Paraíso Perdido: Los demonios de la sangre
Fragmento de “Los demonios de la sangre“, novela de Alejandro Paniagua, editorial «Paraíso Perdido»
1
Un guerrillero camina bordeando el campo de batalla. Cerca de unos abetos, se encuentra con un caballo. Es un animal rojizo, tiene los ojos parduzcos. El guerrillero mira el hocico de la bestia, teme que de pronto aquellos belfos húmedos se muevan para anunciarle: «Nervioso combatiente, el día de tu muerte está muy cercano». El miedo genera en el hombre tres ideas. La primera es revertir el augurio imaginado. Acerca su cara a la del equino y le dice en voz baja: «Temible corcel, ¡ay de ti!, es inaplazable la hora de tu muerte». Apunta el cañón de su arma a la frente del caballo y descarga decenas de tiros. Los estallidos de la metralleta ensordecen al individuo, lo ciegan, le secan la garganta. Las explosiones suenan como el galopar de una legión de centauros sombríos. El gatillo le lastima el dedo por la fuerza con que lo aprieta. Miles de gotas de sangre le empapan el cuerpo.
La segunda idea es vaciar por completo la parte media del cadáver. Con su cuchillo de combate abre el vientre aún tibio.
Rompe costillas y huesos. Reprime el vómito.
Enciende un cigarro y se lo deja en la boca para que el humo disimule la pestilencia.
Con destemplanza divide los intestinos. Abre en ellos fisuras, resquicios que le causan vértigo, jala esas franjas de carne concatenada, esas tiras colmadas de vueltas, de bultos intermitentes que le recuerdan, tan sólo un poco, lo infinito.
Separa el bazo y siente la sed más grande que ha tenido en su vida.
Corta de manera meticulosa el estómago para no derramar su contenido. Decide ponerlo lejos, junto a unas flores amarillas. Verlo en el suelo le revuelve las propias tripas; sin embargo, no deja de examinarlo. Se pone de cuclillas y pica con el dedo la entraña repleta de alimentos a medio digerir. De inmediato, siente una punzada en su propio estómago. Concluye que el animal muerto es ahora una extensión de sí mismo: se sabe vinculado al corcel de por vida.
Corta el corazón. Lo desconcierta la dureza de la víscera.
Amputa el hígado. Lo aprieta hasta que se desbarata.
Desprende los pulmones y se siente desairado al pensar cómo es su vida en este punto.
Luego de horas de trabajo y una cajetilla completa, deja hueco al caballo.
Su tercera idea es meterse dentro del cadáver. Es un hombre pequeño y puede hacerlo sin demasiado esfuerzo.
Una vez dentro, se sienta con las piernas cruzadas una encima de la otra. Acerca su cabeza a su vientre lo más que puede sin llegar a lastimarse. Junta la piel abierta con ambas manos y cierra la enorme herida. Siguiendo un ritmo pausado, eleva la espalda y los hombros para empujar la piel de su víctima y simular que el caballo respira. Su intención es hacer creer a los enemigos que se trata de un animal herido o moribundo con el fin de que se acerquen a mirarlo, quizás a asistirlo. Entonces, el guerrillero saldrá del interior y los atacará por sorpresa.
Un capitán ve a lo lejos algo que le llama la atención.
2
Una caja de cartón con cincuenta grillos muertos lleva el anciano. Una lápida de mármol, cuarteada en una esquina, lleva el hombre que lo acompaña. Caminan sobre la carretera. La luz de una camioneta les ilumina los pasos. Al llegar al kilómetro ciento veinte, se internan hacia el campo. Se detienen frente a una zanja poco profunda. En el fondo hay algunas rocas volcánicas y varios montículos de arena. Don Evaristo señala hacia adelante. Casio arroja la lápida. La arena amortigua su caída. El viejo observa el interior de la zanja y piensa que es una ironía, pero la piedra más viva de todas es justamente la lápida: tiene más vida porque fue pulida, labrada, porque lleva escrito el nombre de una mujer y porque ha recorrido varios caminos (de la ciudad al pueblo y del pueblo hasta la zanja por lo menos). Además, reflexiona, es muy probable que aquel trozo de mármol esté embrujado, que lleve dentro un alma, un ánima, igual que los seres vivos. Las rocas a su alrededor, en cambio, son piedras muertas, enlutadas, acostumbradas a la inercia y al silencio.
