Romances científicos y viajes extraordinarios
-1-
«Nuestra verdadera nacionalidad es la humanidad.»
—H.G. Wells
Aquella mañana, después de despertarse, Tomás Rocha Canales realizó actividades realmente extraordinarias: preparó café en su cafetera, calentó unos hot cakes en su horno microondas, escuchó poemas de una grabadora, y se sentó a escribir su novela en la computadora.
¿La época? Finales del siglo XIX.
A las doce del día apagó su computadora impulsada al vapor y caminó hasta la ventana de su estudio. Tomás vestía con una camisa blanca, pantalón café sostenido por tirantes y zapatos negros. Fue a su taller, donde tenía diferentes esferas declamadoras, el invento que lo había hecho famoso en la región. En realidad, no se trataba del gran descubrimiento científico ni tecnológico: esferas de bronce que mediante mecanismos de relojería declamaban poesía mexicana. Ni la máquina de vapor o el telégrafo, pero al menos fomentaba las letras. Gracias a sus esferas declamadoras, la gente podía experimentar lo más cercano a la literatura al tener un poeta en sus propias casas. Estuvo trabajando hasta las dos de la tarde, poniendo engranajes aquí y allá. Cuando terminó le dio cuerda a la esfera, sintiéndose lleno de júbilo al escuchar a Manuel Gutiérrez Nájera y sus rimas modernistas:
Qué son las bocas? Son nidos.
¿Y los besos? ¡Aves locas!
Por eso, apenas nacidos,
de sus nidos aburridos
salen buscando otras bocas.
Sin duda alguna, pensó Tomás, esa esfera conseguiría comprador en un par de días. Por lo general la gente adoraba sus inventos. Esa era su principal fuente de ingresos, lo que lo había hecho famoso en todo México y buena parte de Europa… aunque estaba trabajando en una novela influenciada en los trabajos de Monsieur Verne y Mr. Wells. No sin el orgullo de un Phileas Fogg, Tomás decía que se ganaba la vida como “inventor, aventurero y escritor”, como tantos otros hombres de su época. Las palabras, el vapor y los engranajes; el viaje inesperado eran lo que le permitían comer. Solía viajar en su dirigible a donde el viento y el tiempo lo llevaran, comprar una cabaña en algún lugar del mundo, trabajar arreglando o inventando, cazar a algún ladrón o salvar un pueblo de un grupo de bandidos. Después, cuando se aburría, repetía el mismo proceso. Tal vez no era un estilo de vida loable, pero sí era lo mejor para él. Gracias a ello había conocido a Julio Verne y a H.G. Wells… pero también tenía su lado oscuro: su dirigible lo llevó a aquel lugar en medio de la nada, en la zona de México conocida como el Bajío, cerca de un pueblo que tenía nombre de felino y su pensamiento conservador era fiero como un león, y no quedaba muy lejos de Guanajuato, una de las ciudades más importantes del país. Un lugar donde la ciencia y las letras brillaban por su ausencia.
Rentó una casa a las afueras y vendía en los mercados sabatinos sus esferas declamadoras, que se hicieron famosas al instante. Las mujeres buscaban escuchar a Laura Méndez de Cuenca, y los niños al clásico “mamá soy Paquito, no haré travesuras”, de Salvador Díaz Mirón. En ocasiones, Tomás surcaba el cielo en su dirigible, provocando gritos y gestos de fascinación entre los habitantes, que llegaban al pueblo por una calzada que a la entrada tenía un monumento en forma de arco. El pueblo, pese a que era sumamente católico, era cuna de liberales, aunque de manera un tanto marginal. Los clubes literarios eran refugio de admiradores de Voltaire, por eso también se le conocía como “Ciudad del Refugio”. Aunque la fe y la tierra eran sus dioses, aceptaban escuelas de corte positivista. Incluso en el mismo año que en Londres acontecieron los asesinatos de Jack el Destripador, se retiró del pueblo José Guadalupe Posada.
