El parto más grande

Un cuento de Josemaría Camacho. Ilustración de Sonia García

 

ES BETACAM DIGITAL, cinta, última tecnología de la época. Dice la ficha: «Parto; K. Harrington; película digital; 12:36 minutos; reproducción en bucle.» La pantalla es un televisor de cinescopio de los años noventa metido en una caja negra y colocado sobre un pedestal blanco. La sala completa es blanca y muy alta. Hay pocas obras —entre ellas, mirable apenas, una de las menores de Bruce Nauman— porque es la última sala. Aún hay espacio para apretujar tres o cuatro instalaciones más.

El LACMA compró la cinta original a un corredor de arte austriaco de apellido Heinza. Pagó 2 millones 703 mil dólares en 1997, cifra escandalosa. Nunca se hizo copia alguna. Hoy forma parte de la vasta colección de arte contemporáneo del museo.

El primer minuto es casi todo negro. Luego una lengua de fuego muy alta ilumina el cuadro hasta sobreexponerlo. Pasan algunos segundos en blanco mientras el lente de la cámara, evidentemente operado en modo automático, ajusta la apertura y se puede distinguir alguna mancha negra. El fuego decrece y apenas ahí, ya entrado el tercer minuto, comienza a descubrirse lo que está sucediendo.

Pero hay que ir más atrás para entender. Mucho más atrás. Más de cuarenta años atrás.

Estaba entrando la década de los setenta. No es necesario definir ese tiempo difuso, embriagante, represor. Acaso se puede reconocer que el mundo era un verdadero despropósito. El arte también. Picasso a la baja, Tàpies en la cima, The Factory todavía hospedando una orgía constante. El pintor sonorense Rolando Yáñez pisaba por primera y última vez suelo norteamericano. Él es uno de los centros de esta historia. Sin duda un pintor menor, en esa época, que más allá de una técnica envidiable no tenía nada nuevo que mostrar al mundo. Estaba tan lejos de idear un discurso como de entrar en los círculos artísticos estadounidenses. Aun en los sureños, que eran más pequeños y prescindibles. Y todos sabemos que, especialmente en los años setenta, sin discurso y sin pertenencia no había artista. Punto.

Entonces quizás no fue Yáñez, sino apenas un fantasma lo que cruzó hacia Tucson. Sin sombra.

Estando allá se inspiró, sin embargo. Algo le habrá hecho daño en el estómago que una mañana se levantó mascullando una idea y eructando constantemente. Se lo contó más tarde a su mecenas frente a un plato de cereal después de una noche en la que se dejó hacer el amor tres veces. No era homosexual pero necesitaba el dinero del viejo McKeener. No era siquiera sexual, si a esas vamos. Era un artista. Y su mecenas le caía bien.

Dijo: nadie se ocupa de pensar en el parto de María cuando se narra el nacimiento de Cristo. Quiero decir, sí, nacía dios, pero la madre estaba en pésimas condiciones para dar a luz. Cansada, sin asistencia médica, sin agua o higiene alguna. Dijo: yo me voy a ocupar de ese preciso momento. María no era dios, era una mujer normal orillada hasta bien la orilla por las circunstancias. Sin recursos, dijo, ni divinos ni humanos.

[pullquote]Y eso fue lo más difícil. Tener una idea que hiciera eco, ruido y disturbio.[/pullquote]

Y eso fue lo más difícil. Tener una idea que hiciera eco, ruido y disturbio. Una idea que hiciera calle y medios porque los años setenta ya eran también la calle y los medios de comunicación. Una idea que trajera enemigos que la hicieran grande. Lo demás era la maldita técnica para hacerlo, que la dominaba sin gracia. Lo demás fue cuesta abajo, fácil y muy, muy veloz.

El resultado fue un lienzo grande, de cinco metros de largo y cuatro de alto, que fue exhibido por primera vez en una pequeña galería de Houston. Una obra de cierta calidad, pintada con técnica clásica, que mostraba un cielo sucio de Tiépolo y colores pajizos que brillaban en las zonas correctas con realismo flamenco. Era El pesebre, la escena con la que se inaugura la historia occidental: el nacimiento de Cristo. Sólo que Cristo estaba fuera de cuadro. Apenas afuera, aparentemente, si juzgamos por la dirección que tienen las miradas de sus padres. El pesebre al centro es la figura principal, inundado de sangre y roto de las patas por el costado derecho. La paja húmeda y viscosa parece el escenario de un homicidio. Un burro mordisquea la placenta que ha quedado derramada por el suelo. José se jala los pelos con las manos y las mangas de la túnica empapadas de sangre mientras mira a un hijo que no engendró, quizás en los brazos de algún campesino a unos pasos de  donde está. Los gestos de desesperación son decodificables, echados claramente hacia el futuro. María, en segundo plano, yace exhausta, con la ropa desgarrada y la frente sucia y sudorosa. Está abandonada a su suerte, ha dado a luz y no quiere saber nada más. Tiene los ojos entrecerrados, las piernas abiertas, los dedos de los pies enterrados entre paja y tierra.

No es en realidad el nacimiento de Cristo, sino el parto de María. No es, por tanto, propiamente una pintura religiosa.

Es más bien un éxito histórico.

Apenas dos semanas después de estar expuesta en Houston, la pintura ya había sufrido dos intentos de destrucción. Un ataque a patadas por parte de un transeúnte que la vio desde la calle y que significó una rasgada de cinco centímetros en el lienzo; y un connato de incendio con una pequeña bomba molotov que el galerista logró apagar a tiempo con ayuda de un extintor de polvo seco.

Y así se volvió famosa. Después de los ataques fallidos apareció un reportaje sobre Yáñez y su obra en The Dallas Herald. El tema hizo que la nota volara lejos, así que llegó a oídos de los galeristas más importantes de la costa oeste. Las ofertas comenzaron.

En menos de tres meses ya se había corrido el rumor de su venta hasta en cuatro ocasiones. Pero la quinta fue la verdadera. Un coleccionista de Oakland pagó seis millones de dólares por el cuadro de Yáñez. Su nombre no se dio a conocer en el momento, pero el cuadro desapareció del ojo público durante casi 30 años.

Hasta 1996. Fue cuando se supo de él una vez más. Apareció el video en el que se quema la obra. El coleccionista de Oakland decidió destruirla por considerarla herética, ofensiva y provocadora. Una consideración estúpida a pesar de que la obra fuera realmente las tres cosas. Nunca mostró su rostro, pero en el video aparece con una máscara negra de tela que lo convierte —también en imagen y no sólo de facto— en un verdugo sin misericordia. Un verdugo anónimo y cobarde, pero millonario.

La destrucción de una obra hermosa es hermosa, dice la voz de quien graba.

Es decir, de K. Harrington.

Más tarde dijo que había prometido al coleccionista de Oakland dos cosas: darle la cinta al día siguiente cuando hubiera cargado la pila de su cámara; y no divulgar su identidad. Sólo cumplió la segunda.

Al romper su primera promesa y quedarse con la cinta, editarla y exponerla, Harrington logró su primera gran obra y una buena cantidad de dólares. Yáñez murió sin pintar otra obra que valiera la pena. La historia del arte contemporáneo y su relación con la tecnología y el mercado quizás no se habría podido explicar sin la existencia de esta película: El parto.~