Miga de pan
«Desde que se proscribió la idiotez improductiva, hay decenas de lugares como éste por ahí.» Un cuento de Cesar S. Sánchez.
ESTOY EN UNA comida de trabajo. Cuatro hombres de mediana edad y una mujer más joven sentados alrededor de una mesa en un restaurante de 4 tenedores que admite vales de comida. Primer plato: 4 ensaladas y una menestra y «prefiero la tablet porque puedes enchufarte a una videoconferencia en cualquier hotel de la cadena XXX, pues a mí un día la mía me dejó tirado y el delegado de Murcia estuvo a punto de llamar a mi jefe; y cosas de ese pelo corto del eterno combate entre smart phones y tablets, que siempre termina en tablets».
Segundo plato: 2 entrecots con reducción de aceto balsámico y compota de frambuesa y 2 lenguados a la plancha con guarnición de ensalada tropical y «estoy pensando en comprarme un audi, mira que eres nuevo rico con la cantidad de prestaciones que tienen los BMW por menos dinero, ya fue a hablar el entendido que no sabe distinguir entre un yate y una piragua. La mujer, Irene o Carla o Francesca, auditora externa, pasa de segundo», con la insalata tengo más que suficiente.
Postre: pasamos del postre.
Tres expesos, un cortado y una infusión.
No sabría decir quién ha dicho qué y si yo he metido baza en alguna ocasión. Creo que me he alineado con los partidarios del teléfono y que luego he defendido el derecho de cualquier ejecutivo de conducir el coche que le de la gana.
Termino de apurar mi cortado y me doy cuenta de que tengo algo en la otra mano. Tacto suave y familiar. Es un trozo de miga de pan y he debido de manosearlo y darle demasiadas vueltas, porque parece una perla perfecta. ¡Cómo he podido entregarme a este acto tan pueril e improductivo!
Los demás también la miran: la perla de miga. Me miran: al que sujeta la perla de miga. No hablan, solo miran de cara en perla y viceversa. Veo frialdad en sus ojos, reflejos de nácar bajo frentes bronceadas. Caras de perro o de perla. Veo: ¡cómo ha podido entregarse a un acto tan pueril e improductivo!
La temperatura desciende más rápido que el mercurio. No tardan las primeras recriminaciones que enseguida suben de tono. «¡Será idiota!» «¡Se cree que está en un bautizo!» Arenas movedizas y nadie para tirarme una liana. Al poco, volumen al máximo, cero absoluto en ebullición y la indignación en todas las mesas; servicio y comensales murmurando mala leche, por una vez todos de acuerdo. «¡Esto es intolerable!» «¡Lo que hay que ver!» «¡Démosle un escarmiento!»
Creo que la he cagado de verdad.
Salgo por pies del restaurante. Una muchedumbre me persigue: los clientes y cocineros y pinches y camareros a los que se les van uniendo peatones al enterarse de lo que mis compañeros me han sorprendido haciendo. Vociferan. Se desgañitan. Aún tengo la perla de miga de pan en la mano. Tacto demasiado suave y familiar para deshacerme de ella.
Llego a la boca de metro por los pelos. Bajo las escaleras a toda hostia y salto el torniquete ante la mirada atónita de no sé quién, porque no me paro a mirar. Otra transgresión más, otra anomalía infantiloide. ¿Qué me propongo? A este paso, me acabaré linchando yo solito.
Una vez en al andén, no me queda otra que saltar a las vías. Tomo dirección sur como si ¡qué iluso! me dirigiera a casa. Inmersión en el túnel. Me adentro… me afuero en el túnel. Traviesas, cable de contacto, aire fétido y frío como una postal de New York en invierno.
Me detengo a unos 50 metros de la arcada de luz y me oculto en un michinal. Los primeros de la horda ya han llegado al andén y se asoman a fin de localizarme. Respiro un poco más tranquilo. La oscuridad me protege. No se atreverán a saltar. Éste es territorio prohibido, el reino de los parias y las ratas.
Necesito descansar. El suelo está helado, pero servirá para una cabezadita de fugitivo sin fuerzas. Michino michinal y no hay cobertura. Mierda de smart phone. Pienso en los 200 eurazos que me soplarán en la tintorería por quitar las manchas de Dios sabe qué de mi traje de seda hecho a medida. Pienso en mi foto colgada en todos los restaurantes de la ciudad: ¿ha visto a este idiota? en cada poste de teléfono, en cada tintorería.
