Lot

«La única duda que tuvo fue si había cerrado las puertas al entrar. Pensó en Cristo y en la virgen María sólo por costumbre, pero no sufrió ni un instante.»

A woman confessing to a priest. Engraving by H. Austen after J. Herbert. Wellcome Library, London

A woman confessing to a priest. Engraving by H. Austen after J. Herbert. Wellcome Library, London

TRATABA DE PENSAR  en un dios misericordioso, pero a su mente acudían sólo imágenes de fuego. No podía dejar de pensar en el infierno como un castigo físico. Siempre se ha representado así, con torturas surgidas de las cabezas más atroces de la historia. Piel desgarrada, ojos saliéndose de sus cuencas, líquidos múltiples, pegajosos e hirvientes escapando del cuerpo por todas sus ventanas. Dios misericordioso, sí, y vírgenes que son la misma y mártires con flechas y jalados de los miembros. Huesos dislocados. Dios misericordioso no aparece. En su lugar gritos: la imagen del fuego.

Treinta años de ser el único sacerdote del pueblo. Un pueblo de unas cuatrocientas personas diseminadas a orillas de la carretera en casas firmes y pequeñas. Y polvorientas como todo el Estado. Ha escuchado todos los pecados. Por lo menos los de trescientas personas —tres cuartas partes del pueblo— más los de uno que otro peregrino, algún viajero en apuros y sobrinos de visita que se han confesado con él. Nunca ejerció su investidura en tierra ajena. Echó raíz.

La tarde de la Teresa. La noche de la Mónica. La mañana de las hijas de Jaramillo. Esos fueron los tres cantos de gallo que anunciaron su caída. La fe siempre intacta, sin embargo, porque a este sacerdote, Manuel Estero, nunca se le reprochó nada. La fe no se quiebra si no se le lanzan piedras.

Arriba del alzacuellos todo siempre corrió suave. Fechas y nombres y letanías danzaban siempre debajo de su lengua. Nunca se equivocó ex cathedra, como dice la fe que debe ser. Pregonó humildad: dormía en una cama de piedra; pobreza: comía lo que le sobraba a los demás; justicia: hacía frente al gobierno cuando las tierras peligraban. Su fe era su ley. Quizás por eso nunca reflexionó demasiado sobre lo poco que creía las historias que contaba: los evangelios, las cartas, el deuteronomio. El génesis y el apocalipsis, por dios, alfa y omega de la metáfora. Manuel era evolucionista y tenía mucho de poeta.

Rezaba para dar ejemplo, pero por dentro recordaba las mejores jugadas que vio en las Grandes Ligas. Era seguidor del Toro Valenzuela, como todos. Y también pensaba en los senos de la Teresa. ¡Cómo volvía la imagen de sus pezones prietos y erectos una y otra vez! Las braguitas de la Mónica. El swing de Canseco, sobre todo cuando apenas firmó con Oakland. La cama de la Mónica. Un triple play que le tocó ver en el parque de los Cafeteros. Amén. Y volver a empezar, segundo misterio, todos repitiendo el mantra. En su cabeza otra vez la Teresa, a quien sólo tuvo una sola tarde.

Una vez le dijeron que se parecía a san Pedro. Había una pintura en la catedral de la capital en la que el apóstol empuñaba unas llaves y dejaba ver su rostro a medio perfil. Eran idénticos. Se dejó crecer la barba un tiempo sólo para intensificar el efecto. Luego se rasuró porque el polvo se le juntaba entre los pelos.

Debajo del cuello ardía, como todo muchacho. Una mañana abrió temprano la iglesia. Creo que era domingo de ramos, pero no lo sé porque no estuve ahí. Yo llegué al final de esta historia y empecé a escribirla. Lo que narro ahora lo reconstruí de pedacerías recogidas en el pueblo. Palabras ligeras y alientos cortos. Odio. Pero qué importa si la narración es verdad precisa o no si el padre ya no está y sólo queda su historia. Para ser más precisos, la última parte de su historia. Los hombres mueren cuando las historias apenas nacen. Y las palabras no mueren: las ruinas duran más que los imperios.

En fin. Convengamos en que era domingo de ramos. Abrió la iglesia temprano y ahí nomás se le acercaron las dos muchachas. Caminaban siempre una muy cerca de la otra. Yo no recuerdo sus nombres y seguramente el padre Manuel Estero tampoco los recordaba, pero yo sé que eran las hijas de Jaramillo y el padre también lo sabía. Las saludó levantando la ceja y preguntándoles qué hacían ahí tan temprano. Ellas miraron el suelo, que era más bien puro polvo. Entraron los tres a la capellanía.

Una vez dentro el padre dijo «Ave María purísima», pero ellas no contestaron. El padre levantó los ojos de su estola. Ellas mantuvieron la mirada. Las dos. Los ojos de Manuel Estero iban de una a la otra, vacilando. Y entonces comenzó la confesión en forma de caricias simultáneas, casi paralelas. Era una confesión de amor.

Nunca supo Manuel Estero, me dijeron, la razón de la calentura de las Jaramillo. La investidura es poderosa. Tampoco supo cómo frenar el carro de la lujuria. La única duda que tuvo fue si había cerrado las puertas al entrar. Pensó en Cristo y en la virgen María sólo por costumbre, pero no sufrió ni un instante.

 

La fe permaneció intacta
Unos días más tarde se encontró en el primer renglón de este relato: amarrado a un poste de teléfonos pelón de cables, inmóvil, tratando de invocar a un dios misericordioso pero conjurando involuntariamente el fuego del infierno. Por lo menos la mitad del pueblo estaba ahí, gritando injurias, alzando palos, Jaramillo al frente. Se había roto el secreto. El final de la vida terrena del padre Manuel Estero estaba muy cerca.

Sólo entonces se le resquebrajó la fe. Todo su edificio de axiomas agnósticos se vino abajo y empezó a creer de verdad. Acabó la función de teatro evangelizador. Comenzó a creer en la vida eterna cuando sintió que el castigo de su muerte era justo. El infierno se le subió a las barbas. Levantó la mirada ante una antorcha que le acarició el rostro. Miró al fondo, las vio. Sintió la tibieza del ser humano en la base del cráneo.

A lo lejos la Teresa y la Mónica formaban grupo con las Jaramillo. Todas miraban el espectáculo mordiéndose las uñas. Estaban nerviosas y asustadas. Habían conocido a un hombre pero nunca habían visto a un mártir. La más grande de las cuatro tenía catorce años.~