Don Evaristo voltea la caja de cartón. Los insectos caen al suelo cerca de sus pies. Hace unos meses mandó comprar varias cajas con cien grillos muertos cada una. Pagó bastante dinero por el pedido. Éstos que arrojó al pasto son los que no llegó a utilizar.
El viejo se sacude el pie. Está cansado. El aire frío lo hace sentir enfermo. Su mano y su cabeza se mueven de forma espasmódica. Tras la muerte de su mujer, los síntomas del Parkinson se recrudecieron.
De entre el montón de grillos tiesos, uno salta de pronto. Don Evaristo lo observa y piensa que es una ironía, pero el grillo más muerto de todos es justo el que acaba de moverse; es el más muerto porque estuvo atrapado durante meses en medio de un montón de cadáveres. Además, reflexiona, el insecto pudo mirar y sentir, reproducida por cien y luego por cincuenta, la imagen de la muerte; pudo comprender hasta el hartazgo cómo será su fin inevitable.
El viejo y Casio caminan de regreso a la camioneta. El segundo conduce. Están a hora y media del pueblo donde viven.
Ya entrada la madrugada, llegan a la casa que don Evaristo mandó construir después de que Justina, su esposa, falleciera hace cinco años. El hombre no pudo pasar ni una noche solo en el rancho que compartió con su mujer durante décadas. Tuvo que irse a un motel. Vivió allí casi cinco años, hasta que su nueva casa fue terminada. La construcción llevó mucho tiempo debido al constante cambio de ideas y de planes.
Se despide de Casio. Entra al recinto. Enciende la luz de cada una de las habitaciones. Enseguida va a sentarse junto al bar de la sala. Se prepara un whisky con hielo. Sirve la cantidad de alcohol suficiente para sostener el vaso con la mano afectada por el Parkinson y no derramar ni una gota. Cuando las oscilaciones son bruscas, el líquido llega a rozar los bordes superiores; sin embargo, jamás se desparrama. Cada vez que quiere beber, debe apretar el pulgar contra su barbilla con el fin de frenar un poco el espasmo y dar sorbos precisos. Sus maniobras son teatrales, grotescas, pero sin duda efectivas.
Está consciente de que sería muy sencillo sostener y manejar el vaso con la otra mano, pero prefiere conservar, en la medida de lo posible, sus costumbres de siempre.
Considera que fue un acierto deshacerse de la lápida de su esposa, pero sospecha que es probable que ello no sea suficiente.
De nueva cuenta, permanece atento a los ruidos de la casa. Quiere reconocer de dónde vienen, qué los provoca. Espera no escuchar ninguna voz aterradora, ningún respirar sin explicación. De súbito, las ventanas de la sala se dilatan. El miedo llega a tiempo. El sonido que provocan los cristales al expandirse lo hace temblar. Su mano y su cabeza tiemblan dos veces, por el miedo y por la enfermedad. Don Evaristo se estremece. Su cuerpo entero retiembla. El hombre entonces se repersigna, se rearrepiente. Siente aflicción por haber humillado a su esposa, por haberla vejado y rebajado. Comprende que ahora, como consecuencia, vivirá con pánico de que el espectro de Justina se le aparezca alguna noche, o de que lo torture despacio haciendo ruidos hasta enloquecerlo. Aprieta su mano derecha, teme que sea su esposa la que causa los espasmos como venganza. Quizá sea el ánima invisible de su mujer quien mueve su mano de arriba hacia abajo sin descanso, quien lo compele a asentir con la cabeza una y otra vez. Tal vez la mujer escogió la mano derecha porque con ella se atrevió a golpearla tantas veces; tal vez lo apremia a decir que sí con la cabeza por las numerosas ocasiones en que don Evaristo se negó a sus peticiones, incluso a las más justas, las más simples, las más merecidas.
