Paraíso Perdido: Paternidad satisfecha

Un cuento de Édgar Velasco, y parte del «Paraíso Perdido»

 

DESPUÉS DE PREGUNTAR tres veces si estaba completamente seguro —y de explicar otras tantas las implicaciones de combinar las palabras «cirugía irreversible» y «procedimiento definitivo»—, el doctor llenó la hoja, le puso un sello, la firmó y luego extendió la mano para darme el papel. En el apartado de «Diagnóstico» aparecía, con letra ilegible, la leyenda «TX. Paternidad satisfecha». La hoja que ahora tenía en mi poder era el pase directo a la clínica de especialidades: a urología, para ser más específicos: a practicarme la vasectomía, para decirlo de una vez.

La decisión la tomamos de común acuerdo mi mujer y yo: con dos hijos absorbiendo nuestra atención —y, hay que decirlo, nuestros recursos—, nos pareció sensato hacer caso a los mensajes que, hace años, repetía la publicidad oficial: «La familia pequeña vive mejor», «Pocos hijos para darles mucho», etcétera.  Así, nos armamos de paciencia y comenzamos a andar el viacrucis que implica una cirugía en la seguridad social: primero, una consulta con el médico familiar, único ente facultado para otorgar el pase con el especialista; una vez conseguido el pase,  que ahora tenía en mis manos, buscar una cita lo antes posible en Urología. «Lo antes posible» significaba dos meses y medio después.

Cuando ya prácticamente me había olvidado del asunto, llegó la fecha de la cita. Acordamos dejar a los niños con mis suegros para que mi mujer pudiera acompañarme: tiene un don particular para preguntar cosas que a nadie más le pasan por la cabeza, muy útil cuando hay una cirugía de por medio. Llegamos a la clínica con tiempo de sobra, mismo que empleamos en enterarnos que el urólogo —el único urólogo de toda la clínica, mi urólogo— estaba de vacaciones. Al parecer fui el único de toda la lista de pacientes con el que no se pudieron comunicar y, por lo tanto, el único con quien no fue posible reagendar la cita. Pasé al mostrador para que me dieran un nuevo espacio lo antes posible, donde «lo antes posible» significaba, sí, otros dos meses y medio.

 Transcurrido ese tiempo, volvimos a la clínica. El urólogo vacacionista ahora sí estaba en su cubículo, a donde pasamos después de una revisión general a cargo de la enfermera en turno —temperatura (36.8 grados), talla (1.77 metros), peso (86 kilos) y presión arterial (90/120). La consulta fue rápida: al igual que el médico familiar, nos explicó de nuevo el asunto de la «cirugía irreversible» y el «procedimiento definitivo»; aclaró algunas dudas, sobre todo referentes a qué tantas posibilidades había de que la operación fallara, cuántos días duraría la rehabilitación y qué cuidados generales había que tener; finalmente, llenó algunos formularios y me entregó una hoja para que me practicaran los estudios de laboratorio de rutina. Programé otra cita —sí: dentro de dos meses— y, una vez agendada ésta, me dieron lugar en el laboratorio para una semana antes. «Después de que veamos los resultados», había dicho el médico, «vamos a programar la cirugía, que será más o menos [adivinaron] en dos meses».

Transcurrido el tiempo y realizados los estudios, regresamos al consultorio. Después de la revisión de la enfermera —temperatura (36.4 grados), talla (1.77 metros), peso (88.6 kilos) y presión arterial (90/120)— pasamos al consultorio del médico. Le echó un vistazo a los resultados del laboratorio, constató que todo estaba en orden y dijo: «Muy bien. ¿Quieres que te opere dentro de dos meses o mañana?».

