Sabina, por favor

Por Norma Yamille Cuéllar

 

ANSIABA TRABAJAR EN la sección policiaca de algún periódico al terminar la carrera: mi escritor favorito había sido reportero de nota roja y quería seguir sus pasos. Mi novio, al conocer mis sueños “llenos de sangre”, me mandó a volar en un Pollo Loco. Al año de graduarme de Comunicación conseguí una entrevista laboral en un diario llamado En Exclusiva, ya advertida del miserable salario de periodista. Ese viernes, en el taxi, descubrí unos condones usados en el saco celeste de una de mis roomies y que el taxista también los había visto, porque me hizo una serie de propuestas indecentes.

Llegué al céntrico edificio de treinta y cinco pisos entre las calles Zaragoza y Washington a las 12:30 horas, pero se me rompió un tacón, mi cara se estrelló contra el piso y hablé con mi entrevistador con la barbilla chorreando sangre y cera de pintalabios. Ni puse atención a Humberto Martínez, el director editorial; sólo escuché el sueldo… miserable. El fin de semana vi en internet fotos y videos de muertos, en el departamento que compartía con un par de estudiantes, cerca de la universidad Tec de Monterrey. También estudié el Manual de Estilo del diario, con temas como Ética, Presentación, Citas Textuales.

LUNES/primera semana de trabajo

La madrugada del lunes ni dormí, por la ansiedad. Vi la tele de la sala esquivando los codazos de Liz, una de mis roomies y, a unos centímetros, del cubano al que se fajoteaba. Planché mi traje sastre color mostaza.

A las 09:35 horas entré al lobby de las instalaciones del periódico, donde sólo estaba un vigilante. Al rato llegó un hombre trajeado como buscando a alguien; yo intentaba esconder la cabeza debajo de la gran barra de mármol de Recepción.

— ¿Jasminder Chapa? —él era, precisamente, el fulano que me había desvirgado años atrás, para nunca volver a llamar.

—Así es… mucho gusto —estreché su mano, fingiendo demencia sexual.

—Fabián Salinas… mucho gusto. Vamos a andar en carro de sitio, ¿no hay problema?

—¿No deberías estar desflorando jovencillas? —imaginé decir… en vez de eso respondí—: ¿A dónde vamos?

—Al 7 Eleven de Padre Mier y Constitución —contestó, al subirnos a un taxi—. Ahí nos quedamos hasta que nos avisen en dónde decidió acampar la muerte… Este aparato se llama scanner, capta frecuencias de radio de la Policía. A veces nos llama la Cruz Verde, Protección Civil… si está muy tranquilo, nosotros los contactamos. Anota las claves policiacas: 3, emergencia, 4, nada, 10, novedad, 19, accidente, 51, muertito, 55, lesionado, 61, robo o asalto… 10-4, significa sin novedad…

Don Sebastián, taxista de la empresa, conducía el Tsuru sobre boyas y pozos. Tomé apuntes mirando de reojo la entrepierna del fulano, recordando aquella penetrante noche de julio. Entramos al 7 Eleven.

—¿Y luego, Jas…? —él buscaba unas donas—. Qué raro, una mujer en nota roja…

—Pues ya ve… me interesa más que un concierto de La Academia.

—¿Es cierto que tienes fijación con Antonio Parra? —sonrió.

—¿¡Cómo!? —el Café Select saltó de mi boca.

—Dice Gustavo que lo acosas en eventos literarios…

—No entiendo —sequé mi barbilla—. ¿Usted conoce a Gustavo, mi ex novio?

—Somos amigos desde hace años… —respondió.

Fuck y recontrafuck. Mis únicos amantes en toda la Tierra se conocían.

—La gente cree que hay más accidentes por la noche —encendió un cigarro afuera de la tienda— pero hay más durante el día, cuando las señoras van a las escuelas a recoger a sus hijos…

Su scanner sonó; los tres fuimos hasta San Nicolás de los Garza a cubrir el caso de una señora navajeada por su esposo borracho. En Escobedo un hombre fue detenido por vender tachas. Me gustó la adrenalina, ir de un lado a otro a toda velocidad, corroborar datos conociendo gente.