Michino michinal suena a carantoña de felino y pasa un metro, aunque a todos los efectos es como si lo estuviera soñando.
Noto un tirón en la pierna y doy un respingo.
—Eh, tú, despierta.
Al incorporarme, veo a una mujer a la entrada de mi refugio. La mugre le cubre la cara como una mascarilla de lodos del mar muerto. Más o menos de mi edad, si mi edad fuera un combinado de vodka con zumo de naranja. Las luces de emergencia del túnel crean un ambiente de semáforo en ámbar.
—Tranquilo, no soy de los que querían cogerte. Supongo que estoy aquí por lo mismo que tú. ¿Qué has hecho?
Al principio no se a qué se refiere, pero pronto caigo en que solo puede referirse a una cosa.
—Me pillaron haciendo una bola de miga de pan —respondo abriendo el puño para mostrar mi obra.
—Mal asunto. A mí, pintando un bigote en una revista —dice sin prestar mucha atención—. Me llamo Elvira. Bienvenido al mundo de abajo.
A regañadientes, cojo su mano que, a pesar del frío reinante, está templada como una barra de pan alemán recién horneada. A la cadeneta, salimos del michinal. A la cadeneta, de nuevo dirección sur. Una miradita de reojo por encima del hombro y me aseguro de que los perseguidores ya no están en la estación. La solución apacigua a la jauría con tal de que el zorro no vuelva a asomar la nariz. Para bien o para mal, empiezo a ponerme en el lugar del zorro.
A través de un hueco en la pared de ladrillos, accedemos a otro tipo de galerías.
—¿Adónde me llevas?
Cables por doquier. Luces de emergencia. Tubo corrugado. Placas triangulares en las que un hombre es atravesado, ensartado literalmente por un rayo.
—A tu nuevo hogar.
—¿Qué es todo esto?
—Cámaras de cables de la compañía eléctrica. No toques las bandejas, nunca se sabe si habrá derivaciones. Desde aquí pasaremos al alcantarillado. De ahí a los conductos de ventilación de los subterráneos.
—¿Cómo eres capaz de orientarte?
—Cuando lleves tanto tiempo como yo aquí, tú también lo harás.
Tuberías de plomo. Humedad y moho. Limo en techos abovedados. Ratas de alcantarilla marrones o pardas o grises. Hay que hacer verdaderos esfuerzos para no pisarlas.
—Nunca pensé que esto fuera tan grande, ni que hubiera tantas bombillas.
—¿Cómo ibas a pensarlo si no tenías que vivir aquí?
Conforme avanzamos siento que me alejo un poco más de mi loft, de mis chaquetas de Armani, de mis fondos de inversión, de mis colecciones de relojes y gafas de sol. Mi mundo sustituido por canalizaciones de aguas fecales, curvas de acero galvanizado, ratas de conducto de ventilación y el culo de Elvira retenido por unas mallas con agujeros aquí y allá.
Hay tantas ratas por todos lados, que enseguida me acostumbro a ellas y ellas a mí. Ratas gordas de rabos cortos. Ratas escuálidas con rabos como enredaderas. Ratas con ojos rojos y ratas tuertas.
Luego de arrastrarnos tragando polvo y piedrecitas a lo largo de una grieta que me parece que nunca se va a terminar, el muro de hormigón nos alumbra a un recinto con columnas. Hogueras salpicadas por toda su extensión, a simple vista inabarcable. Tiendas de campaña construidas con sacos y ropa vieja y toldos con estampados floridos. Olor a parrilla y algo que suelo identificar con mi miedo instintivo a los garajes.
—Por si no lo sabes estamos en el parking del hotel Astoria. En el primero que se construyó y que jamás llegó a usarse. —Me informa Elvira, guardando en su cinturón la linterna que nos hemos visto obligados a usar en la última parte del recorrido.
Bajamos un terraplén de escombros y enfilamos un pasillo que parece despejado. Las personas con las que nos cruzamos saludan a mi guía y dan la impresión de no preocuparse demasiado por mí.
—Hola, Elvi, ¿conseguiste los folios que te pedí? —Pregunta una mujer de pelo dorado vestida con un batín de guata y zapatillas de andar por casa.
—No, Nati, no. He tenido que suspender la búsqueda —responde mi acompañante mirándome de reojo.
—Ah, claro, otro más.
—No te preocupes. Mañana te pondré la primera de la lista.
La mujer me mira de arriba abajo. Luego sigue su camino.
—Es una platónica —me dice Elvira mientras avanzamos por el pasillo de nuevo cogidos de la mano.