Cierto: la gente asistía constantemente a misa y eran unos osos hibernando si se les comparaba con la cosmopolita Londres o París; pocos eran los liberales. Pero no eran malvados… el problema surgió al conocer a Ángeles Tacotalpan.
Ángeles era una criatura repleta de defectos y carencias, belleza e inteligencia incluidas. Era una de las mujeres más ricas del pueblo, heredera de la fortuna de un rico ganadero. Era cierto que existía un alcalde, pero en realidad no era más que un muñeco de porcelana, porque Ángeles controlaba el pueblo como la mujer más rica y poderosa de él. Hablaba de fomentar valores, de construir iglesias con su dinero y fundar grupos de oración, y era verdaderamente molesta, pero en opinión de Tomás era poco menos que una idiota. En sus viajes a Europa había conocido auténticos villanos, había un profesor de matemáticas de apellido Moriarty, y otro tipo que como él, tenía una máquina voladora y se llamaba Robur el Conquistador. Ángeles era como un mosquito: igual de molesta e inteligente. Los choques con ella surgieron en cuanto se hizo famoso con sus esferas declamadoras. Casi todos los habitantes del pueblo tenían una réplica, y escuchaban a los poetas de moda, como Amado Nervo o Luis G. Urbina. Era evidente que la poesía no era del agrado de Ángeles, porque cuando Tomás comenzó a hacerse escuchar, la auténtica dueña del pueblo lo invitaba a mudarse a otro lado… y él lo haría, en cuanto terminara su novela del género de romance científico, “Llamadas, mensajes”. Cuando cumpliera sus deseos de ser escritor. No le interesaba vivir en un lugar que era una estación de paso rumbo a las ciudades del norte del país.
Tomás despertó de su reflexión cuando tocaron a la puerta. En cuanto fue a abrir, se dio cuenta que había invocado con su pensamiento a tan repelente mujer. Allí estaba, vestida con su traje negro y sus tacones, sosteniendo un rosario en sus dedos. Él sabía cómo hacerla enfurecer, saludándola siempre de la misma manera:
—Hola, señora —enfatizó la última palabra.
—Soy señorita —respondió Ángeles, torciendo la boca.
—¡Caramba! ¿A su edad? ¿Cuántos años tiene? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta?
—No es de su incumbencia, Don Tomás. Iré al grano: ¿Cuándo se va de la ciudad?
—La sutileza no es una de sus cualidades, señora Tacotalpan. ¿Gusta pasar a mi casa? Me atrevo a invitarle un café para que charlemos.
—Soy una mujer soltera, señor Rocha. ¿Qué dirá la gente?
—¡Por favor, señora! ¡Yo sería incapaz de tocarla incluso estando ebrio!
(Y era verdad).
Muy a regañadientes, Ángeles aceptó la invitación. Caminaron hasta la sala y se sentaron en un par de mullidos sillones. Tomás accionó un complicado mecanismo frente a ellos, y una nube de vapor cubrió la sala. En cuanto se disipó, sostenía dos tazas de café hirviendo. Le entregó una a su invitada.
—Gran regalo de Dios la energía de vapor, Don Tomás.
—¡Oh! —dijo Tomás, dando una palmadita al aire—. Yo soy seguidor de las ideas de Faraday y Darwin, no creo en esta idea de un dios… usted sí. Veo que tiene un rosario.
—Sus ideas no nos agradan en la ciudad, señor. Tampoco sus pelotas que hablan. ¿Cuándo se larga de aquí?
—Tres respuestas me pide, señora —Tomás dio un sorbo a su café—. Mis ideas no le agradan a usted y nadie más que a usted, pero como es la solterona más rica del pueblo, es como si se tratase de todo el pueblo. Son esferas declamadoras. Mediante un mecanismo hecho de engranajes al que se le da cuerda declaman… repiten poemas, para que comprenda usted. En cuanto a irme de su ciudad, como pomposamente llama a su pueblo, será en cuanto termine mi novela. Es una narración en el mejor estilo de un romance científico. ¿Sabe de lo que hablo?
—Yo no tengo tiempo para leer, Don Tomás. Aquí en la c-i-u-d-a-d no leemos mucho.