Al principio pensamos que era una broma. Luego nos explicó algo referente a un equipamiento del quirófano y otras cosas que francamente no escuché: en mi mente seguía resonando la pregunta: «¿Quieres que te opere dentro de dos meses o mañana?». No es que estuviera dudando de la operación: lo tenía más que decidido. Sin embargo, por mi cabeza pasaban el permiso que había que solicitar en el trabajo, los días sin ir a la oficina, los líos para resolver el asunto de llevar a los niños a la escuela y pasar por ellos, etcétera. Con todo esto en la cabeza volteé a ver a mi mujer y, como si lo hubiéramos ensayado durante los cinco meses previos, respondimos casi al unísono: «Pues mañana. De una vez». El doctor sonrió: era, supongo, la respuesta que esperaba.

Nos dio algunas indicaciones:

«1. Tiene que llegar a las dos de la tarde.

  1. Lo van a pasar a una antesala, ahí se va a cambiar y luego lo van a preparar.
  2. Antes de venir se va a recortar el vello alrededor del pene.
  3. Se va a rasurar completamente el escroto. Esto es importante, porque si no lo hace vamos a tener que afeitarlo en el quirófano, con el bisturí.
  4. Traiga un cambio de ropa holgada, porque va a haber hinchazón.»

Supongo que hubo más indicaciones, pero francamente no las recuerdo. Cuando acabó, nos llevó con la anestesióloga para que ella nos diera sus instrucciones. Tal y como habían hecho antes el médico familiar y el urólogo, nos preguntó si estábamos completamente seguros. Cuando le dije que sí, nos contó que una vez un paciente se les había dado a la fuga ya estando en la antesala. Reímos. «Debe traer ocho horas de ayuno total», fue la indicación más importante. Salimos de la clínica con la sensación de que teníamos el tiempo encima y mil cosas por hacer. (Por fortuna fue sólo una sensación: arreglamos todo en un par de horas, tuvimos sexo después de acostar a los niños y luego dormimos plácidamente —al menos yo.)

 

Llegamos a la clínica diez minutos antes de las dos de la tarde. Entregamos el pase de quirófano a una enfermera y esperamos. Tal y como nos habían dicho, después de unos minutos me pasaron a la antesala. «Quítese toda la ropa y póngase esta bata. Cuando esté listo, salga por el otro lado de la puerta», dijo la enfermera, haciendo un sutil pero evidente énfasis en aquello de «toda la ropa». Hice todo al pie de la letra. Le pasé la ropa a mi mujer y entre los dos atamos la bata lo mejor que pudimos para taparme las nalgas. Salí al pasillo y una enfermera me indicó el camino a la sala de preparación: un espacio amplio donde estábamos todos los que pasaríamos al quirófano o a la sala de endoscopia (dos cirugías de espalda, una vasectomía y tres endoscopias).

La encargada de prepararme (es decir, canalizar la solución salina y colocar unas medias ajustadísimas en las piernas) lo hizo con la misma sutileza con la que se machaca el maíz en un metate. Cuando vi cómo atendían a la anciana a mi lado, que requirió cinco piquetes en cinco diferentes lugares porque «no le hallaban la vena», concluí que había corrido con suerte.

Después de un largo rato apareció el doctor. Constató que todo estuviera en orden y me dijo que se iba a ir al quirófano. Cuando todo estuviera listo, le pediría al camillero que me llevara para allá. 20 minutos después, el doctor pidió a su paciente. Me pasaron de la cama a la camilla y avanzamos por un pasillo rumbo al quirófano. El camillero hizo una pausa para maniobrar con una puerta. Desde un cuartito venía la música que, en ese momento, servía como ambientación para la zona de los quirófanos:

Qué bello cuando me amas así
y muerdes cada parte de mí
que bellos son tus celos de hombre
que sienten cada vez que me voy…

Sobre la música se escuchaba la charla que tenía la anestesióloga con unas enfermeras: «Bueno, pero es que si no es novia de nadie, puede acostarse con quien quiera» «Pues sí, pero ya le pusieron un quemadón» «Pero si a ella no le importa». No escuché el resto de la conversación porque por fin entré al quirófano… que estaba lleno de practicantes. «Excelente. Voy a contribuir a la formación de los doctores del futuro».

