Los visitantes de la noche

Por Ana María Morales

 

Dama Guirauda

“Fue duelo y pecado, pues habéis
de saber que jamás nadie en el mundo
se separó de ella sin que le hubiese
dado de comer”

La canción de la cruzada albigense

Guirauda de Lavaur no pudo contener un estremecimiento. Lo que podría haber sido el suceso feliz de estar en posibilidad de darle un heredero a su señor y su feudo se empañaba por un miedo que le estrangulaba la respiración. Termes había caído. Apenas un par de años atrás el mundo era hermoso –a ella en realidad le apenaba el no haber sido capaz de despreciar el mundo, pero fue por un momento que no le importó que los Bons Hommes y las Bonnes Femmes dijeran que era producto del demonio–, el sol brillaba, los trovadores cantaban, las noches y los días olían a vida y sus hijos debían venir a este mundo no para reproducir una creación demoníaca, sino para vivir y dar gloria a Lavaur, a los Peyre y los de Laurac. Y entonces llegaron ellos, los cruzados, con su sangriento símbolo en el pecho y la muerte y el fuego en sus manos. Su señor Guilhem había dicho en una ocasión: “no quiero ser salvado por un símbolo semejante”. Era verdad. ¿Cómo podían esos hombres creer que un instrumento de tortura y muerte podría protegerlos o simbolizar alguna causa justa? ¿Cómo eran capaces de decir que limpiaban al mundo de una herejía cuando lo único que hacían era desposeer a los legítimos dueños de los feudos y asesinar a su gente?

Humillaron al conde Raymond de Toulouse y algunos se preocuparon y empezaron a mirar con otros ojos lo que sucedía. Mataron a todos en Béziers y el país entero contuvo la respiración. Entonces confiaron en sus castillos, fortalezas cimeras e inaccesibles. Pero Carcassona había caído en apenas quince días. El hermoso vizconde Raimon-Roger –valiente, caballeroso, amado por todos, cantado por los trovadores– había sido felonamente aprehendido cuando parlamentaba durante el sitio y después envenenado en un calabozo de su propio castillo para que el usurpador pudiera llamarse a sí mismo “Vizconde de Carcassona y Béziers”. El asesino había llorado hipócritamente ante su cuerpo que se expuso durante varios días para que todos, todos, sufrieran por su pérdida, para que la esperanza de su liberación y regreso muriera en los corazones ante la visión de la podredumbre de su cadáver. Pero no todo había salido como quería De Montfort. El cadáver de Raimon-Roger Trencavel no se corrompió con la rapidez que era lógica en un calor como el de ese terrible otoño: el señor parecía dormido, siguió así, hermoso y presente en su señorío, recordándole al traidor norteño y al abad de Citeaux quién era el señor natural de Carcassona. Pensar en Simón de Montfort era toda una prueba para Guirauda. Su madre le había instruido en no dejarse engañar por el diablo y no ceder a la tentación de los sentimientos, y todas las Bonnes Femmes le repetían que no debía odiar, que era una artimaña del demonio para atarnos a este mundo. Pero ella se permitía un momento de odio por Montfort. El año anterior había visto a su hermano rechinar los dientes y afirmar que nunca se sometería a un usurpador venido del norte. “Aymeric –se dijo– nunca hincará la rodilla delante del asesino de su señor”.