El turno de andar en la calle terminó como a las 17:00 horas. Faltaba redactar las notas, entregar los rollos de fotografías —o gráficas, como ahí les decían—, checar tarjeta… y estrenar cubículo.

—¿Es cierto que te orinaste cuando Antonio te firmó un libro? —el fulano seguía hostigando de regreso a Redacción.

Le clavé una mirada de Fuck You.

—Creo que nada más hoy vamos a estar juntos —sonrió el motherfucker.

Humberto, mi jefe, me había prometido una semana con mi “entrenador”. Ya sola me percaté de algo: cuando llegaba a algún incidente, según esto a toda prisa, éste ya había sido reportado por… el fulano. ¿Se estaba portando amable, o me creía una inútil? Miraba con malicia trabajadores sobre andamios, así que quise propiciar 19’s para cubrirlos yo y nomás yo.

De martes a sábado chequé tarjeta sin haber entregado una sola nota relevante. Y desde aquel martes comencé a vestir de negro, de pies a cabeza. Pasé todo el domingo pensando cómo ganarle al fulano.

—¿Por qué no te lo coges… otra vez? —recomendó Liz—: fueron amantillos, ¿no?

—Sí, quiere otro revolcón, es todo su pedo —Fernanda, mi otra roomie, se pintaba las uñas— mira, unas mamaditas, y ya.

—¿Por qué creen que todo se arregla cogiendo? —grité—: ¡Pinches cerdas!

—Mira, llámales a todos los que le llamen a ése… háblales toda horny, pídeles que te avisen a ti primero, ¿no puedes inventar algo? —Fernanda entró al baño— ¡Pinche escritora chafa!

Harta de todo y todos me acosté, mareada por las siete cheves flotando en todos mis sistemas.

El lunes, tempranito, iba a aplastar a Fabián, quien de seguro era un haragán, de esos periodistuchos que saliendo del jale se quedaban en el Café Nuevo Brasil hasta la madrugada, presumiendo que no dormían, exhibiendo con orgullo las ojeras y los dientes amarillos como condecoraciones de guerra, pisteando como cosacos y fumando Raleigh como chacuacos, escuchando la XHAW, la estación de radio más deprimente, o poniendo las canciones del loser de Joaquín Sabina —a quien llamaban Sabina, a secas— en la rockola, hablando de siluetas de 51’s dibujadas con gis en el piso como si fueran cualquier cosa, con cara de been there, done that. Fabián el haragán. Sonaba bien.

LUNES/segunda semana de trabajo

Me las arreglé para estar en mi cubículo antes de las 09:00 horas.

—¡Jasminder! —mi jefe estaba sorprendido por mi puntualidad—. ¿Ya hablaste con Fabián?

—¿El haragán? —soñé decir; recapacité—: no, apenas voy lleg…

—Ah, no te dijo —me interrumpió—: Jasminder, mejor te voy a mandar al turno vespertino… ¿cómo ves?

Despido precoz. Eso de “mejor te voy a mandar…” no podría significar otra cosa. Y ni siquiera había hecho las llamadas hornys.

—No, pues… está bien —disimulé mi tristeza— ¿a qué horas vengo, entonces?

—Mmm… a las 18, perdón por no avisarte con tiempo.

Volví al depa.

—¿Por qué tan tempra? —balbuceó Liz mientras le daba un blowjob a un güey.

—Nada… me cambiaron a la tarde.

—¿Ya te van a correr? —escuché.

Me desplomé en un sillón, mirando la tele apagada. ¿Y si sí me corrían? Qué vergüenza haber jalado nomás dos semanas, volver a ser la hija de mami pidiendo dinero para su comida, su departamento… no quería volver a Campeche. Ya les había agarrado cariño a mis roomies, a sus porno ruidos.

