Seres viscosos
Un cuento de Montserrat Rodriguez
LOS PERSONAJES DE esta historia habitan en un departamento que no les pertenece. Pagan por vivir en un bloque de concreto que a pesar de ser verano, no se calienta. La puerta principal se confirma con doble cerrojo y la barda que circunda al territorio se corona con los vidrios de botellas rotas.
Rocío tiene siete años, casi ocho. Las dos recámaras, la cocina y el baño, corresponden a un risco angosto donde todos se mueven con cuidado para no caer, para no chocar. Vértigo. Con Rocío viven sus padres y su hermana. Ésta última tiene dieciséis años, se llama Margarita, como su abuela, pues fue la única que heredó la tez blanca: orgullo del padre. A Margarita no le gusta. Toda ella hace más alusión a una cactácea: la modestia de su aspecto, lo fácil de su cultivo, la necesidad de sol.
Quisiéramos que los adultos que sobreviven en este espacio, no nos interesaran. Pero están ahí, habitando en el extremo opuesto: protagonistas de otra cosa. El pasado: un noviazgo en el que no vale la pena detenernos. El presente: un matrimonio invalidado por algo oculto. Maquilan de lunes a sábado, de seis a seis. Tan solo les queda el domingo para recuperarse.
Hasta ahora, las hermanas no han podido ganarle al tiempo los años que estuvieron separadas. Nunca lo dicen en voz alta… se quieren.
¿Qué crees que me van a regalar de cumpleaños?
No sé, deja de moverte .Margarita batalla para desenredar el cabello de su hermana.
A lo mejor me traen una tele de esas que ensamblan en la fábrica. ¡Imagínate! la ponemos en el cuarto y nos turnamos el control.
¡Te dije que no te movieras! Ya se me perdió la liga.
Rocío no hace caso a la irritabilidad; por el contrario, anda de muy buen humor porque hoy es sábado: su día favorito de la semana. Cada sábado, las hermanas despiertan para encontrar el departamento solo; tienen total dominio del lugar. Se levantan como a eso de las nueve, hacen desayuno, limpian el espacio. A veces, Margarita prende la radio y tararea mientras barre. Cuando no recuerda, sonríe. Esos son los únicos momentos donde Rocío puede imaginarla feliz. Dura muy poco porque, cuando regresa a la realidad, las flores que emergieron de su corteza vuelven a cerrarse:
¡Ándale que se nos va hacer tarde para ir al parque!
Esa es la razón del sábado. A pesar de tomar dos transportes y caminar varias cuadras, vale la pena. Es lo que hace a la semana especial. Pueden sobrevivir los demás días teniendo la magia del sábado. En el parque, Rocío tiene ventaja. Las calcomanías del carrito de paletas le queda a la altura perfecta para elegir con calma. También puede escabullirse entre las personas, acariciar a los perritos que encuentra y regresar con Margarita sin haber cruzado palabra con alguien. Pero, sin duda, su parte favorita es cuando amabas escogen un lugar entre el pasto para observar las nubes. Dejan caer su espalda al descanso y los ojos al cielo. A veces cuentan historias, a veces solo se toman de la mano, pero siempre logran preservar su oasis. Sin embargo, hoy hay algo raro:
No tengo ganas de ir al parque.
A Rocío le cae la noticia como el agua fría de la regadera cuando se acaba el gas. Intenta tranquilizarse, sabe que los berrinches no funcionan con su hermana. Por un momento considera la posibilidad de no ir. Entonces recuerda que el domingo se aproxima con el encierro a cuestas y el lunes la amenaza con ir a la escuela…
Ándale, por favor, hermanita. Solo un ratito.
Margarita continua peinándola, silenciosa. No quiere ceder ante los ruegos, se siente triste… desgastada.
Si vamos, a mí me toca limpiar toda la casa el próximo sábado. Y… allá prometo portarme bien y no soltarte la mano, por favor, por favor ¾Rocío no quiere llorar, pero tampoco puede controlar las lágrimas que comienzan a salir. Margarita la ve, a pesar de todo, siente lástima. Su hermana no tiene la culpa de que esté así.
¡Ándale pues!, pero ya cámbiate. Nos vamos en veinte minutos.
Tardaron quince, ahora caminan calle abajo para esperar el transporte. Rocío se imagina el parque, lo que hará cuando llegue… las nubes. Por fin aparece el taxi: una furgoneta opresiva donde los asientos son sillones corridos, sin separación. Miran que hay espacio atrás. Suben, llegan al último lugar. Rocío primero, junto a la ventana; Margarita le sigue, en medio. Tan solo queda un espacio que es más puerta que asiento. La señora dispuesta a subir después de ellas, mejor decide esperar al siguiente taxi. Una elección razonable: era ella o las bolsas de su mandando, no ambas.
Las hermanas conversan. Intercambian comentarios sobre la gente que baja: cómo batallan para abrir la pesada puerta, volverla a cerrar, esperar su cambio. Les causa risa las maldiciones que el taxista escupe a cada vuelta de cara y la señora que casi grita porque no puede escuchar lo que le dicen del otro lado del celular. Afuera está soleado, augurio de un buen día. Tres paradas más y podrán bajarse. Ya casi pueden oler el puesto de los churros, el sabor del azúcar. Ya casi… El taxi se orilla, para. Se abre la puerta para mostrar a un señor. Les da una ojeada a los pasajeros, observa…
¿Sube? lo apresura el taxista.
Como respuesta se agarra de donde puede y se encarama sobre el estribo; prosigue a sentarse en ese espacio reducido entre Margarita y la puerta.
Buenas tardes. les sonríe.