Las consecuencias fueron terribles. El año anterior Montfort había hecho de su hermano un faidit, un desposeído. Él había perdido Laurac. La hermosa ciudad en la que brillaba el sol, la fortaleza desde la cual su familia había señoreado desde hacía tanto tiempo, donde habían recibido a los grandes señores del Mediodía, había caído. Aymeric de Montreal, señor de Laurac, su amado hermano, había emprendido un camino de amarga resistencia tratando de arrancar de las manos de los conquistadores lo que legítimamente era suyo, y ahora había llegado a Lavaur. Al frente de sus caballeros, alto, delgado, hermoso, con sus oscuros cabellos ondeando tras de sí, entró apresurado al castillo y mandó cerrar todos los accesos. Contó primero en alta voz que venía a socorrer a su hermana, quien en su viudez debía defender el castillo y más tarde, en susurros reservados para su consejo de guerra –entre los de Aymeric y los del castillo eran más de 80 caballeros y esa fuerza había sido un pequeño consuelo para su alma–, cómo desde las negociaciones y rendición de los principales faidits que se habían refugiado en Las-tours y después la del propio Pierre-Roger de Cabaret, la situación se había hecho desesperada; cómo todo el país estaba a un paso de seguir la suerte de la Montaña Negra y Corbieres, cómo ni Minerva ni Termes habían sido capaces de resistirse a Simón de Montfort. El perro del Norte había sitiado y finalmente ganado castillos que todos pensaban imbatibles y, como ahora era capaz de dirigirse hacia Toulusse, Aymeric había decidido encaminarse a Lavaur. Era ella, Guirauda, el más querido de los seres que aún vivían en un mundo que desaparecía a una velocidad que ni él ni nadie en el Languedoc pudo prever ni en sus peores pesadillas. Ante las palabras de su hermoso hermano, al que apenas conocía y sólo había visto en contadas ocasiones antes de ahora, los ojos de la dama se llenaron de lágrimas, pero no las dejó caer.

Guirauda hizo preparar la mejor cena que pudo. Aunque su madre era una Bonna Dama, la dieta de un perfecto no era lo que podía mantener en pie a un guerrero como Aymeric. Se dirigió a la cocina, la comida que había ordenado estaba a punto. Regresó al salón e invitó a sus huéspedes a comer. Pidió el agua que, en seguida, le trajeron. Cuando se hubieron lavado, se sentaron. Los sirvientes pusieron los bancos y las tablas de la mesa, los manteles blancos y bellos, y saleros y cuchillos; luego el pan, y más tarde el vino en copas de plata. Pan y vino, carne y pescado, algunas aves asadas, jamón y tocino. Guirauda estaba decidida a no demostrar el temor a que esa fuera la última vez que podía servir una mesa así. Aunque su mesa no fuera la del Grial, como se lo habían enseñado, terminó la comida y se dispuso la fruta de la noche. Uvas, dátiles, higos, nueces, granadas, y, finalmente, uno de los electuarios de la colección que una vez había tenido el castillo: gingebrada para recuperar el ánimo, acompañado de viejo vino de moras y claro jarope. La conversación no decaía y Guirauda paseó su mirada entre todos sus huéspedes. Después bajó a revisar que nadie se hubiera quedado sin recibir un trozo de carne, una porción de alubias, al menos un poco de pan y vino. No podía evitarlo, siempre le había angustiado enormemente que la gente sufriera.

Esa noche el tiempo pasó lentamente, pero los relatos que contaban Aymeric y sus caballeros eran tan atroces que ella esperaba que se disiparan cuando la luz saliera.  La forma en que había caído Termes la impresionó casi más que el relato de la hoguera de Minerve –tal vez porque en esta ocasión en verdad parecía increíble que la bienvenida agua que había llenado las cisternas de Termes hubiera sido la causa de la muerte de tantos. Aymeric repitió en varias ocasiones que era muy importante prepararse para resistir, que si había caído Termes –defendida por Raymond de Termes, cristiano devoto, como su propia familia–, situado en una cima tan alta, sobre un pico inaccesible y rodeado de barrancos y gargantas terribles, nadie estaba a salvo. El señor Raymond ahora estaba preso en Carcassona y nadie dudaba ya que correría la misma suerte que Raimon-Roger Trencavel. Oliverio era ahora un faidit.

Ya muy tarde, Guirauda se dirigió a su cama y se recostó. El niño que esperaba aún no le impedía moverse con alguna agilidad, pero ya le imponía un ritmo menos apremiante que el que se necesitaba si, como habían dicho, iba a ser Lavaur la próxima parada de Simón de Montfort. Aún podía oír, al retirar el cobertor, el susurro de Aymeric diciendo “Montsegur” y su propia voz respondiendo “No”.