—En inglés, señora, el término romance tiene dos significados: por un lado se refiere a historias de amor, y por otro a las lenguas que se derivan del latín. Cuando autores como Verne y Wells comenzaron a publicar sus obras no tenían una categorización previa salvo el trasfondo científico, de modo que se les llamó “romances científicos”. El romance científico es la mezcla de especulación científica y sociológica. Ha habido otros autores eclipsados por estos gigantes, como Edward S. Ellis y George Griffith o un servidor. La novela que estoy escribiendo se titula “Llamada, mensaje”. La ubico a finales del siglo XX. Trata sobre un mundo donde la gente envía mensajes brevísimos o hace llamadas a pequeñas cajas de plástico, que llamo teléfonos móviles. La trama se da en un pueblo del Bajío mexicano, donde la gente no usa este invento solo para comunicarse, sino para satisfacer sus más abyectos vicios. En cuanto la termine me retiraré en mi dirigible gustosamente, señora.
—No me resulta nada interesante su libro. Jamás leería eso y menos viniendo de su oxidado cerebro, Don Tomás.
—Quienes tienen el cerebro oxidado son otras personas, estancadas en su pensamiento conservador. Mis engranajes funcionan perfectamente.
—Funcionarán acaso sus inventos, pero su alma no. Todo mundo en la ciudad habla de esas esferas declamadoras que vende. En lo personal no me gustan nada. Supe que les vendió a unas jovencitas una esfera que declama un poema sobre mujeres que deben luchar por sus derechos y su libertad.
—Sé de qué me habla, señora. Le vendí la esfera a un grupo de muchachas que se reúnen en la plaza pública los domingos por la tarde. Se trata de poesía de Laura Méndez de Cuenca, amante de Don Manuel Acuña. Es considerada la mejor poetiza mexicana después de Sor Juana, pero ya sabe cuál es el problema: habla sobre cosas demasiado avanzadas intelectualmente para gente como usted, como por ejemplo, que las mujeres pueden hacer lo que quieran con su vida. También tengo esferas que declaman obras de Porfirio Barba Jacob, a quien usted llamaría un sodomita.
—Don Tomás… solo vine aquí a pedirle que se vaya —dijo cortante Ángeles.
—Señora —respondió—. Lo haré en cuanto termine mi novela. No me apasiona en lo absoluto recibir visitas diarias de una persona de su estirpe. ¿No comprende el proceso creativo? Evidentemente no. Su criterio solo le permite rezar y promover valores que a usted le parecen importantes. Necesito de este pueblo para terminar mi novela, necesito de gente como usted para crear antagonistas. Después iré a otro lugar. Creo que Texas es un buen sitio. ¿Sabe que hace relativamente poco se anexó a Estados Unidos?
—Por mi puede irse al infierno, donde pertenece. Buen día, Don Tomás. Paso a retirarme.
Ángeles Tacotalpan caminó hasta la puerta y salió dando un portazo. Tomás fue hasta la caldera al lado de su casa, la encendió y la computadora en su estudio comenzó a funcionar. Decidió sentarse a escribir su novela. En cuanto más pronto terminara su romance científico, más pronto saldría de aquel lugar.
En cuanto tuvo ante él su monitor en blanco, recordó cuando era más joven, cuando tenía diecisiete y no treinta y cinco y viajó a Europa, para conocer a los dos seres humanos que más admiraba en todo el mundo…
-2-
«No necesitamos continentes nuevos, sino personas nuevas.»
—Julio Verne
En aquel entonces Tomás tenía mucho tiempo por delante y todo el aire y el mar a su disposición. Desde muy joven se le facilitó construir máquinas, así que inspirado por la obra de Verne y Wells y con el apoyo económico de su padre ensambló el dirigible que lo llevó hasta Europa.
Mientras la nave tomaba forma, leía en sus idiomas originales las novelas de sus dos escritores más admirados. Le gustaba verse a sí mismo como un Ferguson o como un Griffin. Como un viajero a través del tiempo impresionando a sus visitas, o como un Lindenbroock planeando su viaje al centro de la tierra. Afortunadamente nunca pasó penurias económicas siendo el hijo de aquel millonario oriundo de Zacatecas.
