Marcela y el Rey al fin juntos en el paseo costero
Un cuento de Luis Humberto Crosthwaite, intervención de Rodolfo JM.
Primera parte: Marcela
ELLA TENÍA UN gato, su único compañero; pero ahora está sola de nuevo. Los años, como el gato, se han salido por la ventana llevándose los muebles y la alfombra.
Suena el reloj.
Se levanta, se baña y se viste. Alcanza el primer camión rumbo al Centro y llega al trabajo antes que el resto de sus compañeras. Toma su lugar frente al mismo escritorio, frente a la misma máquina de escribir y frente a las mismas tareas.
Ocho horas después, sale y camina durante el mismo rumbo.
Igual que siempre.
Nadie la saluda.
Nadie le dice «con permiso».
El rocanrol nunca llegó hasta ella.
Es la verdad.
Ella nunca llegó hasta el rocanrol.
Nadie le invita un café por las tardes ni la lleva a bailar ni a cenar, ni siquiera a pizcar tomates en un rancho gringo al otro lado de la frontera.
Su vida se ha convertido en uno, dos, tres… (se levanta, se baña, se viste…) No comprendió que existen variaciones: uno tres dos, dos tres uno, tres uno dos.
Marcela tiene cuarenta años y poco a poco (adiós Marcela) el viento se la lleva mar adentro.
Entiende que las telenovelas son un consuelo cuando una de las protagonistas se llama igual que ella y vive feliz con su esposo.
Hubo una época en que comprendió a la gente.
Fue una de sus múltiples etapas: caminaba por las calles populosas y se entretenía escuchando las voces.
Fíjate que:
mi hermano se robó a la mujer de mi primo,
los yanquis andan metiéndose con Irak, qué cabrones,
no puedo dejar la pinche borrachera, ¡salud!
Fulanito lleva tres semanas en la cárcel.
Lo comprendía todo.
Fue la etapa más constructiva de su vida –ella misma lo dijo. Ser comprensiva era ideal y educativo pero no tardó en acabarse. La indiferencia de los transeúntes hizo que dejaran de importarle.
Nadie le decía «dispense usted» y ella decidió no decírselo a nadie.
Así estaba bien.
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Debido a estas circunstancias (Marcela siempre de malas), su único acompañante optó por la vida feliz y reproductiva de los gatos callejeros.
Amén: despreciar a la gente también es bueno, de vez en cuando.
Era otra etapa, le diría al Rey poco después.
La última antes de la playa, antes de que abandonara el Centro, donde la gente es incolora, y permaneciera sentada junto a las ruinas del Paseo Costero.
Descubrió que muchos de los que caminaban por ahí se parecían a ella. Se acostumbró a mirarlos. Todos con su propio estilo y a la vez idénticos.
Como Marcela. Qué caray. Uno de esos días miró al Rey por primera vez.
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Segunda parte: El Rey
En la frontera es común encontrar a seres como Elvis. Vagabundos que, a menudo borrachos, rondan los parques, duermen sobre las bancas o se tiran junto a las licorerías esperando que se los lleve la policía o el olvido.
Who ever comes first.
Así Morrison, Joplin, Hendrix.
La figura de Elvis, gorda y plateada, con brillantes en el cinturón y en los dedos, apareció de repente pidiendo rumbos para regresar a su penthouse de Las Vegas.
Pobrecito: no sabía que todo se acabó.
The End, dijo Morrison alguna vez.
Elvis se acercó a un transeúnte. Le dijo:
—I’ve been so lonely, I’ve been so lonely I could die.
Pero éste siguió su camino a través de la avenida Revolución.
Sin responder.
Después Elvis miró a un agente de tránsito. Le gritó:
—Oh let me be (oh let him be) your teddy bear.
El policía no pareció conmoverse. En la cárcel, el triste gringo fue despojado de los diamantes que adornaban su vestuario, tomados a cambio de la multa, y después arrojado a la calle con unos cuantos pesos de vuelto.
Elvis era un cuarentón que no se apenaba con el trabajo. Intentó conseguirlo aunque es difícil en las grandes fronteras. Había pocos lugares que aún utilizaban música en vivo. En La Estrella se negaron; en El Mike’s acababan de contratar a una cantante de blues, pesadota la chava.
Los demás lo miraban de pies a cabeza.
—Te pareces demasiado al Rey —decían.
Sus intentos por explicar fueron inútiles.
Tuvo la ocurrencia de cantar en los camiones urbanos pero fue rechazado del primero al que se subió. Los pasajeros preferían a niños cantando norteñas y no a gordos patilludos que cantaban rocanrol. Ellos qué sabían. Además, su mala suerte lo llevó a tomar la ruta Kilómetro Once-Los Pinos, donde la gente suele ser más apretada que de costumbre.