Rocío nota el cambio, la tensión de su hermana. Agarra su mano como preguntándole, en vez de respuesta encuentra un agarre de puño cerrado. El hombre cada cierto tiempo, voltea la cara hacia Margarita. Espera a que ella lo mire también. Con mayor frecuencia se le acerca: espera una señal. Insiste. Rocío está alerta, no logra comprender del todo, hay algo que no se ve, pero que hace que quiera gritar, pedirle al taxista la parada o voltear con el hombre viscoso y correrlo. Pero, nada. Le sudan las manos. No puede acelerar el tiempo, solo resuelve girar su cara hacia la ventana: nadie afuera puede ayudarlas. A nadie le importa la basura, el olor a sudor viejo. Mugre pegada en la banqueta, en los ojos amarillentos de ese ser que insiste. Rocío tiene que decir algo, lo que sea pero ya, pedir ayuda:
En la esquina, por favor, interviene la voz de su hermana.
Es ahora o nunca, tienen que bajarse. El hombre ya no mira a Margarita, pero mantiene sus piernas como caseta de cobro. No se mueve, no baja para dejarlas pasar. Se queda sentado, aprovechándose del miedo. Aprovechándose de su posición para establecer contacto. Un segundo, nadie se dio cuenta. Ya pasó, no hay que exagerar.
Van calle abajo. Asustadas. Zanjan las paradas que les faltaban. En silencio. Rocío quiere preguntarle… hablar de lo que ha pasado, pero siente vergüenza. Asco. Tal vez fue su culpa por obligarla a venir. De no haber insistido… Tiene que disculparse.
Camínale rápido. Le vuelve a ganar la palabra Margarita, quien lo único que puede hacer en estos momentos es avanzar. Jalar a su hermana para que la velocidad de la calle las limpie a ambas.
Sí.
Esta vez Rocío no disfruta el viaje. No hubo pasto, nubes. Solo la incomodidad de haber visto algo. La tristeza de enfocar diferente la vista. Sentir a los otros sobre ellas. Le da miedo saber que todo se ha desfigurado; le da miedo encontrarse con esos seres que intentan pegárseles, viscosos. A ellas, al parque, al sábado. Los odia. El olor de la abstinencia. La cacería. Pero lo que más odia, es sentir vergüenza.
Llegaron al departamento como a eso de las cuatro. Solo cuando pusieron la doble llave a la puerta, Rocío pudo respirar. Su hermana seguía tensa: desde que la conoce no tiene descanso.
No le vamos a decir a nadie lo que pasó.
Pero, y si mi mamá…
Ni a ella le vamos a decir o ¿qué?, ¿quieres asustarla?
No.
En la noche llegaron sus padres. Rocío estaba nerviosa de que las descubrieran; de que su madre comenzara a hacer preguntas, de que no supiera qué decirle. Así que optó por distraerla con el tema de su cumpleaños. Que si le iban a hacer fiesta, que cuántos regalos iba a tener, que si el pastel iba a ser de chocolate. Se emocionó tanto con el tema que por un momento hasta ella olvidó lo del parque.
Ya es tarde, hija. Luego seguimos platicando, tengo que avanzar con la planchada.
Esa noche, Rocío no pudo dormir. Tuvo miedo de tener que dejar de ir al parque. Tuvo miedo por Margarita que se iba sola a la secundaria. ¿Cuántas veces se han cruzado esos seres viscosos en su camino? Pobrecita, mi hermana. Estuvo a punto de despertarla cuando escuchó un crujido fuera del cuarto, una respiración en el pasillo. Margarita, sobresaltada, se levantó y salió. Rocío no supo la hora en que regresó pues se había quedado dormida; no se dio cuenta que entre sueños sintió a su hermana llorar.
“Estas son las mañanitas,” cantan a coro su madre y su hermana. Su padre se conforma con asentir y regalar su paciencia: es noche y prefiere irse a recostar al sillón. Si el cumpleaños hubiera caído en domingo, otra cosa sería; pero es viernes y todavía mañana tienen que volver a levantarse temprano. Trabajar.
Pide un deseo, Rocío.
Un deseo… un deseo… Mira a su hermana y antes de apagar las velitas piensa: deseo que todos los seres viscosos desaparezcan de nuestras vidas. Sopla. Se escuchan aplausos, el padre ya frente a la tele, su hermana y su madre limpiando la cocina. Por la noche, Rocío duerme tranquila, satisfecha con el deseo que ha pedido. Sabe que no podrá contárselo a Margarita, de lo contrario no se cumplirá, pero no puede esperar a verle la cara mañana.
Sábado. Se despierta más temprano de lo normal. Quiere sorprenderla y preparar el desayuno. Animarla para ir al parque. Se levanta, pero al voltear, Margarita no está en su cama. Afuera, ve a su madre sentada en el comedor y a su hermana parada detrás de ella apretándole los hombros.
“Mamá, ¿no fuiste a trabajar?” siente alegría.
Rocío, tu padre… no sabemos dónde está.
Pues, de seguro se fue a trabajar, hay que hablarle para…
¡No, Rocío! —la interrumpe su madre, desesperada, escúchame: tu padre ha desaparecido.
No comprende. Quizás fue a un mandado, al rato regresa. Él nunca había hecho esto. Podía pasarse el día entero ignorándolas, como si no estuviera presente, pero desaparecer de verdad… no. Desaparecer de verdad: el deseo de cumpleaños. ¿Y si fue por eso? A lo mejor lo dijo mal y ocasionó todo este problema. Está a punto de ir a abrazar a su madre, de correr y explicarle todo, de decirle que fue un accidente, que ella se encargará de volver a pedir el deseo. Pero no lo hace: la detiene Margarita. Su rostro. En su expresión hay una mueca escondida, casi imperceptible: una sonrisa. Tímida, aliviada… libre.~
Maravillosa, ilustrativa y dolorosa historia. Excelente redacción, fluida, envolvente.