Ron
Un cuento de Jaqueline Pérez Guevara. Ilustración de Carlos Dzul
DETESTO EL RON. Bebes algo y te transformas totalmente. Nunca pensé que cuando las personas decían que con el alcohol se transformaban, en realidad ocurría eso. La gente comenzaba a cambiar conforme bebía en aquel bar. Todos se hacían uno solo, se hacían cualquier otra cosa, se movían y distorsionaban, como queriendo trastornar y deshacer de un tajo mi noción de cordura y de todo lo que yo conocía como realidad. Uno a uno me parecían tan extraños conforme pasaba el tiempo, conforme se agotaba cada gota de cada bebida que se encontraba en aquella cantina. No supe si era el efecto que el alcohol producía en mí – cosa que nunca había pasado ni vivido así- o si alguien había puesto algún alucinógeno sin que yo me percatara de ello. Pero de pronto vi como en un instante, todo se distorsionaba y nada tenía filtro o control. La gente, con copa en mano, entre más bebía más se transformaba su cuerpo, se deshacía, se caían sus orejas, su nariz o incluso sus brazos y piernas, se cambiaba de color, de forma, de tamaño y se volvían animales, objetos, seres con piel de goma, hombres luminosos. Todo cambió, había un giro radical en su figura, pero ellos tomaban y brindaban por igual y nadie parecía percatarse de aquello. Era una pesadilla. Ese pueblo comenzó a asustarme. Soy un hombre valiente, me gusta la aventura pero aquello no era normal, no era lo que suele pasar cuando uno va de borrachera. O alguien me estaba drogando, o el licor de aquel sitio era muy fuerte o realmente la gente mutaba y se transformaba en lo que fuera que quiera. Pensaba – o trataba de hacerlo y de explicarme qué es lo que sucedía- cuando un asno se empezó a acercar a mi con sus enormes dientes, con su olor a animal sucio lanzando mordidas. Risa sórdida, rebuznaba y me encerraba cada vez más contra la barra. El resto de los animales, un mono, una serpiente arrastrándose en el piso, dos panteras; el resto de los objetos, un pantalón, un muñeco porcelanizado que caminaba y anunciaba cada paso con su sonido, una goma y un ser de nada, cubierto totalmente de negro, opaco, similar a una sombra, se deslizaba a paso lento, flotando, hacia mí. Iba a mandar al diablo a todos, salirme de ese estúpida cantina de una vez por todas y regresar a mi hotel, pero fue cuando me di cuenta de que no podía. No tenía el suficiente valor en ese momento, estaba aterrado como nunca lo había estado y esos seres extraños me intimidaban hasta el extremo. Mi cabeza me traicionaba, pensé. Sentí un mareo, un giro rápido al techo, pesadez y hormigueo en mis manos y muñecas. No podía moverme, traté de huir, de golpearlos a todos lleno de ira, de miedo. Pero no podía. Tenía mi boca abierta, jadeando, sentía la pesadez cuando tragaba saliva, cuando tomaba aire. Sentía un latir en mis dedos, la sangre que circulaba por mis venas, sentía como de pronto mi ritmo cardíaco se aceleraba y pausaba intempestivamente. Mi cuerpo me traicionaba, me abandonaba en el peor momento, cuando más quería defenderme y cuando más lo necesitaba. Movía mis rodillas suavemente como por reflejos, sentía mi cráneo pesado queriéndose ir de lado, queriéndose arrancar bruscamente por el exceso de peso que repentinamente adquirió mi cuerpo. Odiaba ese pueblo. Si hubiese sabido que terminaría viejo, mal pintado y cubierto de polvo, con una horrible flecha con vestigios de rojo vistiéndome, condenado y maldito indicando eternamente donde se encontraba ese sitio y atado a ese lugar que detestaba, jamás hubiese ido. Si hubiese sabido todo eso, no habría llegado a esa cantina, hubiese controlado la sed y no hubiese bebido ni una gota de aquel ron. ~
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