Parpadeo
Por Andrea Ciria
MIS DOS HIJOS entraron en la casa. Tea, dos años menor que su hermano Kenner, de ocho, fue hacia mí y me abrazó las piernas.
—¿Cómo les fue en la escuela?
—¿Ya me vas a comprar una caja de colores? —me respondió Tea, con otra pregunta.
En ese momento llegó Bejós, mi marido. A diferencia de otras tardes, esta vez lo acompañaba una sonrisa. Mis pequeños lo saludaron inquietos. Hablaban al unísono, pero Bejós les ordenó, con voz firme, que nos dejaran solos.
—Tendremos que mudarnos —se sentó en la única silla del comedor que aún tenía un poco de laca—. Me llamó un abogado. Mi hermana Nile no puede vivir sola, está muy enferma.
—¡Qué terrible! —miré mis zapatos, viejos y roídos; suplicaban ser jubilados. Él no se había despedido de su sonrisa—. ¿Mudarnos?
—Todo está arreglado, amor. Nos iremos a casa de Nile. Es muy grande, estaremos bien.
—¿Y tu trabajo? ¿La escuela de los niños?
—Nilenosheredará una fortuna impresionante.
—¿Qué cosa? ¿De quién?
—De su marido. Desafortunadamente ella no ha podido disfrutar el dinero porque enfermó y, lejos de recuperar la salud, ha ido de mal en peor —se puso en pie y me abrazó—. ¡Es una cantidad enorme, mi amor!
—No sabía que su esposo era rico.
—Ni yo —levantó una ceja—. Y creo que Nile tampoco.
Empacamos nuestras pocas pertenencias y un amigo de Bejós, que tenía un camioncito de mudanzas, tocó a la puerta. Mi hija me seguía por todos lados.
—Mamá, ¿me podrán comprar unos colores?
—Sí, hija, luego vemos —me limité a decir, súbitamente inquieta por unmal presentimiento.
Me desagradaba que nos mudáramos a una casa extrañaubicada en un pueblo desconocido. Para colmo, me aterraba la idea de cuidar a una mujer inválida a la que apenas recordaba.
El trayecto fue una pesadilla.Cruzamos innumerables caminos de terracería que nos hacían saltar un metro sí y otro también. El camión de mudanzas nos seguía lenta y trabajosamente, y los nubarrones de polvo amarillo empanizaban nuestro destartalado coche, el cual parecía quejarse de manera incesante.
Los pequeños encontraron un motivo de arrullo en el calor y los saltos y se quedaron dormidos en el asiento trasero.Quizá para no entrar en ese sopor, Bejós, cenizo y sudoroso,rompió su silencio y me dijo:
—La enfermedad de Nilele impide hablar y moverse. A decirdel abogado, sólo puede parpadear para comunicarse.
—¡Qué pena!—exclamé, entre sorprendida y hastiada.
El polvo del camino se había adherido a mi piel humedecida por la copiosa transpiración y me daba el mismo tono cetrino de Bejós.
—Por ahora la cuida una enfermera, pero verás que con un poco de amor de familia, Nile estará mejor.
Horas después entramos a una recta solitaria e infinita en la que había más baches que en todo el trayecto recorrido hasta entonces. En una de ésas pisamos un enorme bache y el auto se estremeció. Inquieta, me cercioré de que losniñosestuvieran bien. Respiraban tranquilamente, perdidos en sus sueños.
—La pobre Tea necesita unos colores para la escuela —le comenté a mi marido.
Él no me escuchó. Aminoró la velocidad y extendió una mano apuntando con el dedo índice, mientras con la otra guiaba el volante:
—¡Mira!,esa debe ser la casa —su semblante era de excitación.
Frente a nosotros se erguíaun vetusto caserón de madera, ubicado justo en el medio de un lugardonde sólo había silencio e inmovilidad. Intenté disimular mi aprensión y desperté a los chicos. Ellosabrieron los ojos con lentitud. Parecían dos pollitos que rompen el cascarón para conocer el mundo.
Cuando Bejós detuvo el auto, los niños salierona toda velocidad. Definitivamente el inmueble, el sitio en sí, estaba más lejos de lo que habíamos imaginado. No había cercas que delimitaran los confines de la propiedad, rodeada por grandes extensiones de tierra reseca, agrietada y amarillenta. Divisé una pequeña cabaña, que supuse hacía las veces de bodega o cuarto de herramientas.
El hombre que manejaba el camión se acercó a nosotros.
—¡Viejo!, esta casa no está en el quinto infierno sino en el sexto o séptimo —soltó una risa arisca.
Al poco, una imponente mujer, vestida con el atuendo que caracteriza a las enfermeras, salió a recibirnos. Su rostro erade piedra,una muralla impenetrable.