Unos grillos se escuchan cerca. Pareciera que están dentro de la casa. Los chillidos lo tranquilizan. Piensa que éstos son una prueba de que su idea funciona. Antes de que comenzara la construcción de su casa nueva, mandó colocar un grillo dentro de cada tabique con el que se armarían los muros. Sin excepción alguna, hay un insecto muerto en el interior de los miles de ladrillos que delimitan las habitaciones. El hombre asegura que prefiere escuchar los alaridos de miles de grillos espectrales que escuchar el murmullo más leve de una mujer fantasma.
3
No conozco a mi padre.
Una de las enfermeras le avisa que el director del hospital necesita verlo.
Aníbal sube por el elevador al último piso del edificio. No sabe si lo que escucha es el golpear de las paredes del aparato al ascender o su propio corazón estremecido.
La secretaria lo anuncia.
Dentro de la oficina se encuentran el doctor Moreno (director general de la institución), una mujer flaca y uno de los guardias de seguridad.
A veces, sólo a veces, tengo miedo de que mi padre haya muerto durante la noche y de que en la madrugada se me aparezca su fantasma para pedirme que vengue su muerte. Esto me sucede desde que vi una obra en la plaza. Trataba sobre desquites, muertos y fantasmas. En la obra usaban caballos de verdad, algunos de los personajes llegaban, desde el otro lado de la plaza, montados en animales que mi abuelo cedió para el espectáculo. De hecho, mi abuelo presta siempre sus caballos para los montajes. Se presenta cada año una obra distinta, pero del mismo autor: Shakespeare. Mi abuelo me contó que un año, hace mucho, fue suspendida la obra porque los militares prohibieron cualquier acto público en el pueblo.
El doctor Moreno lo invita a sentarse. Le explica que la mujer a su lado asegura que fue maltratada durante una sesión en el escáner cerebral. Aníbal trabaja como enfermero en un hospital de la ciudad. Su labor principal consiste en atender y dar instrucciones a las personas que se realizan tomografías axiales. La sala donde se llevan a cabo los estudios cerebrales cuenta con una cámara de seguridad, razón por la cual se encuentra presente el guardia.
Un día mi mamá me dijo el nombre completo de mi padre.
El guardia pone la cinta en el aparato de video. Al instante se muestra la imagen. Oprime el botón de avance. La grabación va tan rápido que en la pantalla se observa a personas que entran y salen de la máquina a toda prisa, una tras otra, como si aparecieran y desaparecieran de súbito. Lo único constante es la presencia del aparato y la del enfermero, quien se mueve de un lado a otro de manera fugaz. En cuanto aparece la mujer flaca, el guardia detiene la cinta. La regresa un poco y deja correr el video.
Algunas veces le pedí a mi madre que me contara sobre mi padre; se negó a hacerlo. Otras veces se lo pedí a mi tía. Me dijo que cuando fuera mayor de edad me iba a contar. Ahora tengo treinta años y aún no ha querido hablar sobre el tema.
Con claridad se ve que Aníbal empuja a la paciente bruscamente mientras intentaba subir a la plancha.
Ninguno dice nada.
Todos miran al enfermero. Casi un minuto después, Aníbal habla: «Le ofrezco una disculpa, ando muy distraído. Por un malestar psiquiátrico, mi madre ya no puede valerse por sí misma. Mi padre nunca estuvo con nosotros, no tengo hermanos, ella está sola y me necesita. Esta semana me la he pasado pensando cómo ayudarla y no pongo atención a lo que hago».
La mujer delgada asegura: «Un muchacho preocupado por su madre no puede ser una mala persona. Acepto su disculpa».
Mi mamá se llama Próspera. Es un nombre feo. Muchas veces he pensado que mi madre está hecha de la misma materia que las desilusiones.~
Disfrutamos mucho el fragmento de los demonios de la sangre, Donde podemos adquirirlo? Gracias.