Midori
Un cuento de Rafael Tiburcio García
A Alfonso Valencia
A Diego Castillo Quintero
A Eduardo García Gómez
TARDÉ SEIS MESES en aprenderme el nombre de mi segundo novio aunque sólo tardé un mes para acostarme con él. Hasta que tuve necesidad de susurrar su nombre entre las sábanas caí en la cuenta de que había estado llamándolo por su apodo.
A él le daba igual. Todos lo conocían como Midori, un sobrenombre difundido por él mismo. Midori significa verde en japonés y es un nombre femenino; a él no le importaba. El niño tenía todas las películas de Satoshi Kon, las obras completas de Osamu Tezuka y un boxset de lujo de Evangelion que guardaba bajo llave.
Esa tarde supe su nombre, Eduardo, y eso me bastó durante los meses siguientes hasta su cumpleaños cuando, además de conocer sus apellidos, me enteré de que cumplía diecisiete y no dieciocho como yo creía, lo cual frustró mis planes de demandarlo por estupro si me cortaba.
La forma en que nos conocimos fue más extraña: nos presentó Toño, mi exnovio, en el tianguis contracultural de los domingos que se ponía junto al ayuntamiento. Yo detestaba ese lugar; él lo adoraba.
Midori llegaba con un caballete de madera vieja, hecho por él mismo, y se ponía a pintar al aire libre en papel Fabriano Tiepolo; su mayor influencia era Bacon, Bacon y Katsuhiro Otomo; sus cuadros: impresionantes, violentos, seres a medio camino entre amasijos de carne devorados por cables y metal que recordaban la estética de Shinya Tsukamoto, aunque no recuerdo que haya vendido uno solo de ellos. A veces se rebajaba, ganaba dinero dibujando la versión manga de los chavos del tianguis o de algún turista despistado atraído por el olor de la marihuana y el rock rupestre que sonaba toda la mañana. No volvimos a ir después de que nos hicimos novios.
Él me interesó porque siempre se burlaba del grupo de estudios sociológicos que Toño tomaba con dos chavas de la unam en el quiosco.
—Hasta en la contracultura hay tetos leyendo al Pato Donald —le decía a sus amigos, procurando que yo lo escuchara.
El día que por fin Toño me lo presentó, Midori vestía un cosplay de Eriol, personaje de Cardcaptor Sakura; tenía el cabello azul y un báculo de sol naciente.
—Es que vengo de una convención —se justificó—. Gané el segundo lugar.
En ese momento me enamoré. Estuvimos juntos toda la tarde platicando de Tlatelolco, de rock instrumental, filosofía de preparatoria, tribus urbanas.
—¿Qué eres? —le pregunté.
—Yo me considero otaku, pero para la banda soy hipster, friki, cada etiqueta que me ponen… también me gusta el post rock, los premios Herralde y los Alfaguara (te evitan la molestia de buscar buenos libros), las video instalaciones, la Frikipedia.
Tenemos la misma edad y nacimos el mismo mes, aunque no el mismo signo zodiacal, ni siquiera en el horóscopo chino: él es cerdo, yo soy perra. De eso me enteré a la mala.
Al principio me preguntaba si podía haber alguien mejor que ese niño. Yo lo adoraba, hasta que un día me contaron que lo vieron agarrado de la mano de uno de sus amigos, Gerardo, que tiene los mismos apellidos que él, sin parentesco alguno. Cuando le pregunté lo negó todo y nunca supe la verdad. Fue la primera cosa que fracturó nuestro noviazgo.
—Te voy a demostrar que soy bien hombrecito —dijo para reconciliarnos.
Fue cuando nos acostamos la primera vez en casa de uno de sus amigos drogadictos. Casi me pongo a llorar cuando no supe qué nombre gritar en medio del orgasmo. Grité Midori un par de veces pero sonaba muy raro.
—Quita esa cara larga —me dijo y yo probé por primera vez la marihuana. No me dieron ganas de volver a llorar esa semana.
Luego me dijo:
—No sabes cuánto semen me ha costado el pago puntual de tus ausencias —citando de memoria a Saúl Ibargoyen, y yo me morí de risa.
Después me leyó unos versos de su autoría. —Entonces qué, ¿la hago en esto o mejor me dedico a capar puercos? —preguntó muy serio.
Yo le respondí que mejor vendiera animes en la fayuca o, de plano, hot cakes en las ferias y él puso carita de perro triste.
Le dije que no me malentendiera, sus poemas eran buenos pero me recordaban tanto a Luis Antonio de Villena que lo mejor para él sería alejarse de cualquier actividad que pudiera fermentar su homosexualismo.
Dejó de hacerme el amor, se masturbó y puso un disco de Rovo, una banda japonesa de música instrumental, mientras miraba por la ventana. Me sentí mal y culpé a la hierba por mi sinceridad. Por fortuna él olvidó todo cuando salimos del viaje. Al menos eso me hizo creer.