Despegó imaginando cómo serían esas ciudades, que hasta en aquel entonces solo había visitado en las letras. Mientras se iba haciendo cada vez más y más pequeña la hacienda de los Rocha, Tomás aprendía a controlar el dirigible. No era muy difícil… si los personajes de Verne pudieron, el también podría. El océano, que lucía inmenso, interminable. Sentía el fuego del dirigible, el agua, el aire… cuando por fin divisó el último de los cuatro elementos sintió deseos de apurar el dirigible, sin importar que ante el menor descuido pudiera morir chamuscado. Descendió en el Campo de Marte delante de esa estructura horripilante de metal, diseñada por un tal Monsieur Eiffel. La simple idea de que esa cosa se convirtiera en el símbolo de París le hizo soltar una carcajada. Seguro que no duraría en pie para el siglo XX.
No le costó ningún trabajo encontrar al escritor, pues se trataba de una figura pública promovida en toda la ciudad luz gracias a su fama y a su editor, Pierre-Jules Hetzel. Encontró a Verne a orillas del Sena, era un tipo alto, barbado, y bastante amable. El autor de los “Viajes Extraordinarios” sintió empatía por él, en aquel entonces joven Tomás, pues su obra le había servido de una inspiración. Tomás miró cabizbajo al padre del Capitán Nemo y le dijo que además de aventurero e inventor soñaba con ser escritor, y le preguntó por el origen de sus procesos creativos. La respuesta del viejo Jules lo dejó perplejo: a los once años, se escapó de su casa con el fin de viajar en un barco rumbo a la India para trabajar como grumete. En cuanto su padre le alcanzó le propinó una golpiza y le hizo prometer a su hijo que nunca más volvería a viajar… a menos que fuera en su imaginación. Si había un origen de los procesos creativos de Verne, era con toda seguridad ese. Precisamente por eso Verne estaba fascinado con los viajes, precisamente por eso fueron el tema de todas sus obras, por eso le dio a todas sus novelas el nombre genérico de voyages extraordinaires y Jules Hetzel los definió como “resumir todos los conocimientos geográficos, geológicos, físicos y astronómicos acumulados por la ciencia moderna”.
Tomás se despidió de uno de sus dos ídolos, y dedicó el resto del día a vagar por Paris. Al anochecer subió a su dirigible y viajó rumbo a Londres, divisándolo con las primeras luces del alba. La contaminación impregnaba la niebla como manchas de aceite en las nubes, pero pudo distinguir el Big Ben y la abadía de Westminster. También sería fácil dar con Herbert George Wells: toda su vida había sido un izquierdista convencido, a favor del sufragio femenino, de los obreros, de los menos favorecidos. Precisamente por eso uno de sus temas fundamentales era el uso responsable de la ciencia. Wells vivía en la casa de Mary, una pariente de su padre, y se había enamorado de su hija Isabel.
Wells era un hombre obeso, de rostro redondo, pobladas cejas y bigote. Recibió sin ningún problema a Tomás, quien le habló sobre sus inventos y sus aspiraciones literarias. Incluso el renombrado escritor le pidió ver su dirigible… el único favor que solicitaba el muchacho de diecisiete años era que Wells le hablara de sus procesos creativos.
A diferencia de muchos escritores, que logran sus procesos de creatividad durante momentos alegres de su vida, lo que marcó a Herbert George fueron los accidentes y las enfermedades. En 1874 sufrió un accidente que lo dejó en cama con una pierna rota, así que para matar el tiempo comenzó a leer cuando texto cayera en sus manos. Posteriormente, cuando contrajo tuberculosis, tuvo que dedicarse de lleno a escribir, porque le sería muy difícil, si no es que imposible, conseguir cualquier otro tipo de trabajo. Fue así que se convirtió en uno de los más destacados autores de romances científicos.