—Buenas tardes. Me alegra que hayan llegado—dijo sin mostrar ninguna emoción—. La señora los espera.
Bejós me tomó de la mano y seguimos a la enfermera.
—Tea, Kenner —llamé a mis hijos—,bajen sus cosas. Despuésvengan a saludar a su tía.
Entramos a la casa, amplia, sombría. Cruzamos directo a la habitación de Nile. La encontramospostrada en una silla de ruedas y envuelta con un montón de cobijas hasta la boca. Sus diminutos ojos color miel, hundidos en ojeras de piel reseca y abultada, temblaron de gusto al ver a Bejós. Él buscó sus manos entre las frazadas, pero la enfermera advirtió:
—Debe estar siempre cubierta, aunque todas las cobijas del mundo no podrían calentarla. No se le ocurra destaparla nunca, o morirá de frío.
Bejós abrazó a su hermana y la besó en la sien. Nuestros pequeños se asomaron a la habitación, y su padre les hizo señas para que saludaran a su tía.
—Dos parpadeos para negar y uno para decir que sí —comentó la enfermera, orgullosa de sus cuidados.
Los niños, evidentemente impactados, se acercaron a Nile. La miraron estupefactos y se limitaron a decirle sus nombres.
Envueltos en una atmósfera abrazadora, nos preparamos para pasar la primera noche. Mientras Bejós se duchaba con agua helada, escuché a mis hijos jugando fuera de la casa. Me asomé por la ventana del pasillo, en la segunda planta, y les pedí que entraran.Vi que Kenner levantó el dedo índice, como dando instrucciones a su hermana. Me enterneció la escena.Minutos más tarde, Tea subió corriendo las escaleras, que crujieron tétricamente con el peso de sus pisadas.
—¡Pobre, mamá! Se va a morir de hambre.
—Está atado a un árbol —dijo Kenner.
—¿Le podemos dar comida?
—Pregunten a su padre —respondí, agotada y segura de que se trataba de un perro—. Ya es tarde. Lávense los dientes y a dormir.
Envuelta en un calor seco y picante, regresé a mi habitación.Me puse miraído camisón y me recosté en el lecho.
—Podremos comprar ventiladores —dijo Bejós entrando a la cama, desnudo.
Al día siguiente fui con Tea y Kenner al pueblo. Necesitábamos alimento y agua potable. Por primera vez en años, Bejós me dio una suma considerable para hacer las compras.
—¿Quieren llevar comida para el perro?
Se miraron sin sonreír.
—No, mamá, podemos darle las sobras —respondió Kenneral instante.
Cuando regresamos a la casa la enfermera salía furiosa, maleta en mano. Me roció con una mirada envenenada y escupió a la tierra. Subí a la recámara de Nile y encontré a Bejós arrancándole las colchas que cubrían su cuerpo. Me miró de reojo.
—Despedí a la estúpida enfermera —se veía furioso—. ¿Puedes creerlo? Me volvió a decir que no debía quitarle estas pesadas mantas… Con este calor, como vaho del demonio, la pobre debe estar sofocándose.
—Pero nosotros no sabemos nada de los cuidados que Nile necesita.
—Ven, ayúdame a librarla de este altero.
Le quitamos las cobijas de encima aNile.Era un esqueleto apenas forrado de piel flácida. En ese momento, observé sus ojos.
—¡Mira! Está parpadeando para negar.
—Pues claro. Esa loca la tenía enterrada bajo kilos y kilos de algodón y lana.
Pero ella comenzó a temblar como si estuviera dentro de una tina llena de cubitos de hielo. Sus labios, un par de delgadas líneas apenas perceptibles, se tornaron morados.
—Cúbrela —dije, asustada.
—No. Tiembla porque está empapada en sudor. Verás que se siente mejor en un rato.
Pero no fue así. Bejóssalió de casa para encontrarse con el abogado, y yo volví a tapar a Nile. Entonces ella parpadeó para decir que sí.
Después de comer con los niños, preparé una papilla para Nile. Al entrar en su habitación la encontré despierta. Su mirada estaba fija, y pronto descubrí que la tenía clavada en el retrato de su boda, que pendía de la pared. Yo no había reparado antes en la imagen; ella parecía ocultar sus sentimientos frente a la cámara y él sonreía con los ojos entornados. Pensé en lo triste que debía sentirse Nile,ahora en el umbral de la muerte.
Alimentarla fue toda una proeza. Leabría labocacon cuidado y metía suavemente la cuchara. Mi cuñada apenas podía masticar y deglutir. Para ayudarla, le daba de beber agua, que con frecuencia resbalabade sus labios y caía en las cobijas mezclada con restos de comida. Además, me causaba desasosiego el que no despegara la mirada de la fotografía de su boda.
Bejós llegó tarde una noche. Tea y Kenner dormían; yo leía en mi habitación.
