Paraíso Perdido: Los no muertos
Fragmento de «Los no muertos», novela de James Nuño y parte del «Paraíso Perdido»
ERAN LAS DIEZ de la mañana. Ch despertó con un terrible dolor de cabeza. No era la cruda de cerveza con frituras manoseadas. Era un desgaste, un cansancio, un dolor que desde hacía tiempo, no sabía cuánto, poco a poco, se había apoderado de ella: vista nublada, desorientación, sentimiento de no-pertenencia. Había una molestia, no sabía bien dónde, entre la piel y los huesos, engañosa, etérea, indefinida. Iba y venía. Cuando Ch pretendía tocar la parte del cuerpo de donde parecía manar, inmediatamente se disipaba. Hacía algunos meses, cuando empezó a sentirla, pidió consejo entre sus conocidos, en la calle, en la internet, y a cada pregunta, con cada persona, en cada búsqueda, el diagnóstico era distinto: fibromialgia, gripe común, cansancio, enfermedad del sueño, paludismo, tifoidea, dengue y hasta meningitis. Todos los síntomas encajaban en mayor o menor medida. Consideró visitar al doctor, pero se deshizo de la idea cuando visualizó el momento en el que aquel le preguntara dónde le duele y ella no supiera responder. Se sentiría como una idiota.
Buscó en su bolsa, pero de entre la maraña de papeles, lápices de color, flores aleatoriamente recogidas en el camino, maquillaje sin usar, tarjetas de presentación de negocios que jamás visitaría, plumas con tinta seca, centavos sucios y una cantidad considerable de basura no clasificada, no encontró nada semejante a una aspirina. Caminó al baño con ánimos de continuar su búsqueda, pero en ese departamento apenas si había pasta de dientes o papel sanitario. Era una esperanza ridícula la de encontrar un botiquín detrás del espejo, entre la pila de jabones o debajo de la taza. «¿Cómo carajos se quitaban la cruda los antepasados?», se preguntó adormilada al mismo tiempo que tomaba un sorbo de enjuague bucal. Mientras el sabor a cenicero y cerveza rancia iba cediendo, el halo de etanol y menta fue disipando la bruma mental. Recordó que alguien hacía mucho tiempo le había contado que los mayas —¿o eran los aztecas?— ya se cepillaban los dientes con hojas de menta o algo por el estilo. Esos señores eran otra cosa, tan cultos, tan fuertes, tan chingones. Ellos con sus pirámides, con su tradición oral y los tepochcallis, con sus sacrificios y su astronomía de avanzada, con sus hombres de maíz y nosotros tan hombres mono, tan salve-señor-automóvil, salve-señor-despertador, tan bebamos-hasta-vomitar, tan cruda-de-cerveza-barata-de-lunes, tan no-lo-vuelvo-a-hacer… ¿A quién se le ocurre salir en lunes por la noche? Pero esto, se repetía, no era una resaca de lunes por la noche.
Quién sabe. Quizá sí era una cruda combinada con cansancio, trastornos del sueño, preocupaciones por el bebé, la renta y alguno de esos virus del aire que se van como llegan. Tal vez el olor a basura que había notado desde su regreso había terminado por colársele hasta la médula. Pero no quería preocuparse de más; con suerte todo era sólo cuestión de descansar, de relajarse, de comer sanamente, aunque esto era difícil considerando que lo único que había en la alacena era una lata de atún caduco… Lo más fácil sería ir a casa de mamá y recuperar las comodidades del hogar, por lo menos en lo que conseguía algún trabajito de medio turno que diera para la renta, la comida y uno que otro juguetito para el bebé. El problema era que todo tenía un precio y su mamá era la mejor usurera. El favor, ya lo había sufrido antes, se lo cobraría con recriminaciones, constantes «recomendaciones» para ser una mujer modelo y cuestionamientos de todo tipo sobre su estilo de vida: qué te han dado tus viajes y tus pinturas, deberías conseguir un trabajo de verdad, estudiar medicina o administración de empresas, tienes que administrarte mejor, hacerte de un patrimonio, no lo hagas por ti ni por mí, hazlo por el niño, él no tiene la culpa, es una criatura, ¿qué le vas a dejar cuando mueras?, ¿qué le voy a decir cuando te vayas?… Era un precio que no estaba dispuesta a pagar.