Ya en la cama de operaciones, me pusieron un respirador en la nariz y no recuerdo cuántas cosas más. La anestesióloga tuvo que romper las ataduras de la bata, que habíamos dejado bien apretadas. «¿Quién te va a operar?», me preguntó. Le dije el nombre del doctor y lo señalé con la cabeza. «¿Qué te vamos a hacer?», volvió a preguntar. «La vasectomía», respondí. Luego, el urólogo me preguntó si me había afeitado el escroto y me dijo: «Voy a ir descubriéndote para hacer una limpieza». Levantó la bata y no supe más: la anestesia hizo su parte y me quedé dormido. Medio desperté cuando sentí cómo suturaban las incisiones en mi escroto y me volví a quedar dormido. Desperté por completo en la sala donde me habían preparado para la cirugía. «Nada más que pase la anestesia y se va a ir. Ya le entregué a su esposa la receta con los medicamentos. Recuerde aplicar hielo por periodos de quince minutos cada dos horas. ¿Alguna duda? Bien. Véngase en una semana a las dos de la tarde al consultorio para ver cómo la recuperación», me dijo el doctor y luego se marchó. La vasectomía se había consumado.

Salimos de la clínica y fuimos a la casa. No abundaré mucho sobre lo que pasó en esa semana. Sólo diré que hasta ese momento entendí en plenitud lo que significa tener los huevos hinchados. Me reincorporé a mi rutina normal dos días después y asistí al consultorio tal y como me habían indicado. Pasé primero la revisión con la enfermera —temperatura (36.7 grados), talla (1.77 metros), peso (87.4 kilos) y presión arterial (90/120)— y luego al consultorio. El doctor me revisó las heridas del escroto, me explicó que las protuberancias que sentía eran los nudos que se habían hecho a los conductos deferentes y dijo que todo estaba en orden. «Puede reiniciar su actividad sexual según se vaya sintiendo. Es muy importante que se sigan cuidando con el método que prefieran, porque todavía puede haber espermatozoides y resultar un embarazo. Después de 25 o 30 eyaculaciones tiene que hacerse una espermatobioscopia para comprobar que ya no hay esperma en el semen». Me dio de alta y me indicó que tenía que regresar con el médico familiar para concluir formalmente con los trámites.

Le expliqué a mi mujer lo que había dicho el doctor. Reiniciamos la actividad sexual más o menos tres semanas después de la cirugía y todo pasó como si nada hubiera pasado: ni siquiera hubo dolor. A diferencia de lo que hubiera ocurrido si ella se hubiera ligado las trompas —una cirugía mayor, una rehabilitación mayor—, la vasectomía fue pan comido. Volvimos a la normalidad con la mira puesta en la espermatobioscopia.

 

Esta noche, mi mujer me acaba de dar una noticia: «Estoy embarazada». El hecho la emociona, y mucho: desde que me hice la vasectomía no dejaba de repetir que sentía nostalgia cada que caía en cuenta de que ya no íbamos a tener más hijos. «Definitivamente era la voluntad de Dios que tuviéramos otro bebé, ¿no? Mira que le hayamos atinado justo en tus últimos tiros, ¿verdad?». Según sus cuentas, tiene como mucho dos meses de embarazo.

Ahora ella duerme. Se ve hermosa: tiene esa sonrisa llena de paz que distingue las mujeres embarazadas. Yo, mientras tanto, observo cómo se consume la hoja a la que le acabo de prender fuego en el lavabo. Es el resultado de la espermatobioscopia que me practiqué hace tres meses y medio y que, por una u otra razón, apenas pude recoger del laboratorio. La hoja es clara: indica que ya no hay presencia de espermatozoides en mi semen. Que la parte alta de mis conductos deferentes está vacía. Que la vasectomía funcionó. Que soy estéril.

Creo que lo mejor es que ella no se entere.

Sonrío, satisfecho: voy a ser papá.~

 

Este cuento pertenece al libro Ciudad y otros relatos, de Édgar Velasco. Ed. Paraíso Perdido, 2014.