En lo más profundo de la noche Guirauda oyó los golpes y los lamentos. Se levantó extrañada de no encontrar a nadie a su lado; sin embargo se dirigió hacia el salón y hacia la puerta. Nada podía pasarle, pues su hermano ya había dispuesto las guardias y llegar a ella, señora y encinta, era casi imposible. Afuera de su habitación todo era dolor y desesperación. Hombres y mujeres estaban de rodillas llorando, algunos caballeros apretaban los puños y otros las dagas, las mujeres levantaban los ojos al cielo o se cubrían con los mantos para no ver el drama que se desarrollaba a la entrada. Guirauda avanzó cada vez más curiosa, pero cuando al fin le abrieron paso lamentó haberlo hecho: casi un centenar de hombres formaban una cuerda espantosa. Guirauda no encontraba palabras para describirse el espectáculo que tenía enfrente: hombres, o lo que habían sido hombres, presentaban una sangrienta masa donde antes había habido un rostro humano. Sin narices, sin labios, los ojos vaciados y purulentas llagas por toda la superficie de su atormentada faz. No se atrevió a apartar sus ojos de los pobres desdichados.

Venciendo el horror y repugnancia que le producían, Guirauda se dirigió hasta donde estaban y trató de consolarlos con las más tiernas palabras que encontró. Nada había que pudiera hacer ella por acabar su dolor físico, pero creía que podía ayudarlos en su desesperación. Hizo venir a varios Bons Hommes y Bonnes Femmes y les pidió que los ayudaran, que los prepararan a morir en paz; hizo venir a un sacerdote y le pidió lo mismo. Con sus propias manos acercó un tarro de agua a la boca sin labio superior de uno de ellos que, tras tragar con un ruido atroz y profundo, le habló con una voz que nunca olvidaría, llena de tintes silbantes y escupiendo una saliva tan negra como el demonio que había permitido que sucediera algo tan espantoso. Guirauda no podía recordar las palabras exactas que le había dicho, pero sabía que le había pedido que se fuera de Lavaur, le había dicho que quedarse en el castillo era esperar ya no la muerte, sino la deshonra y la tortura.

Cuando Guirauda trató de explicarle que nunca huiría, que ella era la señora y era responsable por su castillo y su gente, el hombre sólo pudo escupir: “debéis iros, vos, Aymeric, todos los caballeros, hacedlo por el futuro” y su saliva roja y negra manchó la ropa de la dama y dejó en su vientre una huella que, aunque trató de borrar, se resistió a desaparecer. “Todos los caballeros”, ¿cómo se podían marchar los caballeros? Guirauda hubiera querido decirle que no se preocupara, que era enternecedor que su pueblo los amara, pero que en realidad ellos eran los que corrían menos peligro; después de todo, la guerra era cosa de caballeros. Todos esos pequeños supuestos que tenía desde niña y que hacían que el mundo fuera un lugar conocido latieron en su lengua, pero no pudo decir ni una palabra; fue como si una fuerza oculta le impidiera mentir. Después no recordó más, empezó a llover torrencialmente y a pesar de que el agua inundaba el suelo y mojaba su cara, su pelo y su ropa, no podía limpiar la sangre y ésta sólo se arrastraba, repartiéndose por cada hueco de la torre. Guirauda puso su mano en su vientre y vio cómo la mancha de sangre en lugar de aclararse se hacía cada vez más negra.

 

Los hombres de Bram

Cuando esa mañana Guirauda le contó a Aymeric su sueño, él le confirmó que en verdad había sucedido –ella lo sabía, claro que sí, porque a su castillo llegaban creyentes y perfectos de todas partes para tener un respiro de paz y muchos de ellos le había contado la historia–. Justamente un año antes, Simón de Montfort, en castigo a la oposición de los faidaits y los señores de Cabaret, al ataque a algunos castillos tomados por los cruzados y a la resistencia del pueblo de Bram, había ordenado la feroz mutilación que ella había visto en su sueño. Cien hombres –sin narices, sin el labio superior y con las cuencas vacías– fueron puestos en una cuerda de ciegos y al frente dejaron a un desdichado a quien se habían conformado con sacarle un ojo para que pudiera guiar a sus compañeros. Los mandaron a Cabaret y ahí –después de sembrar la indignación y el horror tanto entre señores como entre villanos– habían ido muriendo. “Piadosamente –dijo Aymeric– casi todos han muerto ya”.