—No será sencillo encontrar el reemplazo para la enfermera —me dijo—. Por algún motivo nadie quiere venir a la casa.
—Qué raro —su comentario me disturbó, pero procuré dejarlo atrás por el momento—.¿Quieres cenar?
—No. Comí algo en el pueblo. ¿Los niños?
—Dormidos.
—¿Mi hermana?
—Igual. Come muy poco. Traté de cargarla para acomodarla en la cama, pero ella parpadeó dos veces.
Entonces nos pareció escucharque alguien caminabacon sigilo sobre la vieja duela.
—¿Dormidos? ¿Segura?
—Hasta hace un momento, lo estaban.
Bejós salió de la habitación. Puse el libro sobre la mesita de noche y, en un par de minutos, él regresó.
—En efecto, ambos duermen—y, desconcertado, añadió—: la casa huele a humo de cigarro.
Escuchamos otra vez las pisadas,como si alguien corriera sin zapatos sobre el piso de madera.
—¿Qué demonios es eso?—Bejós torció el gesto y salió de nuevoescaleras abajo.
Eentré en la habitación de Nile yencendí las luces. Estaba despierta. Sus ojos ambarinos, casi transparentes, ya no apuntabana la fotografía.
—No hay nada —dijo Bejósal darme alcance—. Debe ser este viejo suelo que suena por el cambio de temperatura o la humedad —miró a su hermana—. ¿La subimos a la cama?
Nile parpadeó dos veces.
—Te lo dije. No quiere.
Se acercó a ella y le acarició la cabeza. Revisó el nivel de la bolsa de drenaje de orina, le dio un beso en la frente y me miró pensativo. Regresamos a nuestra habitación.
Durante el desayuno, Bejós escribió una lista de materiales y herramientas que necesitaría para reparar los desperfectos de la casa:paredes descascaradas, huecos en la duela, tubería oxidada, puertas y ventanas a punto de venirse abajo.
—¿Tenemos dinero para eso?
—Para eso y para no preocuparnos el resto de nuestras vidas —seguía anotando: barniz, clavos, lijas—.Algún vecino debe fumar como chimenea. ¿Percibesel hedor?
—No tenemos vecinos—le recordé—. ¿Sabes cómo falleció el marido de Nile?—desvié el curso de la conversación.
—Según el abogado —dejó de escribir y levantó la mirada—, fue asesinado. Lo encontraron cerca de aquí, en la carretera.
—¡Qué horror!
—Así es —confirmó Bejós—. Debió ser muy duro para Nile—regresó a su lista. Luego de unos segundos, como si rezara, agregó—:el cuerpo estaba mutilado.
—¿Saben quién lo hizo? —miré por la ventana de la cocina para despejar el miedo que comenzaba a invadirme.
La tétrica monotonía del paisaje, seco y amarillo, se interrumpíapor la pequeña cabaña de herramientas y nuestro deteriorado auto, estacionado a un lado. Eran como dos manchas oscuras y crecientes en mitad de una pintura plana y sin contornos definidos. De pronto vi a mis hijos salir de la cabañita. Teavenía corriendo hacia la cocina; Kenner, detrás de ella, la detuvo en seco.
—No. Pero sospechan de una banda de maleantes que…
—¿Qué pasa? —mi marido hizo alto. Como yo, notó que Tea estaba alterada.
—Nada, mamá —se interpusoKenner.
—Es sólo que tiene algunas manchitas rojas.
—Los veo muy sospechosos —dijo Bejós—. ¿Qué están haciendo, niños?
Tea miró a su hermano con aire de crispación, como solicitándole permiso para desvelar el motivo de sus inquietudes, pero él le sonrió de manera extraña, obligándola a mantener los labios cerrados.
Bejós los examinó alternativamente antes de decirles:
—Necesito que se porten bien. Ni su tía ni nosotros queremos más cargas de las que ya llevamos encima, ¿comprenden?
Kenner se adelantó a contestar con aire resuelto:
—No estamos haciendo nada malo.
Mi esposo suspiró con aire de misericordia.
—Bueno, vayan a lavarse las manos para desayunar.
Los pequeños obedecieron. Tuve la impresión de que mi hija estaba más pálida que de costumbre, pero no quise sugestionarme. Luego Bejós me dijo:
—El abogado me recomendó ser cautos con el dinero que recibamos de mi hermana. Aconseja que evitemos comprar un coche nuevo, contratar servidumbre y caer en lujos innecesarios.Son medidas para no llamar la atención.
Mis hijos se sentaron a la mesa. Tea parecía más tranquila, aunque tenía la mirada baja. La besé en la mejilla y ella sonrió sin mucho afán.
—Mañana llevaré a los niños al pueblo—anunció Bejós—. Encontré una escuela para ellos.
Pensé que eso sería lo normal. Quedarme sola en la casa. Quedarme sola, con mi cuñada.
