Lo que fuimos
Un texto de Manuela della Fontana
MUCHO ANTES DE que esta historia empezara a escribirse o al menos perfilarse como cierta, acabábamos de ser trasportados Javier y yo, por el torbellino del agua y después, engullidos por el desagüe de la bañera. Por suerte todo había sucedido demasiado rápido para ser conscientes de cuanto ocurría: que ninguno de los dos éramos ya nosotros; que no era yo, ni siquiera Javier era ya él, solo el fluir de unos cuerpos que el remolino de agua se tragaba avaricioso, cañería abajo.
Suena tan increíble dicho de este modo, surrealista casi, que es ahora momentos después, y sigo sin encontrar explicación a este nuevo estado en el que nos encontrábamos, tan liviano, casi etéreo, inexistente, en el que ni siquiera podíamos ofrecer resistencia mientras el agua nos llevaba. De haber adivinado un final así, tal vez hubiéramos acelerado nuestras ganas de convertir en un aullido lo que se agitaba dentro de nosotros momentos antes, ese ardor que empezaba por la punta de la nariz y crecía abriéndose paso infame, aflojando nuestras piernas, que de ligeras no sentíamos.
Lo achacamos primero al calor, después a la desesperación del deseo, pero ambos sabíamos que era mucho más que eso. El agua templada de la bañera, la altivez de nuestros cuerpos, la espuma, quien sabe si el temor de que al abrir los ojos todo aquello no fuera cierto. Y sin embargo era todo real, tan real que todavía siento el mordisco de Javier en mis labios y la expresión de sus ojos fijos en los míos y el agua teñida de rojo.
Pero todo empezó mucho antes, unas semanas antes. Por entonces no lo atribuí a aquel elixir hecho de hierbas del Dr. Yang que Javier tomaba para su decaimiento, y le hacía sentir además de más elocuente, otro en su modo de comportarse conmigo: más generoso y vivo. Unas gotas de aquel elixir antes de cada comida, decía el prospecto que obraba el prodigio. Por mi parte también yo me sentía cansada, la pesadez de mis días no me dejaba dormir, me mostraba esquiva en mis encuentros con él, se imponía la urgencia de ese milagro cuanto antes.
Tan pronto, lo probé, me sentí también yo diferente, nueva, más liviana, como una pluma; sobre todo en la noche, cuando con el roce de sus vaivenes amorosos, las sabanas se convertían en una pista de aterrizaje improvisada, y me sentía capaz de volar abrazada al cuello de Javier por las dunas de mis sueños. Deberían de haberme visto, el abatimiento de esa vida convertida en costumbre, todo parecía haber cobrado sentido: lo vivido y lo soñado, todo se mezclaba en un engaño con nombre propio.
Empecé a aumentar la dosis a escondidas, unas gotas antes del desayuno, otras a mitad de mañana. Viajaba en el metro con la imagen de los hombros desnudos de Javier incrustados en mi cerebro, esquivando las miradas de cuantos atraídos por esta felicidad recién descubierta en mis ojos, se sentían con derecho a compartir conmigo un pedacito de mi cielo. Mi cara me delataba. Mi boca era una invitación callada al placer. Todos querían tocarme, formar parte de mi vida, de estos momentos prohibidos que eran solo míos. Nunca había despertado tanto interés entre el público masculino, lo confieso.
Más que caminar volaba como un pajarillo, flotaba, ya ni comía, era capaz de mantenerme despierta toda la noche, sin acusar cansancio al despertar. Nunca me había sentido mejor, la piel mostraba un brillo especial, hubiera pensado que me salían cicatrices en las piernas, pero era imposible que lo fueran, si acaso pequeñas escamas que en contacto con el agua se volvían transparentes y tan vivas como las de un pez en su pecera de cristal.
Pasaba horas y horas en la bañera, el agua me ayudaba a volar. En la sinrazón de mi delirio, me gustaba notar como el agua templada cubría mi cuerpo y mis piernas agitadas buscaban un hueco entre las piernas de un Javier de mirada fija y gesto obsceno, que se acoplaba con torpeza mientras dejábamos pasar el tiempo antes de que el silencio callara del todo.
Y así tan absortos estábamos en sentir, que apenas noté el latir de mis sienes, ni siquiera la mano de Javier que recorriendo mi espalda la presionaba con fuerza, y me invitaba con lascivia a dejarnos llevar, esta vez para siempre. Sé que suena increíble, pero ahora la bañera está vacía, y el agua sigue cayendo, mientras ya no existimos ninguno, el desagüe nos ha tragado sin oponer resistencia. No sé si será el fin, o el inicio de algo que por incierto me produce un placer inmenso, pero esto además de nosotros y el Dr.Yang… ¿Quién demonios lo sabe?~
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