Tomás despegó de vuelta a América. Dedicó el resto de los años a recorrer el continente, pensando en cuál sería la trama de su novela, en cómo seguir los procesos creativos de Jules y Herbert. No fue sino hasta que el dirigible aterrizó en aquel pueblo cercano a Guanajuato que encontró la inspiración: aquella crítica al pensamiento mojigato y conservador, usando como metáfora la tecnología, será la esencia de su trama, los engranajes y el vapor que movían sus inventos.
-3-
«El pensamiento liberal es la energía al vapor de la sociedad.»
—Tomás Rocha Canales
Cuatro meses después de la visita de Ángeles Tacotalpan, Tomás terminó “Llamadas, mensajes”. Imprimió las cuatrocientas cuartillas sobresaturando la caldera de su casa y dejándola inutilizada. Esa misma mañana infló el globo de su dirigible. Había muchos lugares del mundo que recorrer. Quedarse en aquella estación de paso era un desperdicio de tiempo, de vida, de inteligencia, de vapor.
Salió de su casa a la carretera mientras veía como se inflaba su nave. Sólo llevaría consigo el manuscrito de su novela. No le importaba dejar todas sus cosas, tenía su cerebro, su imaginación, su dirigible. Con unas herramientas y algo de vapor podría tener todo lo que tenía en el Bajío.
Mientras el dirigible terminaba de inflarse, se le acercó un muchacho de casi diecisiete años. Era exageradamente delgado, con el cabello largo que le llegaba hasta los hombros. Usaba una camisa azul claro y una mascada amarilla atada a su cuello. Lo saludó y le preguntó por qué se iba. Hasta el tipo más ciego del mundo se hubiera dado cuenta de los ademanes exageradamente femeninos del chico… de hecho, prácticamente era una dama, mucho más señorita de lo que un amorfo adefesio como Ángeles Tacotalpan podía soñar siquiera.
—¿A dónde se va, Don Tomás?
— A donde el viento quiera llevarme.
El muchacho bajó la cabeza. Podía percibirse que lamentaba la despedida del inventor, escritor y aventurero. Le mostró entre sus manos una Esfera Declamadora. Al sol de la mañana la superficie de cobre brillaba con ímpetu amigable. El muchacho le dio cuerda y esta dijo:
Amo a un joven de insólita pureza,
todo de lumbre cándida investido:
la vida en él un nuevo dios empieza,
y ella en él cobra número y sentido.
Él, en su cotidiano movimiento
por ámbitos de bruma y gnomo y hada,
circunscribe las flámulas del viento
y el oro ufano en la espiga enarcada.
Aquel era un poema de Porfirio Barba-Jacob, titulado “Elegía Platónica”. Barba-Jacob era el único poeta mexicano el siglo XIX abiertamente homosexual y por tanto de los menos conocidos… a Tomás no le asombró que le gustara a aquel afeminado muchacho.
—Gracias por este invento suyo, señor —dijo el muchacho dejando caer su mano derecha exageradamente.
Tomás no dijo una sola palabra. Se limitó a esbozar una sonrisa de complicidad mientras el muchacho se alejaba. Se dio cuenta que por fin el dirigible estaba listo. De lo que no se dio cuenta es que Ángeles acaba de entrar en escena y se encontraba justo detrás de él.
—Don Tomás, vengo a lo de siempre: preguntarle cuándo…
—Ya me voy, señora o señorita, o como quiera usted llamarse. Diviértase con su pueblo, o ciudad, o como quiera llamarlo.
Sin decir más, Tomás subió a su dirigible. Presionó unos controles y la nave despegó. La insignificante Ángeles lucía más insignificante desde el cielo. Tomás voló hacia el norte, rumbo a Texas. Le vendría bien una aventura en el salvaje oeste, entre indios y alguaciles.
Ya había formado parte de un romance científico. Ahora le tocaba participar en otro viaje extraordinario.~
¡Maravilloso!
Me llamo Antonio Lafuente y soy director gráfico de “Astrolabium revista de Cultura”. Me gustaría contar contigo para publicar en nuestra revista.
Un saludo. Antonio