Rajim

Un cuento de Gerardo Ugalde. ¡Y un corto inspirado en él!

 

SU CEREBRO HA despertado, un dolor agudo se ha alojado en su frente; es la borrachera de ayer y de hoy en la madrugada, tal vez uno o dos litros de ginebra. No recuerda mucho, solo que llegó sano y  a salvo a su casa. Quiere abrir sus parpados, pero la luz del Sol es tan intensa que la percibe con dolor.

Su teléfono suena:

—Bueno.

—Cabrón, ¿Cómo te sientes? Bebiste demasiado.

—De la verga, ni siquiera puedo levantarme.

—Ja ja ja, oye siento molestarte en tu cruda, pero quería recordarte que ayer, antes de que estuvieras ebrio me dijiste que me harías un favor… ¿lo recuerdas?

Buscaba rápido en su archivo personal, pero no hallaba algún favor entre sus deudas.

—Me dijiste —le indicó su amigo—, que podrías recoger a un colega de mi trabajo, un hindú, se llama Rajim.

—¿Rajim? —contestó

—Así es, es el director de contabilidad, ya vez que los hindúes son verga para las matemáticas.

—Mierda y ¿cómo voy a saber quién es?

—Llévate un letrero con su nombre.

—Ok, ¿Cómo se escribe?

Salió de su casa rumbo al aeropuerto. Un sentimiento de extrañeza lo molestaba, rara vez hacía favores y sobre todo si estos le representaban tener que movilizarse grandes distancias. Ir hasta el aeropuerto lo encabronaba en demasía, pero ya que, no podía negárselo a su amigo.

Después de media hora sorteando una carretera repleta de perros muertos y tráileres terroríficos sacados de una película de Stephen King, el edificio de los aviones aparecía en el panorama. Metió su carro al estacionamiento, maldiciendo por enésima vez ya que tendría que pagar cincuenta billetes por esta acción. Vio la pantalla donde se señalan las llegadas de aviones. El de Rajim llevaba hora y media de retraso. Otra maldición escupió su boca.

Le habló a su amigo:

—Cabrón, el vuelo de tu amigo viene retrasado por una hora y media.

—Tranquilo, yo te pago el estacionamiento, saca nota nada más.

—¿Y qué carajos se supone que haga mientras?

—No sé viejo, compra un periódico y ponte a leer, sátrapa malnacido —la risa vulgar de su compañero no le merecía respuesta, así que le colgó abruptamente.

Ante el panorama de esperar comenzó a caminar por el aeropuerto, este no era muy grande, así que en poco tiempo ya lo había visto todo. Tomó asiento en la sala de espera, pero observar a la gente lo sumió en una desesperación abrumadora. Siguió el consejo de su colega y fue por un diario. En menos de 40 minutos ya lo había leído. Se lo colocó en el rostro de manera infantil. Al destaparse notó que un hombre de tez morena, barba, vestimenta de manta color naranja y turbante se hallaba sentado frente a él. No deseaba ser racista pero ese individuo debía ser Rajim. Levantó el letrero colocándole justo en su pecho, a la vista del hindú. La mirada que le dirigió al hombre era mortífera. De enojo. Se puso de pie y comenzó a caminar hacia el letrero. En la mano llevaba un pequeño bolso, demasiado para quien estaría fuera por más de un mes. Le tendió la mano al hindú, quien la tomo con firmeza, le dijo algunas palabras en inglés, pero este no contesto, asintiendo con la cabeza únicamente.

En el automóvil ambos emanaban fuerzas que se repelían. El hombre temeroso de la actitud del extranjero no sabía cómo actuar, temía que cualquier acción que realizara insultara al otro, deseaba parecer amable, cortés, enseñar que la gente de su país recibe a los visitantes con los brazos abiertos. En un semáforo le envió un mensaje a su amigo. ¿Qué hacer con Rajim? ¿Dónde tirarlo? Esperaba la respuesta con ansias, otro minuto con aquel hombre lo mataría.

Al no recibir respuesta alguna de su amigo la lógica le marcaba ir al domicilio de este y depositar al hindú. Tocó el timbre varias veces, pero nadie le respondía, intentó otra vez con el teléfono, pero seguía sin ser contestado. Entonces la desesperación en su rostro era evidente. Miró con cuidado a Rajim, era imperturbable, mirando siempre al frente, sin pestañear. Si acaso movía su cabeza era sólo para devolver la mirada, con ferocidad, adquiriendo un aspecto casi bestial. No podía continuar fuera de la casa de su amigo, le parecía inhumano para el oriental quien de seguro estaba a punto de estallar. Subió al automóvil otra vez y le dijo a Rajim en inglés que irían a su domicilio a esperar a su amigo.

La nula comunicación con su semejante le desesperaba, sobre todo porque el rostro de aquel denotaba demasiada ira, no sabía ni siquiera si debía ofrecerle un vaso de agua. Cuando sintió la sed sirvió en una jarra de cristal bastante agua para los dos. Se sirvió y le puso frente a Rajim un vaso. Éste lo miraba directamente a los ojos, sin pestañear, respirando a un compás perfecto, cada dos segundos inhalaba y exhalaba. Las fosas nasales apenas y se movían. Y qué decir de las facciones del rostro, las cuales eran tan firmes como una estatua, tan afiladas como un cuchillo y de complemento una mirada de fuego.

De repente Rajim profirió un grito ensordecedor. El hombre se levantó, asustado y confundido, observando como el hindú hacía una serie de gesticulaciones absurdas. Contra la pared el terror se intensificó, su casa se encontraba ahogada del ruido que la boca de aquel emanaba. Cuando se calló el silencio le auguraba algo peor. De su pantalón el oriental sacó un cuchillo curvo, como el que se puede observar en las ilustraciones en algunas novelas de Salgari. Con un impresionante salto el hindú intentó asirlo del cuello al hombre, pero la mesa de por medio salvaba su cuello de ser cercenado. El hombre cogió a Rajim por la nuca con la finalidad de ahorcarlo, pero la elasticidad de su oponente no le permitía un agarre adecuado. Escuchó que el fierro del hindú había caído al suelo. Esta era su oportunidad para correr de ahí. Giró su torso enfilando en dirección a la puerta, corrió con cierta velocidad, sin mirar atrás. Un silbido lo perseguía. A punto de alcanzar la puerta, otro cuchillo salía a escena. Este era una pequeña daga de terrible resplandor. Incrustada a la pared, el hombre miró atrás, observando que Rajim se preparaba para lanzar otro de sus atroces adminículos. Sin dudarlo se escondió detrás de un mueble. Temblaba como una pequeña rata ante un feroz tigre de Bengala. Esperando su muerte el silencio que percibía le era artificial, como si se encontrara en una total solitud.

En la cocina su teléfono comenzó a sonar. Sonaba. Seguía sonando. Por alguna extraña razón Rajim no llegaba hasta él y lo mataba. Asomó su cabeza sin lograr ver al hindú. Se puso de pie y comenzó a caminar hacia el teléfono, a unos pasos de llegar el aparato ya no se oía. Revisó. Vio que era su amigo. Le devolvió la llamada, mirando a todos lados, esperando la figura acrobática de su enemigo.

—Cabrón —le habló su compinche, sin dejarle decir palabra alguna—. ¿Por qué chingados no has ido por Rajim? Lleva en el aeropuerto más de una hora esperándote.~

 

El cuento sirvió de guion para realizar un corto por parte del grupo de Teatro de lo Absurdo Tortura Films.