—¿Una platónica?
—Sí. Llamamos platónicos a los que solo se enamoran platónicamente. Los folios son para escribir cartas a su amado del momento.
Ante mi cara de extrañeza, prosigue:
—Verás, en el refugio hay muchas clases de gente: los que se chupan el dedo, los que se muerden las uñas, los que se sacan mocos en los semáforos mientras esperan en el coche, los que hacen pucheros cuando algo no sale como tenían previsto. Y luego estamos los artistas: los que pintan garabatos en libros, libretas de notas o catálogos; los que como yo dibujan bigotes o emborronan dientes en fotos de revistas, o los que como tú hacen figuras con miga de pan. Y muchas más que ya irás conociendo. Desde que se proscribió la idiotez improductiva, hay decenas de lugares como éste por ahí. Por cierto, no me has dicho tu nombre.
Por cierto que no se lo he dicho. Me miro las manos. Están negras de grasa y barro. Me las limpio en la americana.
—Me llamo Alberto. Encantado de conocerte y gracias por lo que has hecho por mí.
Elvira sonríe.
—Ya hemos llegado —dice a continuación.
Ante mí, un cobertizo hecho con paredes de cartón y contrachapado. Techo de Uralita. Amianto del bueno. A pesar de todo, resulta acogedor.
—Es mi casa. De momento puedes quedarte. Descansa, que has tenido un día muy ajetreado.
Entramos en la chabola: una cocina de gas, una mesa camilla, dos sillas de cocina, pilas y pilas de revistas apoyadas en las paredes, todo en una sola pieza ni grande ni pequeña.
—Solo hay una cama —digo.
—Ya nos apañaremos más tarde. Ahora tengo que dejarte. Voy a participar en una performance de los vandálicos. Vamos a jugar al fútbol en una de las calles más comerciales de la ciudad. Mientras tanto puedes acostarte.
Me imagino la escena. Uno de los porteros saca de puerta. El balón bota sobre el capó de un coche. Un delantero controla la pelota y chuta y a la mierda el escaparate de una perfumería. Así hasta que se monte el Cristo padre. Elvira me adivina el pensamiento.
—Todavía es pronto para ti. Ya te llegará la oportunidad.
—¿Volverás?
—Claro, ¿adónde voy a ir? Esta es mi casa.
—¿Podremos jugar a los médicos cuando regreses?
Lo he dicho. En efecto, al decir mi nombre he cortado amarras definitivamente. Elvira tiene sonrisa fácil. Me gusta su sonrisa y también la gente a la que no le cuesta sonreír, aunque su sonrisa me disguste.
—Ya veremos —deja caer y sale de la casa.
El ya veremos suena de maravilla.
Estoy molido. He de descansar un rato. Me siento en una silla y pongo los pies en la otra y no ceso de preguntarme si seré capaz de adaptarme a la nueva situación. Ni me molesto en sacudir las manchas de mi pantalón.
Al rato, me tumbo en la cama y tampoco consigo conciliar el sueño. Tumbado, el sonido que harán los muelles del somier cuando Elvira regrese me lo impide. Además mis dedos dan vuelta y vueltas a la bola de miga de pan, mientras mi mente sueña despierta: almacenar toda la miga que pueda hasta construir una montaña, despensa de los escultores de miga, regar la montaña para que la miga se mantenga húmeda y dúctil; y sueño dormido: figuras, no solo esferas, el culo de Elvira con miga de pan, su cuerpo a tamaño natural con miga de pan, e incluso a escala ampliada, sus pies ocupando varias plazas de aparcamiento, estancias de fin de semana en el ombligo de la escultura de miga de Elvira, después columnas y el parking con miga de pan… y, con miga de pan, el hotel Astoria a tamaño real y la ciudad y el mundo. Un mundo blando de miga de pan que sustituya al mundo de arriba.
Noto un tirón en la pierna.
—Eh, Alberto, despierta.
Al abrir los ojos veo a Elvira. De su cuello cuelga un estetoscopio. ¿De dónde lo habrá sacado? Mejor no preguntar.
Me besa en los labios. Dios sabe por qué razón le habré gustado con todo esta parafernalia de rolex, mocasines italianos y corbata a juego con los calcetines.
Me dejo hacer. Los coleccionaré. Coleccionaré estetoscopios. Seguro que hay coleccionistas de todo tipo por aquí. Me dejo auscultar y llevar hacia un diagnóstico sin retorno.
Haré estetoscopios de miga de pan. Eso haré a partir de ahora.~
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