Por el tejado
Regresó de las largas vacaciones inquieto. Había estado fuera cerca de dos meses. Dejó el equipaje en la entrada de la casa, se fue a la cocina y tomó un vaso con agua. Se acercó a la televisión, la encendió y se tiró en el sofá. Regresaba a la rutina. Era lo que deseaba: el trabajo, el tráfico, el mismo bar y las mismas personas. Después de haber estado dando vueltas y tumbos por todos los pueblos cercanos al suyo, conociendo sus costumbres, su comida, su clima…, deseaba volver a lo suyo. Volvía con ganas de trabajar. Y volvía inquieto.
La cabeza le daba vueltas, le zumbaba y le dolía. El viaje había sido largo y el ruido de la televisión no ayudaba mucho. Se terminó el vaso de agua y se acercó a la ventana que daba a los tejados.
Desde su casa tenía vista a los tejados de los edificios contiguos. En el momento en que miraba al horizonte el sol se ponía y teñía los tejados con tonos ocres. La espesura del ambiente había desaparecido. El clima era frío y soplaba una brisa que invitaba a estar en casa. Siguió inmóvil. Respiró profundamente. Cerró los ojos y deseó poder verla a los ojos. Ojos cafés, claros, directos. Del mismo color que tenía ahora el sol en la lejanía, escondiéndose entre las nubes. Pensó en sus ojos, luego en sus piernas. Recordó el silencio y luego el ronroneo. El sonido se hizo real, lo escuchaba, lo sentía. Abrió los ojos y vio al gato. Era el mismo gato que había estado cazando pájaros hacía dos meses de un tejado a otro. Iba y venía, se tiraba sobre las palomas y no cazaba nada. Brincaba, se levantaba, saltaba, giraba y luego salía corriendo para detenerse en un charco de agua a beber.
No se acordaba del gato hasta que el ronroneo que imaginaba se había hecho real. El felino tenía una posición perezosa, para descansar, lo había mirado a los ojos en el momento en que los abrió para luego seguir durmiendo.
Después de cenar, se acordó del gato y le dio de comer a través de la ventana. Le colocó un plato con atún de una lata. El gato no lo dudó, se acercó y comió sin preocupación. Después de un par de minutos, se acercó a él, se restregó un par de veces en su brazo y volvió al ronroneo. Le recordaba a ella, la chica que había conocido en el autobús. La de los ojos cafés y las piernas largas. Habían hablado casi instantáneamente después de que él se sentara a su lado. Ella estaba cantando una canción que sonaba melancólica. Ella se dio cuenta que la escuchaba y volviéndose a él le dijo que se la había dedicado un amigo.
—Es un tanto triste, ¿no te parece?
—No. Me gusta, tiene fuerza.
—¿Fuerza? Fuerza tiene el rock —le contesto él.
—También, pero ésta también tiene fuerza —respondió ella. Después de dudarlo un momento. Le preguntó: — ¿A dónde vas?
—Al final de la ruta.
—¡Ah, qué lástima! Yo antes iba para allá, pero cambié de casa y ahora me bajo en dos paradas.
—Que mal —dijo él—, bueno, igual si nos vemos por el autobús nos saludamos.
Al día siguiente ella estaba en el mismo asiento y con la misma mirada.
—Hola —le saludó cuando lo vio.
—Hola, ¡qué sorpresa! ¿Ahora qué tarareas?
—Una canción parecida a la de ayer.
Siguieron hablando hasta la parada de ella. Antes de levantarse él le dijo:
—Si tienes ganas podemos quedar en tomar un café.
—Mejor a comer —le respondió—. ¿Por qué no te vienes a casa el domingo? Sabes en donde me bajo.
—¿Así sin más?
—¿Qué más quieres? Sólo vamos a comer.
—Claro, claro —contestó él sintiéndose descubierto.
Llegó a la parada. Ella le estaba esperando, compraron un par de cosas que necesitaban para terminar de cocinar y luego comieron. De la comida al sofá. Hablaron, se contaron sus secretos, sus gustos, sus sueños. Ella colocó un pañuelo en la lámpara del rincón de la sala. Se dejaron llevar y dejaron de hablar. El sofá se convirtió en un baúl de sensaciones. Hicieron poco ruido. Ella se volvió dócil, perdió toda iniciativa, dejando que él avanzara y mandara sin preguntar. Ella lo absorbía, le tomaba las manos, intentaba -con esfuerzo- contenerlo. Sus ojos se encontraron, mantuvieron la mirada y se sumergieron en ella.
El gato se levantó de repente dándole un susto de muerte. Lo sacó de su trance para darse cuenta que caía una ligera lluvia. El plato estaba vacío y el gato había comenzado de nuevo su baile con las palomas. Y recordó que a la semana siguiente de verla, él se fue de vacaciones. En ese momento, aún con el frió, se animó a cambiarse de ropa y salir. El clima había variado en sólo una semana le habían contado sus amigos. De hacer un verano de playa había pasado a un gélido frío de invierno. “Es la corriente de aire que vienen de las islas”, le habían dicho. Tomó el mismo autobús y se bajó en donde ella solía hacerlo. Tocó el timbre y nadie respondió. Insistió, hasta que llegó un niño al portal. Le dijo que se había mudado, que sólo se había llevado una maleta y un grueso abrigo.
Se enojó, el coraje que sentía no parecía tener explicación. Simplemente estaba enojado con todo y con todos. Se sentía enojado con el mundo y con ella. Aquel día de desvelos ella le había dicho que le gustaba, que se entendían muy bien. Habían hecho planes para cuando volviera de vacaciones. Se había reído de él, le había pedido más horas de su tiempo, más miradas, más cariño. Regresó a su casa caminando, pensando, apretando los dientes. Al llegar vio de nuevo al gato y se acercó a él. Le tendió la mano y con el dedo jugaba con él. El gato brincaba, daba vueltas y trataba de morderle; estuvo así unos minutos hasta que se cansó y se fue.
En la madrugada el gato seguía brincando, pero ahora no perseguía palomas, había otro gato pelirrojo en el tejado. Desde el otro edificio maulló hacia su ventaja y se alejó por el tejado. La rutina de siempre.~
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