Paola está sola

Un cuento de Chris Aguilar

LA NOCHE ERA fría. Fría como lo es cuando el invierno terminó, pero agradable cuando es el anuncio de la primavera. Fría para apretar los dientes y disfrutar de los grillos que escapan muy pronto a tu oído mientras avanzas por la carretera. El rebote de un bache provocó que cerrara sus delgadas piernas contra mi cintura. Temblaba, sentía castañear sus dientes en mi oreja. Se aferraba con fuerza a la cazadora y sin querer rodeo mi estomago con la mano izquierda. Pidió disculpas, pero en otro bache se arrepintio y en cambio tomó con fuerza mi cinturón.

Reencontrarse con la velocidad es volver a nacer. Después de embarrar el carro contra un poste de luz, era mi vuelta a la adrenalina. Giré el acelerador, el escape tosió y aquella pequeña desconcertada volvió a apretar las piernas. Sentí el contacto cálido de su vulva contra mi espalda, entre nosotros, solo una chamarra negaba el contacto de sus novatos orgasmos: sorpresivos, extraños, dociles. Tristes.

En el bar de Eric y Ana las cosas se enredan los viernes por la noche, principalmente cuando una de sus meseras decide ausentarse. Cuando llegué y noté la prisa de ambos, me puse el delantal y fui toda atención. Cortaba jitomate, cebolla, pepino y aguacate para los nachos; llené los refrigeradores con cerveza; pasé cuentas; conté, saqué, sequé, lavé y llevé vasos; limpié mesas, con sus servilletas llenas de saliva y lápiz labial. Cuando la noche menguó, destapamos tres amargas para relajar los pies.

Ana se dijo fastidiada por el olor de la vieja cafetera, Eric reía con la denuncia y yo no daba mucha importancia a lo que ambos decían. Les conozco hace un par de años; una tarde pregunté por el gerente para pedir una audición con la guitarra y en 5 minutos teníamos una discusión acalorada sobre el rock urbano y su valor.

Eric puede montar pelea contra todos, y todos le quieren – tiene un hábito divertido de simular ser un erudito que a todos agrada. Además, su dislexia lo hace un tipo simpático. Con Ana las cosas son distintas. Hija de una familia conservadora, criada en un colegio de monjas, le cuesta encajar en un mundo donde todos los días se pone a prueba su criterio, su capacidad de asombro; sobre todo si quien hace de pecador es alguien a quien ella estima. Nuestro humor ácido nos hace reir bastante, y solo discutimos cuando me pide no trate de fornicar con sus meseras. Llevaba dos, pero montó en cólera cuando me vio en los baños con su mejor amiga; desde entonces tengo prohibido hacerlo.

Extraño caso el de ellos, tienen un local que da buenos dividendos, pero como aun no hay altar, ella debe volver a casa cuando el negocio cierra. Sobretodo cuando él preside la reunión de Los hermanos de la misericordia los jueves por la mañana en su colonia.

Cuando crei estábamos solos, un ruido seco que vino de la bodega, antecedió la luz amarilla que anunciaba la presencia de Paola. Dibujada por los focos neon de la sala del fondo, apareció con unos jeans negros ajustados, un par de tenis sucios y una camisola que en ella lucia como un faldón. “Terminé con los trapos de la barra, ¿me puedo ir?”, dijo. “Sí”, contestó Eric. “Solo una cosa más, apaga las luces del patio trasero”.

Ana se frotó el mentón y dijo “Dios la proteja”. Como no la conocía, pregunte quien era, y en segundos me pusieron al tanto. Paola había llegado la mañana del martes con el anuncio de solicitud en la mano. Originalmente Eric se negaba a contratar menores de edad; no solo lo prohibe la ley, sino que el ambiente no es el ideal. Pero, cuando esta le dijo que su padre había fallecido apenas un par de semanas atras, no lo dudó. Claro, con la condición de hacerse responsable de la bodega y los trastes en la cocina, lugares donde nadie la podria ver.