Regresé al diario a las 17:20 horas. Martínez —qué profesional, nombrando gente por su apellido— me avisó que don Sebastián ya estaba esperándome. Llegamos al 7 Eleven de costumbre, cerca de los Condominios Constitución, una especie de ciudad dentro de la ciudad. Mi scanner parecía muerto. Don Sebas, para huir de la reportera más gris de México, platicaba con colegas, esperando mi orden de acudir “adonde decidió acampar la muerte”. Uy, qué mello.

De las 18 a las 23:30 horas, desde el Tsuru hice mil llamadas a la Policía, a la Cruz Verde, a Protección Civil, al Ministerio Público; primero pidiendo, luego rogando avisos de incidentes. Llamé hasta al Bar de Max, una cantina con ficheras donde mataban gratis. No me gustaba tanta calma. Tal vez el haragán me estaba saboteando aunque ni fuera su turno, nomás por joder. Estaba mareada por la nicotina y el pinito “aromatizante” de autos. Los hot dogs y los nachos me habían revuelto el estómago. Tenía sueño.

MARTES/segunda semana de trabajo

Eran las 24:00 horas cuando, más dormida que despierta, escuché a través de la frecuencia del radio del taxi a dos policías hablando de un señor que se había escapado del penal de Cadereyta. Tal vez creían que don Sebastián los escuchaba. Les daba hueva ir por el güey, primero narco y luego soplón para la Agencia Federal de Investigaciones. Si no lo mataban los guardias del penal, los narcos lo dejarían como colador. Con voz cachonda le pedí el carro a don Sebas; juré que no tardaría ni diez minutos, que tenía una emergencia. Partí a toda velocidad: una noticia… ¡para mí solita!

Llegué a Cadereyta a las 24:47 horas. El tramo de la carretera era deprimente, había maleza crecidísima a cada lado del pavimento.

—¿Dónde estás, 51? ¡Talk to me! —grité.

Mi celular timbró. Casi me dio un infarto.

—Liz, ¡estoy ocupada! —grité—: ¿Qué? ¿Te cacharon? ¿¡La chota!? No me digas que Fabián Salinas cubrió tu escándalo… sí stupid, ¡de ese Fabián les he estado hablando a ti y a la otra! Cogiendo ¿¡por dónde!? ¡Cerda!

Colgué. Los polis apostaban sobre dónde iban a encontrar el cadáver, con cuántos plomazos. Las primeras visitas de todo 51 son las moscas… en la oscuridad no podría verlas. Manejé demasiado, casi me quedé sin gasolina. ¡Shit! Estaba en medio de la nada, cerca de una posible balacera, a mi lado pasaba puro trailero horny, hacía frío, le había robado un taxi a una buena persona. Gustavo me había dejado por un jale que ni me salía bien… las líneas divisorias de la carretera se hicieron borrosas. Andaba a vuelta de rueda cuando escuché ruidos escandalosos, como de pájaros. Bah, una bola de ravens, méndigos carroñeros… ¿¡carroñeros!? Seguí a las aves, noté movimiento entre el matorral. Orillé el carro sin apagar sus faros, bajé de él cargando cámara, scanner, teléfonos y libretas. Caminé con cuidado: ahí cerca estaría el cuerpo junto a evidencias valiosas. Mis piernas temblaban tanto que dolía. Las luces exteriores del taxi, partículas de polvo y yo nos abríamos paso entre las plantitas altas y delgadas. A unos metros distinguí dos gabardinas negras dándome la espalda, piernas de hombre debajo de éstas, y arriba, sombreros negros.

—Buenas noches —me sentí estúpida, hablando con espantapájaros sofisticados— disculpen, ¿podría hacerl…

Creí conocer el mello cuando un par de hombres lampiños y casi transparentes voltearon hacia mí. Sus rostros carecían de expresión, de edad. Sus ojos eran casi blancos. En segundo plano vi un señor tirado entre sangre, balazos y un tiro de gracia. Entonces ahí conocí el verdadero mello: el 51 mostraba una sonrisa exagerada, espantosa, como las del video “Black Hole Sun”, de Soundgarden.

