Los fantasmas de las corrientes
Un cuento de Helena González Sáez
No sé si existen los fantasmas: restos de personas muertas, ectoplasmas, personalidades que vuelven para comunicar con nosotros después de su muerte. Resulta chocante para mi racionalidad pensar en algo así, pero voy a dejarlo en suspenso porque hay tantas cosas raras y escucho tantas experiencias extraordinarias, que… No, estoy mintiendo. Miento porque yo misma he experimentado en mi propio cuerpo algunos sucesos que llevan la contraria al raciocinio. Al raciocinio o a ese órgano cultural que busca siempre la coherencia literal del lenguaje, como si fuera el lenguaje la realidad misma, como si el diminuto pacto social en el que nos movemos fuera el Universo entero.
Pienso, tengo la sensación, el barrunto oscuro de que algo hay, aunque cualquier intento de explicación se me vuelve inmediatamente banal, insuficiente…Quizá únicamente si recurro a la idea de lo numinoso: aquello inaccesible a la razón y que nuestra sensibilidad percibe gracias a su enorme complejidad, pero que nuestro pensamiento no puede interpretar puesto que no puede tratarlo como una identidad. Solo esta idea de numen parece señalarme un camino bien orientado.
Pero el fantasma de este cuento es – a diferencia de un encuentro mágico en el bosque, o la llamada telefónica de un ser querido fallecido – el fantasma de este cuento es terrorífico. Este fantasma es la demostración de nuestro empeño inconsciente en aferrarnos y recrear los aspectos más oscuros de las imágenes de nuestra dependencia. Imágenes triunfantes de las que nos enamoramos, a las que rendimos culto, a las que ponemos mesa y mantel. Imágenes bien definidas de una circulación amorfa de amarguras indefinibles, enlazadas con asuntos lanzados a la oscuridad del olvido –por molestos, por añorados, admirados… Imágenes que se configuran gracias a algo que parece evaporarse de nuestras divagaciones emocionales o que quizá sean nuestras emociones mismas fluyendo en la proximidad de nuestros cuerpos como líquidos invisibles.
Todo aquello que se va metiendo bajo la alfombra, se convierte en el barro con el que modelamos nuestras máscaras familiares. En ese subsuelo amasamos febrilmente figuras para mitigar nuestro desamparo, pero lo que hacemos es destilar la materia de la que están hechos los fantasmas.
La superficie de la conciencia aparece muy ordenada y meticulosa, como los servicios de una mesa en un restaurante de lujo: cada cubierto para cada plato, cada copa para cada vino. Esta es la rigidez del tirano que ya murió, dejando insertadas en nuestras sensibilidades sus normas, sus ruidos y sus gruñidos, como balizas para reconocer nuestro mundo familiar, para sentirnos a gusto en la atmósfera cerrada de sus corrientes.
El tirano murió, la lujuria que polarizaba se fue disolviendo en el ambiente, ocupando lugares más discretos y comunes. La mujer banal y caprichosa, la piter-pana, la actriz pegada a su propia máscara, la mujer de alma tan profunda como un charco de lluvia pura, desapareció con él, pero sus presencias y sus influencias mutuas se barajaron con una fuerza formidable. Una fuerza que generó tal conmoción en las estructuras de nuestras relaciones, que nos dejó perfectamente preparadas para lo que iba a venir.
El tirano murió, la obscenidad desapareció durante un tiempo, o al menos se mitigó. Parecía no haber nadie dispuesta a exhibir sus oros, sus virtudes, sus logros en la vida, sus opiniones como dogmas, como conquistas de la humanidad toda, como lo único que hacer de cierto valor en este mundo.
Hubo un momento en el que pensé que desaparecido el tirano seríamos libres, podríamos poner los pies sobre la mesa, hablar sin parar, discutir sin enfadarnos, enfadarnos con remedio… en fin: hacer fiestas para celebrar su ausencia. Durante un tiempo me pareció que hubiera lugar para otra cosa, para cierta desorganizada luminosidad, para la memoria. Y quizá fuera acertado mi atisbo de movimientos en ese sentido, al menos de los míos estoy cierta. Pero ahora sé que era mi alegría la que enturbiaba mi mirada sobre los hechos, haciéndome pensar en una liberación, cuando lo que estábamos viviendo era un periodo de transición hacia la siguiente tiranía. Estábamos invocando a lo que ya era un fantasma, para que viniera a incorporarse de nuevo al puesto que parecía haber abandonado. No podíamos vivir sin él.
Las corrientes eran tan fuertes que nadie podía nadar en su contra por mucho tiempo. Invisibles, oscuras, como vientos helados, circulaban entre aquellas personas satisfaciendo las necesidades de su genealogía. Rumores vagos, temblores, inseguridades, recuerdos, se movían a su alrededor como jugando vertiginosas partidas de ajedrez repetidas como series infinitas de ceros y unos en mil combinaciones. Y fue entonces, en un momento preciso, sin azar, fue entonces cuando él –que venía caminando desde lejos en el tiempo- apareció.
Llegó hasta allí como una víctima de aquel nuevo lugar. La imposición de sus condiciones para aceptar y ser aceptado, pasó por una queja a la que todos se doblegaron: porque le estaban esperando. El era la respuesta a su invocación colectiva.
Llegó observándolo todo desde la distancia de su oscuridad, haciendo entrar en sí las gélidas corrientes, identificándolas como algo propio, congeniando con ellas. Permaneció agazapado observando cuales eran las necesidades de todas aquellas personas, dándoles a cada cual lo suyo. Puso a cada uno en su lugar en relación a sí mismo, allanando los estorbos, traduciendo los obstáculos como ofensas que nadie deseaba infligirle. Regalaba a cada cual lo que sabía que esa persona deseaba y así se hizo pasar por un hombre bueno. Y allí solo él hablaba a gusto, solo él reía a gusto, solo él mandaba.
Lo sé porque estuve sentada en una mesa junto a él. Su influencia se estiraba y se encogía, sobrevolaba la mesa, la rodeaba incluyéndonos en su abrazo. No le hablé, no le miré: solo pude temerle.~
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