzo trabajosamente entre la malla de alambre, sin importar que mi ropa se desgarre. Los perros me esperan fuera.
Bajo las escaleras y sigo corriendo. Los rumores de los enfurecidos asistentes se pierden dentro del mercado; pero los perros me pisan los talones, me cazan, intentan morderme. No sé cuánto corro. Sólo alcanzo a distinguir fragmentos de los lugares por los que pasé hace unas horas cuando me lamentaba de mi triste situación, cuando hasta el silencio de los grillos era motivo suficiente para perder toda esperanza. Los recuerdos de Evangelina regresan como un torrente y entonces, sin importarme los ladridos, me detengo.
Los perros se quedan detrás de mí, me ladran unos segundos y ahora se retiran. Me siento en medio de la calle, en espera de que alguno se trabe en mi cuello. Pero no tengo tanta suerte. Sólo el agua que sale de las coladeras me acaricia… Finalmente es lo que merezco, eso y esta culpa que no calla, que me levanta y dirige mis pasos, como títere, hacia Evangelina.
No sé cuánto tiempo camino. No sé a cuántos vagos les niego las monedas que me piden con su aliento apestoso a solvente.
—Si tuviera varo no estaría caminando a estas horas, mai —les digo mecánicamente.
Tampoco sé cuántos perros me ladran al pasar frente a sus casas.
La lluvia sigue cayendo y apenas limpia un poco la peste de mi ropa, este hedor conjunto de miles de ciudadanos que cargo sin orgullo.
De nuevo el velador en su bicicleta.
Ahora lo entiendo: el sonido de la ceremonia en el mercado ha pasado desapercibido muchos años porque la melodía de la flauta de barro es la misma que cada noche hace sonar el vigilante con su silbato. Así nadie se da cuenta. Lo que nos perturba, lo que nos parece nuevo, a veces es más antiguo que nosotros mismos.
Los truenos iluminan a los gatos en los tejados. Algunos ojos me vigilan en las sombras, revelan a otros tantos melancólicos empapados bajo la lluvia, borrachos y llenos de obstinación, vencidos por el delirio y los tambores de la noche.
Las luces de la casa están prendidas. Típico de la desvelada de Evangelina.
Trato de entrar, meto la mano en la reja, jalo la manija por dentro, como siempre, pero tiene la chapa puesta. Toco con desesperación mientras ensayo en mi cabeza todo lo que tengo que decirle: cómo le voy a pedir perdón, cómo voy a suplicarle, qué le voy a ofrecer a cambio de su cariño.
Pero no sale.
Toco más fuerte y mi tristeza cede ante una cólera fría. Escalo el zaguán y subo por la marquesina. Salto al patio y camino hacia la puerta de la casa. La abro sin problema.
Al entrar la veo sentada en el sillón, sosteniendo una cerveza entre sus piernas. Tararea «Blue Moon» como si fuera Billie Holiday. Está borracha. Una bata de baño le cubre la lencería.
—Hola. ¿Podrías perdonarme?
Me tiro al piso de rodillas frente a ella.
—No tengo nada que perdonarte, ¿No quieres una cerveza? Es oscura, de las que te gustan… Ay, de repente me olió a caño.
—Me pasó algo extraño hace un rato, pero primero déjame bañarme, de veras necesito un regaderazo.
—No es buena idea que te metas ahora.
Mis ojos se incendian contra ella, comienzo a comprender al ver entre sus piernas. Está mojada.
Me levanto y tomo las llaves de la casa. Salgo al patio, quito la tranca y dejo el zaguán abierto. Regreso calmadamente y azoto la puerta del baño con furia. Seguramente me trueno algún hueso de la mano. No importa. Lo importante es lo que pasa ahora. Tras el golpe se escucha un quejido del otro lado.
Grito que voy por la pistola y espero a que mis palabras hagan su efecto.
Eso basta para que un tipo bien parecido salga del baño y eche a correr a la calle en calzones, con la camisa a medio abotonar, con los zapatos en una mano y el pantalón en la otra. El adonis se pierde entre las sombras, pero el tintineo de la hebilla de su cinturón tarda algunos instantes más en desaparecer de las calles, en medio de la tormenta. Los tambores en mi pecho por fin cesan.
Pobre imbécil. Si supiera que no cargo pistola ni soy bueno peleando, quizá me mataría y acabaría con todo este suplicio. Pero no tengo tanta suerte. Me deja vivo. Ha ganado. Porque ahora estoy frente a frente con Evangelina.
—Si querías que te cogieran como a una puta sólo tenías que pedirlo; siempre prefieres complicarlo todo —le digo con indiferencia, pensando en cualquier otra cosa.
Se echa a reír conmigo y se quita la bata. Sus piernas ya están afeitadas. Su pecho pierde gradualmente la excitación.
—Traje unos condones —los saco de mi bolsillo y los aviento a la mesa.
—¿Los vas a usar? ¿Los guardo?
—Sólo dos, el otro me lo pongo en este momento ¿Todavía tienes aquel disco de John Coltrane?
—Justo lo estábamos escuchando antes de que llegaras.
—Buen gusto, ¿eh? Así no puedo enojarme. De hecho me siento mal porque de seguro no te dejé terminar.
—Me hubiera gustado que se quedara otro rato con nosotros. Tú enfrente, claro, me gusta mirarte los ojos.
—Si no te molesta acabaré el trabajo que empezó tu amigo, de seguro a ti te da igual. ¿Cómo se llamaba? No tuve el gusto de que nos presentaras.
—Tío Tom se llama, era el lechero, pero no hace la gran cosa, tú te mueves mejor.
—Viniendo de ti es un cumplido.
—Por favor lávate los dientes primero, tu boca huele mal cuando te enojas; aunque no te preocupes por bañarte, los dos apestamos a lo mismo.
—Como siempre, como siempre.
Nos acostamos, besamos y acariciamos durante miles de años luz, como electrones saltando de sus órbitas; un par de gigantes rojas, mezclando sus ondas expansivas hasta disolverse, en polvos estelares, en hoyos negros, qué más da.
—Me pasó algo tan raro hoy en el mercado después de que nos peleamos…
—Tengo que guardarte los condones, ¿verdad?
—No es necesario. Si cuando regrese ya no hay ninguno, sabré que al menos uno de nosotros no perdió el tiempo. De todos modos yo no puedo llevarlos a mi casa. Mi mujer podría preguntar por qué están incompletos.~
Hola, comunidad de Vozed.
Grabé este cuento para el podcast con algo de música jazz. Dejo acá los links por si desean escucharlo.
Podcast: https://open.spotify.com/episode/6NTeJpU9Zs8IcqD0GrxPaQ?si=6iO5qVwjQxWY1p9ClO6RfA
YouTube: https://youtu.be/d4s8IRKnwek
Muy bueno, Rafael. En verdad, muy bueno. ¡Enhorabuena!