Los días siguientes los pasamos drogados y todo nos parecía hermoso, estábamos en esa edad en la que pocas cosas nos preocupan y las que sí, no son en realidad tan importantes. Con la marihuana se me fueron las ganas de estudiar y creo que mis padres lo notaron, así que tuve que dejarla prematuramente.
Midori sólo se dedicaba a cultivar sus intereses: el anime le gustaba más que el manga porque, según él, este último era un poco más difícil de conseguir.
—Prefiero aplastarme diez horas frente a la tele que tener que bajar de la internet, página por página, los 26 volúmenes de un manga lleno de plot twists.
A veces nos metíamos a su cuarto a escondidas de sus padres y él me empezaba a dar cátedras de música:
—Escucha a esta banda —me decía y se la pasaba horas platicándome por qué prefería el rock instrumental al rock cantado—. Escuchamos la música con pasión, pero aun así nuestra generación no tiene ceremonias —era su argumento preferido, me lo debió haber dicho unas catorce veces y ninguna de ellas me explicó por qué.
Mientras tanto, los rumores de su relación con Gerardo no disminuían.
Unos días después de una sesión de sexo particularmente espectacular recibí un mensaje de su ex. No sé cómo consiguió mi correo electrónico pero el caso es que la mustia esa me invitaba a tomarnos un café.
En aquella cita me enteré de que la muy zorra estaba ardidísima porque a leguas se notaba que soy más guapa que ella y porque él y yo habíamos empezado a salir apenas un mes después de que ellos tronaron. Me dijo, como todos, que le echara el ojo a su amigo Gerardo y que no me encariñara demasiado. Antes de que la mandara al diablo todavía estaba de amarranavajas:
—Aparte de la marihuana, le gusta el arroz con popote, por eso lo dejé.
—De hecho fui yo quien la mandó a volar —me dijo él cuando lo confronté—. La pobre es paisanita, su idea de romance es escuchar a Sin Bandera y ver Titanic. Nunca entendió mis gustos e intereses. Una mente simple requería una relación simple, por eso me ponía el cuerno con el indito ese con el que estudiaba.
Los días siguientes empezó el maratón Guadalupe-Reyes. En la prepa teníamos dos meses de vacaciones y nos dedicábamos a socializar con todos nuestros amigos y a asistir a galerías y exposiciones. En las galerías de arte conceptual él tiraba su chamarra al piso y, cuando regresábamos, había un montón de idiotas fotografiándola.
Él era un amor: tenía un repelente natural de zorras; les hablaba del último ensayo de Fredric Jameson o del concepto subyacente en la más lenta de las videoinstalaciones de Bill Viola y ellas se iban a buscar a cualquier idiota ebrio que las tratara como les gustaba. Pero en verdad, era un amor: cuando se le acercaban zorras de esas que se sienten hipsters y fingen los mismos intereses de con quien quieren acostarse, él simplemente las ignoraba o les hablaba del Flying Spaghetti Monster o los Chuck Norris Facts. Al menos nunca tuve miedo de que me cambiara por una de ésas.
Las únicas veces que no me divertía era cuando bebíamos en casa de Gerardo; él se la pasaba diciéndole que me fuera a dejar y se regresara, y que si se empedaba mucho se quedara a dormir.
Yo nunca supe si lo hacía o no pero era frikiante. Hay quienes dicen que sí.
Uno de esos días estaba muy aburrida. Midori y Gerardo se habían ido a acampar y a mí se me hizo fácil verme con Toño en su casa. Toño también estaba ardido porque los tres se conocían desde que eran pequeños y no se le hacía onda que Midori saliera conmigo.
Después de esa ocasión, nos vimos varias veces. En una de ésas me dijo que de chiquitos se quedaban juntos a dormir en casa de Gerardo, que habían empezado a tomar como a los once años y que sus padres nunca les decían nada. Y como eran amigos, desde entonces se dormían abrazados.
Me dijo que aún conservaban ese mismo hábito.
—No me consta, pero hay quien dice que lo violaron de chiquito, porque tiene unas manías extrañas, como aquella vez que se disfrazó de muñeca.
Yo le insistí que fue para un concurso de Rozen Maiden, pero Toño no se lo creía.
Midori se quedaba cada vez más con Gerardo. Me empezaron a entrar los celos y como soy muy práctica, en vez de armarle alguna escena, empecé a irme otra vez al motel con Toño. Él no era (ni estaba) tan bueno y además la tenía más chica, pero de esa manera se me hacía más fácil: no tenía que pelear con Midori por despecho y, de todos modos, ya no nos importaba mucho lo que hiciera el otro.
En una ocasión Toño agarró un pedo fenomenal en el motel; yo me había robado una botella de la casa de mi abuelo, un licor de melón que se llama justamente Midori y que es muy suavecito aunque pega con ganas. Toño se fijó en eso y a media botella ya estaba en un plan muy malacopa, por eso soltó todo el chisme.