Le di de comer casi a la fuerza. Un olor a óxido, nauseabundo, me revolvió el estómago. Revisé la bolsita de plástico con orina. El nivel apenas subió.
—Bueno, parece que hoy tendré que ducharte.
Nile parpadeó dos veces.
—Al menos tendré que cambiar tu pañal —no hubo parpadeo—. Así, muy bien. Déjame ayudarte.
Bejós dormía pesadamente. Escuché los mismos pasos inquietosde la noche anterior y lo desperté.
—Otra vez.
—¿Qué cosa?
—Las pisadas. Son como si alguien caminara de puntas.
—No hay nada. Ya duérmete.
—Debe ser el perro de los niños.
Bejós se dio la vuelta.Vencido por el cansancio,había dejado de escucharme.
Al día siguiente mis hijos y su padre salieron temprano. El silencio en la casa a veces se interrumpíapor el zumbido de los abejorros que asomaban por las ventanas. El calor era grotesco. Entré en la habitación de Nile para barrer y descubrí un charco de orina bajo su silla de ruedas. El catéter se había movido. Me sentí culpable. Limpié la habitación y me salí a llorar al pasillo.
Al mediodía regresó Bejós con losniños, que corrieron a la cabaña de herramientas sin siquiera saludarme.
Bejós dejó enel suelo un par de galones de pintura.
—Me fastidiael olor a tabaco—dijo con gesto avinagrado—. Cada vez es más molesto.
Entones escuchamos otra vez los pasos. Parecíacomo si alguien se movieravelozmente de un lugar a otrosobre la duela, escaleras arriba. Miré a Bejós y él frunció el ceño.
—¿Será el perro de los niños? —pregunté con un hilo de voz.
—¿Tienen un perro?
—¿No te han dicho nada?
—No.
Moví la cabeza negativamente. Tenía la sensación de que nos ocultaban algo. Sin embargo, no era eso lo que más me importaba. Volteé a ver a mi esposo y le dije:
—Vamos a ver cómo estátu hermana. Creo que, sin querer, he movido su catéter para la orina, cuando le cambié el pañal.
Él me miró con cara de culpabilidad, como si la hubiera olvidado.
—Yo no sé cómo arreglar eso. Llamaré a la clínica. Tal vez nos puedan orientar.
Bejós se dirigió al teléfono y marcó un número. Lo escuché hablar con vehemencia. Después de unos minutos interminables, colgó.
—Enviarán a alguien—comentó,aliviado.
En ese momento, Tea entró con un plato lleno de desperdicios en descomposición.
—Ya no quiere comer.
Kenner llegó corriendo instantes después. Al descubrirme con su hermana, se detuvo en seco. Su gesto era de contrariedad.
—¿Le preguntaron a su padre si podían quedarse con elanimal?—inquirí conociendo de antemano lo que me dirían.
Mi pregunta no tuvo respuesta porque los pasos en la segunda plantarobaron nuestros cinco sentidos. Volvieron seguidos de un portazo. Bejós y yo les indicamos a nuestros hijos que no se movieran y subimos alcuarto de Nile. Estaba cerrado herméticamente. Pensé en el viento y la corriente que se habría formado al tener todas las ventanas abiertas; pero afuera no se movía ni la hoja más débil en las ramas de los árboles.
Bejósfue a buscar la llave. Las pisadas veloces, noté enseguida, provenían del interior de la habitación. De pronto Tea subió hasta la mitad de las escaleras. Lloraba en silencio.
—Todo está bien, mi amor. Sólo se cerró la puerta de tu tía—le dije.
—Se ha ido, mamá—contestó con hondo pesar.
Bejós regresó con un montón de llaves. Mientras probaba una a una, Tea se sentó en los peldaños de madera. Cuando él abrió la puerta, el olor a óxido nos asaltó de golpe. El charco de orina ahora era rojo. Los ojos de Nile eran fondos de botellas vacías, igual que su boca, totalmente abierta. Yo estaba segura de haberla dejado mirando haciala ventana, y ahora estaba frente a la fotografía en la pared. Bejósse acercó a su hermana.
—¡Qué necedad! Cubrirla con tantas cobijas…
Se las quitó. Todas estaban manchadas de rojo. Algunas ya tenían la sangre seca. A Nile le faltaba un antebrazo, dos dedos de la otra mano y parte del vientre.
Me asomé por la ventana para no vomitar. La ambulancia, con la torreta apagada, llegó a la casa. La puerta de la cabañita estaba abierta.
Entretanto, Kenner gritaba un nombre incompresible y sacudía en lo alto una cajetilla de cigarros.Tea lloraba fuera de la habitación.~
Fantásticamente incomprensible pero sí muy creíble, enhorabuena. Felicitaciones ¡Queremos saber más!