Quizás en otras rutas, se decía. Quién sabe.
Debido a esta decepción, Elvis dejó de peinarse y enflaqueció grotescamente; su ropa se convirtió en harapos y de ese modo (alguien dijo que no le restaba otra alternativa) fue como intentó molestar a las señoritas que se paseaban por el Paseo Costero.
Tampoco resultó.
Tú y yo sabemos que el Rey nació para cantar.
Nada más.
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Tercera parte: El mar
En aquella época uno podía estacionar su VW y observar en la playa a muchos tipos como Elvis, repudiados por su apariencia y olor desagradable, por sus barbas largas y su cabello ensortijado, lleno de mugre. Tal vez hablando solos o gritando que son el Rey, cada uno un rey distinto.
¿Cuántas veces este escritor, sentado bajo una sombrilla enorme, bebiendo agua de coco, especuló sobre cuál de ellos era el verdadero rey?
Hace varios años.
Ahora ya no existe el Paseo Costero.
Una gran tormenta dejó a las calles mordidas como una gran torta de atún, los restaurantes y sitios bonitos hechos pedazos, carcomidos como víctimas del tiempo y no de la marea alta con sus olas y su sal.
Las esquinas sin semáforos.
Las cuadras sin esquinas.
A nadie le gusta el espectáculo triste del Paseo Costero.
Unos cuantos bañistas de vez en cuando.
Y el gringo caminando solitario, escribiendo su nombre en la arena y mirando cómo desaparece entre espuma y sargazo.
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Elvis.
En algunas ocasiones caminaba rumbo al norte hasta toparse con la frontera.
La frontera era un muro bastante grande que decía:
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Hubo días de heroísmo en que el Rey intentó traspasarlo; pero, tan sólo se introducía unos cuantos metros al vecino país, los guardianes se acercaban con sus pistolotas.
Elvis ya no daba explicaciones, se sentía demasiado solo. Escribía en la arena «ámame ténder, ámame suit» y regresaba apesadumbrado.
En cierta ocasión entró al mar y se estuvo largo rato en las aguas del Pacífico. Las olas subían y bajaban como un requinto de Carlos Santana, llanto de la tierra, sonrisa del cielo. Cuando salió, su aspecto aún era desagradable pero su olor era como el de un puerto pesquero, dulce para este escritor, desagradable para otros.
Una mujer pasaba su tiempo contemplándolo sin tristeza ni alegría. Eran los únicos en la playa. El sol se acercó unos milímetros.
—Soy el Rey. Me llamo Elvis.
Extrañamente, ella pareció comprender.
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Cuarta parte: La frontera
Emocionado, el Rey habló con Marcela sobre Buddy Holly, Priscilla, el movimiento rítmico que podría existir en todas las caderas (no dijo «pelvis»); habló sobre la adicción a las drogas, de cómo ganar al 21 en algunos casinos de Las Vegas y de la frontera, parada en el norte desde hace mucho tiempo.
—Esa es —le dijo, señalando el muro.
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Marcela le contó de su trabajo, de su antiguo gato malagradecido, de las horas extras y de los impuestos. También le impartió un curso intensivo de taquigrafía, usando la arena como pizarrón.
Se enamoraron de inmediato. A Marcela no le interesó que Elvis fuera divorciado.
Caminaron hacia el norte, platicando, hasta que se encontraron con el muro. Marcela dijo que de cerca no era tan grande como parecía de lejos.
Así fue como ella, estando sin nada que hacer, decidió traspasar el famoso límite que llaman La Frontera, conocido en otros lugares como la línea de crucecitas dibujada en todos los mapas y que nos enseñan a respetar en la primaria.
El Rey hizo lo mismo.
Ambos comenzaron su recorrido por la playa, sin rumbo fijo. Poco después llegaron los guardianes.
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Quinta parte: Lo último
Marcela y Elvis al fin juntos.
Los otros, los tontos, gritaron stop. Aparecieron los helicópteros con sus mejores lámparas para señalarlos. Elvis se sintió en concierto.
Llegaron los periodistas y la televisión mientras ellos seguían caminando y el muro, en la distancia, se hacía diminuto hasta desaparecer.
Los guardianes comenzaron a disparar.
¿Sirven las balas para algo?
Marcela y Elvis siguieron caminando. Ella recibía el rocanrol por primera vez. Él cantaba sus éxitos de antaño bajo la intensa luz de los helicópteros.
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Había en todo aquello algo mucho mejor que en Las Vegas.
La gente tonta nunca comprendió que sus pistolas no existían para Marcela y el Rey, que eran, como la frontera, sólo cruces pequeñas en un mapa quemado hace mucho tiempo.~
Gracias por subir este cuento, los estaba buscando.