Ella estaría bien. Siempre lo había estado. Lo estuvo cuando se fue muy joven de casa, cuando duró tanto tiempo sin saber de nadie, trabajando en los cafés, viviendo al día, aprendiendo eso que no se enseña en las universidades ni en la televisión. Ella estaría bien. Y el bebé… para él siempre había lo indispensable. Milagrosamente, nunca faltaba dinero ni comida ni medicinas ni leche de fórmula. Era un bebé con estrella, con una eterna sonrisa. Le costaba aceptar que gracias a él no se había vuelto loca. Al menos, no aún. Fueron tiempos difíciles, tiempos de hambre. Tiempos de tinto y mate. Vagaba de departamento en departamento, mezclándose entre barrios y seres desconocidos. A nadie dijo mucho sobre su vida. Sólo que quería pintar. Conocer, pintar, olvidar y volver a empezar. Pasaba las noches ligeramente alcoholizada, charlando con los amigos o encerrada en un viejo taller. Por las mañanas, se levantaba con la boca seca sin tiempo para un desayuno decente. Sin saber cómo, entró a un círculo del que nunca nada bueno salió. Cuadros forzados, pueriles, ingenuos. Noches de alcohol y de mucho sexo: caricias fuertes, secas, besos rancios e inmóviles, rostros confusos, olores a jabón corriente y sudor del trópico. Tiempo después esas noches dieron su fruto: un bebé que de tan bello parecía irreal. Era alegre, lúcido, hermoso: todo lo que ella no era. Por eso lo quería. Por eso no fue a donarlo al primer albergue de la esquina. Pero, por eso mismo, le costaba cuidarlo, le calaba la responsabilidad; no porque no quisiera hacerse cargo, al contrario, era el miedo a romperlo, como a todo en su vida. Era una de esas grandes bendiciones de las que el mundo reniega, que trastocan la realidad, ¿cómo afrontar estos cambios? ¿Cómo ser responsable de alguien más si apenas se puede ocupar de uno mismo? Ya nada era tan fácil, tan plano, tan transparente como unos meses atrás, cuando creía tener la vida asida de las crines. Desde entonces, prefería evitar el espejo y olvidar las arrugas que poco a poco comenzaban a poblarle el rostro, los planes no llevados a cabo, las promesas incumplidas; en cambio, era mejor quedarse en una suerte de espacio sin tiempo, de perpetua juventud, donde ni ella ni los muchachos ni su hijo tenían edad, donde eran sólo palabras e imágenes dinámicas, entes etéreos e infinitos, despreocupados, perfectos en su incorporeidad.
Pero no. Por más que luchaba, por más que se refugiara en los trazos agitados, en los lienzos blancos, en la poesía de Sabines, siempre regresaba a la realidad. Pensó en la noche anterior. Pensó en su cansancio, en los muchachos, en sus rostros cansados, en el rostro firme de Épsilon, en la boca apretada de J, en los ojos fieros de C, en las manos ajadas de su esposo… Pensó en el cadáver de su conocido y sintió muchas ganas de llorar, de caminar, de peinarse, de beber leche helada, de aprender carpintería, de pintar; todo ello por algo que no sabía nombrar. Pensó en ella misma, en su rostro triste, en su cabello enmarañado, en sus ropas coloridas y se sintió un poco ajena, un poco tonta, como si el dolor de cabeza fuera de otra persona, como si sus pies sostuvieran la efigie de un dictador o una musa. Tomó la pintura roja y, sin saber por qué, comenzó a pintar las paredes del viejo apartamento. Necesitaba escapar de sí, de las imágenes de la vejez, de la tristeza de sus amigos, de la muerte, de mamá, del bebé, del escurrimiento nasal. Necesitaba evadirse, salirse de sí, para que las imágenes que le venían a la mente se disiparan, para no desear el pasado, para no pensar en esas fiestas, esas caminatas nocturnas, esa tarde en que, con amargura, se daría cuenta de que poco a poco estaba muriendo y que su libertad eran más palabras que realidades. Para no sentir que el tiempo y el cuerpo y la mente empezaban a caer en esa espiral viscosa que es la vida.
Pintar. Pintar la vida, pintarse a sí misma, pintar al niño, pintar el dolor de cabeza, pintar el mal, pintar la embriaguez, pintar los lienzos en blanco, pintar los cuartos, pintar los tigres, los peces, las rosas, los tallos, las fuentes en el mar, la locura, el nudo en la garganta, los poemas de Gorostiza, las películas de Buñuel, las canciones de Gibbons, los suspiros de mamá, el cadáver del Güero, las pestañas del bebé…
Un fuerte estornudo hizo que sacudiera la cabeza y expulsara largas lágrimas de ojos y nariz. Con la mirada escarlata de migraña vio que lo que había pintado era un gran ojo en medio de la habitación. Un ojo vigilante. Un ojo melancólico. Un ojo juez. Un ojo imparcial. Un gran ojo rojo.
Rompió en llanto mientras se llevaba la mano a la boca y se desmoronaba en medio de la habitación.~
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