Por segunda vez en la noche, Ana mencionó a Dios. Le pedí no hacerlo porque para mí era insultante: nos perdimos en una discusión de aproximadamente una hora. Cuando nos tranquilizamos notamos que Paola yacía dormida en el sillón del fondo. “¿Y sus padres?”, Ana respondió, “Solo tenia a su padre. Se quedaron solos ella y una par de hermanos mayores: 19 y 20”. “Paola, Paola, ¿no van a venir por ti?”, le preguntó Eric. Sin prisa respondió que no. “Es tarde”, dijo y ella volvió a recostar la cabeza.

Nos olvidamos por un momento de ella, porque al escuchar esto, Ana dijo, “en la madre. Eric, pide un taxi”. Pasaron 15 minutos y el taxi estaba en la puerta del bar. Después de un par de besos, Ana se alejaba con las luces del semáforo rasgando el medallon trasero del auto. Antes de subir al carro, Ana me miró divertida y me grito “Ojalá que pronto encuentres a Diosito, amigo”. Eso, eso era lo que detestaba en el nombre de Dios, el ánimo de supremacía moral en quien lo dice.

Cuando volvimos, Eric comenzó a quejarse de Ana, habló y habló. Incómodo y tratando cambiar el tema le dije, “Eric, ¿y esa niña?”, y él, sin dar importancia respondió, “ahorita vienen por ella, su hermano pasa de vez en cuando por aquí”.

Las cervezas sobre la mesa se agotaron. Me pusé de pie y fui al refrigerador. Destapé un par y volví. Como estaba ya un tanto ebrio, el aparatoso aterrizaje sobre la silla de metal produjo un ruido brusco, y Paola que ya dormía reaccionó de pronto. Aturdida se frotó los ojos y tomó su mochila. “Me voy, Eric”, anunció. “Espera que venga tu hermano por ti.” Parada en la puerta miró en ambas direcciones, consultó el reloj y volvió la mirada hacia nosotros. Como no hubo respuesta se fue.

—¿Cuántos años tiene, güey?
—Va a cumplir 17.
—¿No te preocupa que le pueda pasar algo?, son casi las 2 de la mañana
—No puedo hacer nada, si ella no quiere esperar, qué puedo hacer – Tu moto esta afuera; no seas cabrón, llévala.
—Estoy muy cansado, llévala tú.

Eric fue de los primeros en saber que había chocado el carro; el evento fue muy cerca de su negocio. Desde entonces no conducía. Incluso cuando viajaba con algún amigo o en el trasporte publico, me la pasaba tensando los músculos o gritan en cada curva o esquina, “Cuidado, cuidado ahí”, aunque la situación fuera de lo más normal.

—No mames, sabes que no manejo desde hace tiempo.
—Sí, carnal, pero no puedo hacer más, su familia debe estar al pendiente de ella.
—No seas cabrón.
—Además, en lo que calienta la moto ya no la alcanzo.

“Chingada madre, Eric”, le dije, y tomé del cajón de las propinas las llaves. Encendí la moto, esperé que entrara en segundo tiempo y avancé; la busqué por toda la avenida. Estaba en en el cruce de Circunvalación, cobijada por los rayos de un espectacular. Me le emparejé y subió. Mis manos temblaban, los faros de los autos me tenían aterrado. Sin algún claxon sonaba, apretaba el freno intempestivamente, dando pequeños reparos a la moto.

La avenida era larga. Paulatinamente aumenté la velocidad. Mi respiración se normalizaba y sin darme cuenta estaba volando sobre las calles, disfrutando los verdes que me respaldan. Aceleré a fondo y sus manos se aferraban con fuerza a la cazadora.

Cuando bajé la velocidad reposó el rostro sobre mi espalda; estaba aterrada y yo me sentía mal por ello. Qué inhumana forma de encontrarte con tu sexo. Le pregunté si faltaba mucho para su casa y repitió las indicaciones. Llegamos, adentro se escuchaba música. Bajó y como no sabía cómo remediar lo hecho, me tiré un pedo. Abrí los ojos y fingí estar avergonzado.

Nos miramos un momento y ella se echó a reír. Me dio las gracias con un abrazo y entró.~