—Su padre era alcohólico —me dijo—. Hay una historia rara: en su familia tienen fama de incestuosos, con las tías y toda la cosa, y se dice que el señor tenía algo que ver con sus sobrinos. A mí me late que, si de verdad lo violaron de chavito, fue su jefe o uno de sus tíos.
Yo no lo podía creer y ese día discutimos. Fue cuando Toño empezó a portarse como antes de que cortáramos. La última vez que estuvimos en el motel fue porque Toño, de plano, volvió a golpearme: se ardía siempre que yo le ganaba una discusión.
Para colmo, esa vez nos cachó Midori. El motel estaba en la misma colonia en la que vivían Toño y la exnovia de Midori y, por lo mismo, la cosa se puso muy tensa. Le reclamé por qué venía de ver a la zorra esa. Me dijo que lo había hecho, pero que había ido para arreglar lo que ella estaba diciendo de él. Cuando él me reclamó a mí, usé mi última carta y le dije todo lo que me contó Toño.
—Puñal no soy —insistió—. Los gatos y perros machos duermen juntos, y juegan y se abrazan y se lamen, y no por eso son puñales. Gerardo y yo somos como hermanos, hasta tenemos los mismos apellidos. ¿Qué tiene de malo demostrarlo en público y decirle que lo quiero?
Dejamos de vernos. También dejé de verme con Toño por un tiempo.
Después de enero empecé a recibir muchas llamadas telefónicas extrañas, sobre todo de señores que me preguntaban cuánto cobraba y dónde podíamos vernos. La situación se fue haciendo más incómoda hasta que terminé cambiando mi número.
Un día me encontré con Midori e hicimos las paces. Volvimos a salir. Él prometió que ya no se vería tanto con Gerardo si yo dejaba de ver a Toño. Me pareció justo.
Nos reconciliamos en el motel y, mientras lo hacíamos, me pidió de repente que le metiera un dedo; luego me pidió otro, y otro más. Fue muy extraño, aunque la verdad no puedo decir que me haya desagradado.
Después vino mi cumpleaños. Fue un día extraño porque ahí estaba Toño, que se llevaba muy bien con mis papás, y Midori con Gerardo, que se la pasaron en un rincón platicando de la última temporada de anime.
Todo parecía ir bien hasta que la exnovia de Midori me mandó otro mensaje. No supe cómo consiguió mi número. La fui a ver por curiosidad (no lo hubiera hecho); lo que dijo en verdad me enfureció.
En los avisos oportunos del periódico EL NECRONOMÍSTA, en la sección de «Varios 2», que es donde se anuncian las pirujas y las teiboleras, había un anuncio en negritas: «Horas completas, las que aguantes, tu casa o la mía. Morena flaquita lolita», seguido de mi número telefónico.
La fulana me enseñó varios anuncios de fechas distintas que coincidían con las semanas que me estuvieron marcando los tipos guarros.
Me enojé tanto que le dije a mis papás. De un modo u otro ellos terminaron enterándose de que yo ya era sexualmente activa y los muy culeros me mandaron a terapia. A cambio de eso me ayudaron, le dieron mi caso a un abogado que tenía fama de hijo de la chingada, para que metieran a la cárcel a Midori, por estupro, corrupción de menores, difamación… y no sé cuántos cargos más que se inventó.
Un martes, un día después del cumpleaños de Midori, me fui con él al motel y le pedí que lo hiciéramos muchas veces y por todos lados. Me dolió, la verdad, pero también me gustó, más que otras veces. Cuando nos despedimos le pedí su nombre completo; él me lo dijo y me invitó a la fiesta que sus papás le harían el sábado.
Al día siguiente fui a ver al abogado y dejamos listos los papeles.
El viernes tiré todas mis cartas. Le dije que estaba muy enojada por lo que había hecho, que su exnovia me había contado todo y le eché en cara los anuncios.
Cuando le enseñé una de las páginas de «Varios 2» él me miró sorprendido, luego se rio como nunca en la vida y me dijo:
—Si serás pendeja, eso no lo hice yo.
Ya no fui a su fiesta de cumpleaños.
Midori me mandó al diablo una semana después de que me aprendí su nombre. Lástima, parecía ir tan bien.
Un día antes de demandarlo, Toño me dijo que no se iba a poder, había ido a la fiesta y Midori no había cumplido dieciocho años, sino diecisiete. Primero me enojé muchísimo, luego até algunos cabos: Toño y la zorra eran casi vecinos.
Le pedí a Toño que nos fuéramos al motel, para consolarme.
Cuando metí la demanda cambié el nombre de Eduardo por el de Toño.~
“Midori” es un cuento que pertenece al libro Cuentos de bajo presupuesto (Cecultah, 2014), merecedor del Premio de Cuento Ricardo Garibay 2014.
Me dieron ganas de madrearme a todos los personajes, no tolero a los pendejos. Y al autor le invitaría una chela pero no sé si se lo tome a mal.
Si de verdad te dan ganas de ponerles una madriza significa que no están tan mal caracterizados, aunque sean insufribles. Je, je, je.
Y unas chelas no estarían mal.