Esa mañana de abril, cubierta por su manto y al sol de la primavera, Guirauda sintió un gran frío y por primera vez tuvo miedo y deseó no estar embarazada. Si la muerte la sorprendía con un hijo en su vientre no podría recibir el consolamentum y entonces ¿qué sería de su alma? No le quiso decir a nadie, ni a Aymeric, que se hubiera reído, ni a ninguna de las doncellas que la asistían, que el terror mayor que había pasado ese día no se debía a las noticias sobre el avance de la cruzada, sino a la apenas perceptible mancha de sangre y mugre que tenía su camisa y que ella no recordaba haber visto el día anterior.

 

El sitio

Las primeras luces del amanecer trajeron nuevas poco esperanzadoras. Algunos hombres y mujeres, casi todos ellos villanos y artesanos, salieron de Lavaur en cuanto las puertas se abrieron. En contraste, tres parejas de Bonnes Femmes fueron depositadas casi al mismo tiempo en la casa de asistencia del castillo. Adentro de la torre algunos caballeros se preparaban para seguir la rutina del cambio de turno. Otros preferían esperar a que Aymeric dispusiera algunas mejoras de las que se había hablado la noche anterior.

Era el 15 de marzo. Aymeric, casi sin prisas, se puso la cota de malla y la sobreveste de tela. La visión del rojo y el oro por un momento lo hicieron sonreír. Los vigías ya habían visto la vanguardia del ejército cruzado y aunque ya en una ocasión él había subestimado esa fuerza, en esta ocasión no sucedería lo mismo.

En los últimos días Guirauda oía la voz de su madre a cada momento y sólo esperaba que su hijo pudiera nacer antes de la caída del castillo. La obsesionaba la imposibilidad de convertirse en perfecta como su madre.

 

El fin

Sucio, herido, atado, hermoso, blanco, poderoso: la idea que los trovadores tenían de un caballero meridional se materializaba en aquel al que obligaron a arrodillarse para que con su estatura no humillara a Simón de Montfort. Así compareció Aymeric de Montréal ante el vencedor de Lavaur. No había nada, ni una fibra de su ser que no quisiera lanzarse sobre él y destruirlo. Pero Montfort no era tonto y se había asegurado que Aymeric estuviera bien atado y sujeto.

Era el tres de mayo. Era la primavera más atroz del Mediodía. Nadie podía creer lo que estaba viendo. Nunca antes un caballero había sido tratado como un criminal común. Pero era cierto. El patíbulo levantado en la plaza del castillo se iba a usar para colgar a los caballeros del castillo.

Hermoso y alto, blanco y orgulloso, Aymeric de Montreal, señor de Laurac, subió a la odiosa armazón que crujió bajo su peso. Lo obligaron a bajar la cabeza para que pudiera pasar el lazo de cuerda y, en ese momento, quienes estaban cerca pudieron ver una luz feroz brillar en los ojos del caballero. Entonces abrieron la trampilla y Aymeric cayó. Todos los presentes, incluso aquellos que no eran sino aventureros y mercenarios, sintieron un retazo de horror por la transformación que había tenido la figura digna y hermosa del caballero antes de empezar a balancearse grotescamente en la horca. La piel –blanca a pesar del sol del Mediodía– empezó a congestionarse y después a ponerse azulosa, las manos –tan bellas y blancas como las de una dama– se estremecían, se abrían, se cerraban revelando un paroxismo que nadie sabría contener; los suaves cabellos de cálido tono marrón se agitaban ahora sin ninguna gracia. Y entonces algo pasó. La horca entera se vino abajo. Aymeric de Montreal yacía en el suelo gesticulando, tosiendo y agitándose como un perro que trata de no ahogarse. “La horca de Montfort es para villanos, no es suficiente para soportar a un caballero”.

