Pacientes

Un cuento de César Sánchez

 

SÉ QUE NO era Ella, Ella tenía el pelo más largo. Lo sé, pero me conformo con creer que la he visto entre la gente,

a través de la ventanilla del vagón en el que avanzo,

en una estación en la que el metro,

por causas ajenas al consorcio de transportes,

no se ha detenido.

 

Ella dijo: «Cuando todo pase, yo seguiré aquí». Aquí era el taburete de un bar de Malasaña. Ella, pelo liso y castaño y voz que preguntaba, dudaba, regañaba y afirmaba a un tiempo, la mujer, ojos de miel, que no podía quitarme de la cabeza, sonrisa triste y abrigo azul marino, después de que Ruth decidiera abandonarme. Conforme se alejaba hacia la salida, la luz de los focos del techo enmarcó su espalda en un pesebre amarillo, en un amanecer en pleno crepúsculo. Cada partícula del universo cristalizó en una combinación de piel, carne, abrigo y gestos en ese instante. A pesar de ello, no intenté retenerla. No se detiene a las estrellas.

Me pasé por el local todas las tardes de aquella semana. Y todas las tardes del resto del mes. Entretanto, los vínculos que todavía me ataban a mi ex se disolvían a trompicones blandos de llamadas a deshoras y silencios cada vez más frecuentes. Ya lo había hecho en el pasado: explorar los lugares donde me emborrachaba con mis amigos del instituto, la esquina donde mi primera novia y yo nos metíamos mano, los jardines entre Derecho y Filosofía: altar de los desfases y de las risas. Arrancar la costra antes de que la herida cicatrizase.

Al salir del trabajo, cogía el metro. Contemplaba mi reflejo en las ventanillas sobre el fondo negro de los túneles. Avanzaba a buen paso cinco minutos por calles atestadas de parejas de compras o de familias de turistas disfrutando de la novedad. Me agobiaban unas y otras.

Llegaba al bar, me colocaba junto a su taburete, lo más cerca posible del origen, del primer aquí. Si había alguien acodado en el rincón de la barra, cogía el periódico y disimulaba leerlo hasta que quien fuera, casi siempre hombres como yo, terminase. Pedía una cerveza; colocaba el teléfono junto al posavasos. Me la tomaba tranquilo, mirando de reojo a la persona que ocupaba el asiento o a la ausencia de inquilinos, mirando los partidos en el monitor gigante, balonmano, baloncesto, fútbol, waterpolo, esquivando a quienes intentasen establecer contacto visual o iniciar una conversación, echando de menos el aroma a tabaco de cuando se podía fumar en los lugares públicos. No me interesaban ni la gente ni los chismes ni el deporte ni las noticias. Únicamente, el aquí.

Inspeccionaba el móvil de tanto en tanto, solo para comprobar que, como de costumbre, no había guasaps de Ella, desde aquellos últimos en los que nos citamos en el bar. Releía las conversaciones. Las murmuraba de corrido con la vista en el techo. Sofocaba cualquier arrebato de enviar un mensaje. Me daba pánico que las palabras pudieran malinterpretarse. Quería verla, respirarla, escucharla, hablarle. Si hubiera estado allí, no hubiera sabido qué decir, la verdad.

Esperaba un rato. Apuraba la consumición. Me liaba un cigarrillo. Fumaba en la puerta con la mente en blanco, o en modo teletienda, y regresaba a casa.

 

El bar cambió de dueños. Hicieron reformas. La decoración de pub rancio de los ochenta dio paso a un maquillaje moderno de sillones de segunda mano y papel con motivos geométricos. Aún así, yo seguía acudiendo. Daba igual que hiciese frío o que de la puerta colgase el letrero de cerrado por descanso. Daba igual que me sintiera enfermo o cansado, o harto de enviar tijeras y hogueras y cuchillos y cagarros a Ruth, a los que ya jamás me respondía. Me apalancaba en el rincón, que ahora quedaba junto a la máquina del tabaco, pedía una cerveza y miraba.

También, elaboraba estrategias fantásticas. Si no le gustaba yo, ¿quién sería su tipo? Averiguaría qué clase de hombres le interesaban. Me esforzaría en parecerme a ellos. Me apuntaría a un gimnasio. Me implantaría pelo. Me arreglaría la boca. Cambiaría de apariencia. Estudiaría Historia del Arte. Me transformaría en otra persona, incluso. No una, sino muchas veces, en cuanto detectara en su mirada la necesidad del cambio. Ella creería que se emparejaba con personas distintas, cuando en el fondo lo haría siempre conmigo. Teorías sin fundamento, en vacío. Nadie se transforma hasta el punto de perder la identidad. Fantasear por fantasear.

Renuncié a varios viajes. Renuncié a las vacaciones. Me limitaba a explicar la relación de Heidegger con la escolástica a mi audiencia apática, y a ir al bar.

Al año siguiente, se convirtió en una tienda de camisetas. Me asomaba al escaparate por si la veía dentro. Acaso me sonriera la suerte. El azar posee ojos en la nuca, así que no sucedió.

 

Conocí a Lucía, una estudiante de postgrado, por medio de un amigo común, Tomás, el director de su tesis. Quedamos varias veces a la hora a la que yo hacía mi peregrinaje rutinario a Malasaña. Su horario de clases cercaba las citas.

Las visitas al local se espaciaron, hasta que al final renuncié a ellas definitivamente, pese a echarlas en falta como un adicto.

Una tarde, en el cine, mientras el protagonista japonés de la película contemplaba el ocaso sobre un bosque desde la ventana de la habitación de un hotel de montaña, me di cuenta de que amaba a Lucía, de que asumiría el papel de mentor, de amante experimentado, un rol que, en el fondo, detestaba. Entonces, tuve la sensación de que, en ese mismo instante, Ella, la mujer del abrigo, Ella, llegaba a la esquina de la tienda de camisetas, dispuesta, por fin, a esperarme y reunirse conmigo.

 

No volví a verla, salvo en la cama, mientras Lucía resoplaba y se agitaba a mi lado. En sueños, salía a su encuentro mucho después de que Malasaña hubiera dejado de existir, reemplazada por una zona residencial de edificios de piedra negra, que imaginaba como templos de religiones tecnológicas. Me costaba encontrar el sitio donde había estado el bar en el nuevo mapa de plazas, en cuyos centros asomaban obeliscos y fuentes, y avenidas desiertas. Arrancaba trozos de mi ropa y los ataba en los postes de las señales o en los retrovisores de los vehículos aparcados. Acababa desnudo y extraviado en mi propio laberinto.

El aquí se transformó en un allí eterno e inalcanzable.

 

La persigo por un porvenir que no sucederá. La persigo en Lucía, en los platos de las tapas de los bares, en los partidos de waterpolo, en las películas que Ella y yo no vimos, en los silencios de Ruth, en el aire cargado de los andenes del metro. La persigo porque amé a Ruth, porque amo a Lucía. La persigo sin motivo, por causas ajenas al consorcio de transportes.~