[play] => Abisal 4: La inquietud vital de Virna Ligsa
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La escucha moverse de un lado a otro de la habitación. Sus pasos dibujan zigzagueos que al fin se detienen ante la puerta. Virna Ligsa no sabe si incorporarse o si adoptar una posición más cómoda en la silla en la que los músculos ya le punzan de entumecimiento. Oye cómo inhala profundo, casi como si lo olfateara desde el umbral, como si quisiera adivinar mediante lo que ella percibe a través del olor que él destila, quién es, qué hace ahí, si sabe lo difícil que es despegarse de la impresión que provoca ver a un Yaciente. Pero él está listo para contarle que>>>
>>>Tenía 15 años la primera vez que constató la existencia de los Yacientes al Borde. Había salido a buscar los restos de peces y algas que el océano solía aventar a la playa durante las noches de pleamar cada dos o tres veces por semana. Algunos eran comestibles, pero en realidad iba en busca de las distintas texturas de escamas o incluso de la piel, en ocasiones espinosa o plagada de extraños microorganismos. Todo ello lo juntaba y lo iba usando para hacer lámparas, móviles sonoros y pequeños e inusuales instrumentos musicales que vendía sólo a extranjeros, pues la gente de las zonas aledañas no encontraba fascinación alguna en aparatos que provenían de seres que alguna vez estuvieron vivos, nadando quizá, a lado de ellos. Aquella noche, mientras examinaba las especies con las que iba tropezando en su andar por la playa, Virna Ligsa encontró a un Yaciente ensimismado, literalmente, sobre la arena: llevaba tanto tiempo sentado en el mismo lugar y en la misma posición, que sólo eran reconocibles el torso, los brazos y la cabeza. En conjunto, con el resto del cuerpo enarenado, figuraba alguno de esos seres que constaban en los Papiros de Ak: en su mayoría ilustraciones que explicaban cómo los antiguos habitantes de estas tierras habían cumplido tareas y ciclos para obtener el cuerpo primigenio, necesario para regresar a las profundidades de donde alguna vez emergieron.
Al verlo a lo lejos, Virna Ligsa dudó un poco entre seguir avanzando o regresar y buscar otra playa. Pero había algo en su instinto que lo empujaba a enfrentarse a situaciones que le hicieran sentirse ajeno a la simplicidad rutinaria en la que su familia se obligaba a vivir. De por sí, consideraban que dedicarse a levantar restos marinos era ya romper el orden, pero se lo permitían porque a cambio de ello, Virna Ligsa había dejado de hacer preguntas a las que había que responder con algo más complicado que un “Sí”, “No”, o “Depende”. Fue por eso que Virna Ligsa no se detuvo. Y observó al Yaciente y se preguntó sobre lo que estaría pensando como para no moverse, como para levantar puñados de arena y ver su caída de cascada miniatura entre una mano y otra. Al posarse a su lado y descubrir que no era una criatura de las que poblaban los Papiros de Ak, Virna Ligsa tuvo la confianza de preguntarle qué era lo que había encontrado entre los granos de arena. El Yaciente palpó con fuerza el cúmulo que cubría su cuerpo, y sin retirar la mirada ni las manos de ahí, le respondió:
Aquí duermen las voces de las rocas que ya despertaron allá abajo.
Ello bastó para que Virna Ligsa no sólo se olvidara de lo que ahí había ido a buscar, sino para que se sentara junto al Yaciente y se enterara, movido a la pregunta incesante que cada respuesta le provocaba, de la historia de los sobrevivientes de ese pedazo de tierra que alguna vez fue devorado por la demolición solar; la historia a la que, sin saberlo él todavía, pertenecía Aqüi Nojlebu. Fue así como se enteró de la existencia de Fenómenos de la Crudeza Planetaria encapsulados en distintos nodos, latitudes y meridianos continentales. Nadie sabía cuál era la verdadera extensión del planeta que habitaban y tampoco estaban al tanto de la exacta cantidad de estirpes que se encontraban diseminadas a lo largo de los desconocidos parajes que les rodeaban. La comunicación siempre se había mantenido entre las regiones más cercanas, y sólo después de la demolición solar en aquella Latitud, las poblaciones vecinas empezaron a interesarse por la existencia de los otros, del tipo de fenómeno que acababa con la mayoría o que les empujaba a buscar laderas de lo más inexpugnables para reasentarse. Virna Ligsa observaba las llagas en los brazos y la espalda del Yaciente; la cabeza calva, cubierta apenas por un remedo de piel que le recordaba a la cáscara de cebolla; la espalda moteada con rastros de mordeduras, raspaduras, brotes de algo que parecía quererle atravesar las vértebras… Veía esto y se preguntaba lo que habría significado para tal espécimen haberse reencontrado con la vida en la superficie, y empezaba a comprender que se quedara inamovible, que se dejara tragar por el misterio vital que cada lengüetazo marino incrustaba en la playa.
De golpe, la mirada de Virna Ligsa, fija en un bloque del piso amaderado, se sobresalta al percibir el aleteo de la corriente eléctrica: el parpadeo de la lámpara antes de encenderse llenándolo todo de transparencias verdes: el verde al fondo del agua resplandece sobre objetos irreconocibles a su alrededor.
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