No lo era. Pero de cualquier manera se rearmó y el propio Montfort ordenó que un verdugo se encargara de Aymeric y los caballeros de Lavaur. Tras un largo lapso, en el que sólo se oyeron los huesos crujir y los jadeos de quienes se ahogaban, los ochenta caballeros estaban colgados. Nunca nadie había visto algo semejante.

Cuatrocientos buenos cristianos esperaban la muerte en la hoguera.

Guirauda ya no se enteró de la muerte de Aymeric. La última cosa que su mente registró fue el momento en que agradeció ser arrojada a un pozo. Durante mucho tiempo, no supo nunca cuánto –minutos, horas, días–, lo único que había sentido era dolor, humillación y rabia. Había estado presente cuando Montfort entró a la torre y ordenó aprenderlos a todos. Guirauda levantó la cabeza, una hija de la casa de Laurac-Montreal no bajaba la cabeza ante nadie, y esperó. De Montfort no se había dirigido a ella, pero la Dama vio la seña destinada a uno de sus hombres. La levantaron sin ningún tipo de cortesía y la sacaron al patio. El hombre habló con otros y entonces el horror descendió sobre ella. La primera vez trató de resistir y los golpes la dejaron casi inconsciente; la segunda y la tercera resistió y resistió hasta que las manos que la estaban destrozando la tendieron de forma que no podía moverse. Después recordaba haber suplicado por su hijo que aún habitaba en su vientre mancillado. Entonces escuchó: “¿acaso no es hijo de tu hermano?”, “¿porque él es mejor que nosotros?, para las putas incestuosas como tú no hay hijos, ¡abre las piernas, perra!, si él podía entrar ¿por qué no entrar todos?”. Las injurias consiguieron alejarla de todo durante un breve minuto: de las violaciones que se sucedían una tras otra y en las que ella no veía nada sino las bocas negras, desdentadas y apestosas que en ocasiones se acercaban demasiado a su rostro, los ojos enrojecidos que miraban sus pechos y su vientre, unas manos sucias que la apretaban y separaban sus piernas y se clavaban en sus pechos y, en un par de ocasiones, los asquerosos miembros que se acercaban amoratados para herirla de nuevo. Su vientre se convirtió en una tortura que nada mitigaba y el peso de los hombres, uno tras otro, se volvió una pesadilla nebulosa. Pensó en su señor Guilhem y cómo su hijo había sido concebido, y pensó en Aymeric y cómo había luchado cada minuto de ese último y espantoso mes, y pensó en su sangre, que orgullosa había señoreado sobre la planicie de Casteldaunary. Era demasiado. Su mente quería huir, dejar este mundo que ahora sabía era creación del demonio, olvidar la carne lastimada que era la prisión de su luz, de su alma; pero algo más viejo que sus creencias también quiso rebelarse para ayudarla a decir en voz alta que ella era Guirauda, la Dama de Lavaur. Que Guilhem era el padre de su hijo y que su hijo –ese hijo que no había sido obstáculo para que la estuvieran mancillado– era un caballero y que hubiera podido ser señor de todos aquellos que la estaban destrozado. Abrió la boca para gritar de nuevo que ella era la Dama de Lavaur, pero una boca asquerosa se posó sobre la suya y sintió los dientes y la lengua sucios que acallaban su grito. Entonces dejó de saber qué sucedía a su alrededor.

Despertó. Su cuerpo hecho jirones había sido arrojado a un pozo. Guirauda levantó la vista esperando ver el cielo, pero lo único que alcanzó a ver fue la primera de las piedras que cayeron sobre su cabeza y su ya destrozado y sangrante cuerpo. Guirauda también alcanzó a desear que, ya que su alma no podría llegar en esta ocasión a la gloria de Dios, ojalá pudiera regresar rápido y en el cuerpo de un hombre y ojalá que cuando volviera Simón de Montfort aún estuviera en este mundo.

El cuerpo es una cosa misteriosa, agotados todos los miedos viejos es capaz de producir nuevos. Guirauda gritó al sentir el golpe de la primera roca y oyó una voz que decía: “sigan, sigan, hasta que se calle”. No pudo evitar gritar de nuevo.~