—Eh… ¿ustedes fueron los primeros en llegar? —pregunté; mi orina recorría mi pantalón Vanity.

—Siempre somos los primeros —contestó uno de ellos con voz de ultratumba.

—Ajá… —fingí tomar apuntes, temblando—. ¿Ustedes también son reporteros?

Silencio.

—Este… —no podía dejar de mirar la sonrisa— ¿y el cuerpo ya estaba así, hacia arriba?

—Estaba hacia abajo —señaló el otro, también con voz de ultratumba.

—Mmm… ¿entonces ustedes llegaron, cambiaron el cuerpo de posición, y le pusieron la sonrisota?

—Al contrario —respondió uno—: vinimos a borrar la sonrisa y a poner una mueca de sufrimiento. Es nuestro trabajo.

—No tienen conciencia, de veras —me indigné— para qué periódico trabajan, ¿eh? ¿Quién es su jefe? ¡Vándalos!

—El jefe… ¿quiénes somos para cuestionarle? —dijo el otro—: los humanos mueren sonriendo. Es su momento de felicidad absoluta, de regreso hacia el jefe.

—Están pero bien borrachos… ¿por qué querría el jefe ocultarnos a los humanos que morimos sonriendo? —me sorprendí por mis palabras: ¿“El jefe”? ¿“Los humanos”?

Escuché un carro cerca, volteé unos segundos hacia él. Luego miré de nuevo al 51 para tomar fotos. Traía mueca de sufrimiento… estaba solo.

—¿Jasminder Chapa? —escuché, lejana, una voz femenina.

—Así es… much… —me desmayé.

Recobré la conciencia en aquel vocho, acompañada de dos señoras muy serias, de vuelta a Monterrey.  No quería regresar. No quería ni pensar. Los espantapájaros habían sido un producto del desmayo… entonces… ¿me había desmayado antes de lo que pensaba? Ya. No pensar. ¿Y mi noticia exclusiva, mi Pulitzer?

Quería sufrir, flagelarme: en lugar de entrar al edificio del diario me dirigí al Café Nuevo Brasil como a las 02:13 horas. Abrí dos puertas de vidrio como pude, estaba tan madreada como el cantante de A-HA al final del video de “Take on Me”. La XHAW a todo volumen: una canción de Rafaela Carrá:

Encontrarnos tú y yo / es un juego fantástico / descubrirnos tú y yo / palmo a palmo / idénticos / es vivir más que vivir / es vivir todo al máximo / cariño mío / dos aguas van formando un mismo río / tu sueño se va haciendo sueño mío / ya no hay diferencia entre tú y yo…

Allí estaba Fabián. Solo.

—¿Me puedo sentar? —pregunté al haragán, como rogando la última gota de agua.

—Claro —contestó.

—Estoy… muy jodida —fue todo lo que pasó por mi mente al acomodar mi trasero en una silla color menta.

—Sí, ya sé…

—¿Ya sabe? ¿Qué sab…

—Ya viste a los hombres de gabardina… no le vayas a decir a Jaime Maussán —me interrumpió.

—¿¡Qué!?

—Yo quería una exclusiva cuando empecé, también me llevé un taxi sin permiso. Los vi cerca del Río Ramos.

—¿¡Qué!? —después de repetir ese emotivo pronombre callé durante muchos o pocos segundos.

—Te deja pensando, ¿eh? —mostró su dentadura mostaza.

Seguía pasmada.

—¿Sabes qué deberíamos hacer? —su cara se perdió entre una bocanada de Raleigh— beber como cosacos, fumar como chacuacos… si nos morimos, ya sabes qué pasa. ¿Qué te pongo en la rockola?

—Sabina, por favor.~