Santa

Un texto de Stephanie Chugulí


 

ASPIRA RESPIRA, ASPIRA respira.

Sesenta y dos minutos que se hicieron pasar por tres. ¿Yo? Yo sonrío, por supuesto.

Permanecí sentada unos minutos en mi cama o quizá fueron horas, no lo sé. Los rayos de luz se filtraban por las persianas semi abiertas de mis ventanas. Sentía mi cuerpo pesado y podía escuchar los latidos secos y lentos de mi corazón.

Una  vez más la mañana me sorprendía sin que yo estuviese lista para vivir, todo en mi habitación resplandecía con una suerte de luz cegadora. Me levanté de la cama, impulsada por esa sensación compulsiva y absurda que hace que respiremos en los días de infierno.

John Coltrane inundaba mi departamento, los rayos de sol iluminaban los muebles llenos de libros y páginas con cuentos a los cuales tal vez jamás les escribiría un final.  Desde que había comenzado a escribir, únicamente lo había hecho para mí, para poner un límite entre lo que imaginaba y sentía.

El suave pelaje de mi gato contorsionándose entre mis piernas, suplicando caricias, me regresó de mi trance. Me arrodillé para acariciarlo y tomarlo entre mis brazos. Pero apenas me incliné hacía él, sentí cómo el aire de pronto se tornó espeso y el saxofón de Coltrane dejó de sonar.

Tomé a Charlie entre mis brazos y alcé la mirada de golpe. Un aire frío me recorrió la espalda y la sensación de pánico se apoderó de todo mi cuerpo. Cerré los ojos y negué… la mujer que me observaba sentada en mi sala no era real.

El ronroneo de mi gato parecía sonar más fuerte que nunca, dio un pequeño brinco y sus pasos invisibles se acercaron a aquella mujer que parecía la Virgen María cubierta por un resplandeciente manto de terciopelo negro.

Una  pálida mano de perfectas uñas rojas  acarició a mi gato por unos segundos. Permanecí arrodillada en el pasillo; lo único que podía escuchar era el latido agitado de mi corazón. Un silencio sepulcral se había apoderado de la estancia. Tragué saliva y un zumbido sordo se incrustó en mis oídos, mientras el sudor helado me recorría el cuello.

–Discúlpame por llevarme tu libro el otro día, sé que sufriste por él, por eso lo disfruté más.

Estaba tan asustada que no sentí cuando las uñas me atravesaron la piel de la palma de las manos. Una parte de mí me elevó del suelo y me indicó el camino hacia el umbral de la puerta.

La mirada azul de mi gato acercándose a mí me obligó a arrodillarme de nuevo.Temblando,lo tomé entre mis brazos y cerré los ojos; su lengua carrasposa lamiendo las heridas de mis manos hizo que mis ojos se abrieran violentamente debido al dolor.

Entonces la vi y comprendí que aquella mujer que me observaba sin que yo pudiese ver su rostro, había venido por mí. Yo estaba preparada, desde hace años que estaba preparada y la esperaba.

Como en la mayoría de los casos, mi niña interna tomó el control y las palabras fluyeron. –Al fin me has escuchado–, le dije con aquella voz de mujer que inclusive yo desconocía que tenía.

Mi departamento parecía una nevera. Nunca, durante el cuarto de siglo de vida en la tierra,me había sentido más sola y segura como me sentí aquella mañana. Me puse de pie y comencé a caminar hacia aquella mujer que yo sentí que tenía mi dicha  entre sus manos.

La angustia que invade a los niños después de haber hecho algo insolente se apoderó de mí.Me arrodillé frente a ella y comencé a llorar. Cada gota que brotaba de mis ojos tenía esa maldad que me mantenía en la agonía que yo amaba; sentí una catarsis inexplicable mientras me recorrían las mejillas.

Su mano helada acarició  mi mejilla y con un suave movimiento alzó mi rostro cubierto de cabello enmarañado y lágrimas. La miré fijamente; todo ocurrió en fracciones de segundos.

Por unos instantes contemplé los ojos negros más hermosos que jamás había visto en toda mi vida, rodeados de una lozana piel blanca.Sin embargo, cuando parpadeé su nariz perfecta había desaparecido y unos enormes hoyos negros ocupaban su rostro.

Sin retirar la mano de mi barbilla deslizó suavemente la mantilla que tenía sobre su cabeza con su otra mano. Mi corazón se detuvo por unos instantes, mientras todo en la habitación resplandecía.

Un olor a tierra removida y flores muertas invadió mi sala. Estaba petrificada.Los escasos cuatro centímetros que me separaban de ese cráneo con dentadura de piraña que me había quitado el aliento, me habían hecho sentir un miedo como nunca, antes de saltar a un abismo. Cerré los ojos y sentí cómo uno de sus huesudos dedos se posaba sobre mis labios.

El sabor de la sangre en mi garganta me obligó a tomar una bocanada desesperada de aire, mis párpados parecían estar hechos de metal. La asfixia y la oscuridad en la que me vi envuelta me regresaron a la realidad.

Supe que seguía viva y abrí los ojos.Un charco de sangre aún tibia rodeaba mi cabeza.Me levanté del suelo y caminé hacia mi habitación. Las persianas de las ventanas habían sido abiertas de par en par y el brillo de un agonizante sol se extendía por todo mi departamento.

No comprendía lo que había ocurrido. Mi gato llamó mi atención con un suave maullido y cuando me acerqué hasta la cama para acariciarlo,dio un salto y desapareció en el corredor.

Se había quedado dormido encima de un libro,mi libro de Goethe, el que creí haber perdido hace más de tres meses. Sonreí y el pánico me invadió;quise creer que todo era un invento de mi cabeza, que no paraba de meterme en problemas y siempre estaba obligándome a saltar abismos.

Le dí la vuelta y levanté la tapa. Pude ver todas las anotaciones que hago siempre en mis libros. Una gota carmín manchó mis letras y descubrí que mi nariz aún sangraba.

Supe que había permanecido inconsciente por más de 15 horas cuando las campanas de la iglesia anunciaban las seis de la tarde, la hora del Ángelus.Mala hora para estar sola, según mi madre.~