Las marcas de sangre sobre la nieve

Un cuento de Urla Poppe


 

—SAL, QUIEN QUIERA que seas. Dudo mucho que te pueda hacer daño, tengo demasiado veneno en mi cuerpo y me ha debilitado muchísimo. Y la verdad, un poco de compañía no me caería mal.

Pero de entre los árboles no se oyó nada, de entre la penumbra y la frialdad no salió nada. Mas él sabía que alguien estaba escuchándolo, inspeccionando su dolor, sintiéndolo con un miedo irresistible y tentador para un depredador como él.

Percibió unos ruidos cerca, el olor a inocente, a carne fresca, a fruta prohibida, pero a la vez con cierto aire a dolor y a miel descompuesta. ¿Qué era, o mejor dicho quién era el que le aguardaba bajo las sombras?, ¿quién se escondía tras el viejo árbol iluminado por la blanca luna?

Las marcas de sangre en la nieve reflejaban el largo y tedioso caminar que llevaba. Arrastraba sigilosamente y, sin contacto con ningún ser, sus quejidos agonizantes, sus lánguidos pesares. Durante las horas diurnas se refugiaba en oscuras y húmedas fosas o cuevas de antiguos osos polares. Nunca deseó el sol tanto como durante ese largo trecho hacia una muerte tan deseada y tan lejana…
Sus quejas ya no significaban nada; la noche le llevaba de ventaja demasiadas penas y se burlaba en secreto de él. Ardos se sentó a descansar en una roca. La sangre que aquella daga le había provocado, no dejaba de manar. “Maldición”, pensó. “Cualquier humana hubiese resistido menos”, lo sabía y lo anhelaba más que a nada en el mundo.

Poder agonizar, poder morir… pero lo único que el veneno hacía era acentuarle más la herida;acentuar la pierna paralizada por la falta de riego, el corazón latiendo a su ritmo habitual, las manos negras y muertas que acariciaban lo inherente, lo plano, lo frío.

 

La luz cegadora y cruel llegaría pronto, tendría que buscar refugio, lo sabía. Arrastró lentamente su chaqueta negra. Sus pasos en las botas negras se mezclaban con la sangre cuajada en la nieve. El pelo no le dejaba ver el camino; se apartó un mechón caído con una temblorosa mano. El dolor penetró cada parte de su ya muerto cuerpo y sus afilados dientes mordieron el labio inferior. Necesitaba descansar.La pelea había sido agotadora y su furia, por ahora contenida, nunca había sido tan brutal, tan humana.

El bosque empezaba a llamar al día.Los pájaros con sus cantos minuciosos, el color violeta en la nieve y las pequeñas sombras dibujadas en los árboles le recordaban viejas proezas, viejas hazañas de siglos atrás… En medio de aquel orden excesivo de la naturaleza encontró lo que menos esperaba tan lejos de la civilización: una pequeña y acogedora casita de madera. La puerta entreabierta y rota le tranquilizó. Las ventanas tapadas con grandes tablas le reconfortaron, así que decidió entrar. El porche pequeño lo recibió y tras oler de manera sigilosa, alzó la mano para tocar la baranda. Alto, el silencio se agudizó; el eco de un pequeño movimiento le distrajo de su descubrimiento.

Era ese niño, le estaba siguiendo, lo sabía. Presentía su poca habilidad para caminar; su respiración rápida y entrecortada de, quizás, alguna enfermedad crónica.

Sonrió satíricamente y entró a la casa. Los rayos del sol comenzaron a entrar por las rendijas como tentáculos del infierno y el miedo le cubrió el rostro.En un gesto típicamente humano se sentó en el suelo y cruzó las manos entre sus rodillas. Observó las sombras pasar, observó el sol querer tocar la puerta tantas veces, como siempre. Pero un detalle se había añadido a esta escena ya antes vivida:los negros reflejos de unos pies diminutos tras la rendija de la puerta. Sin movimientos, sin cansancio, permaneció así durante todo el día, esperando a que el sol desapareciese, a que dejase de matar.

 

Ardos se miró la herida del costado; al parecer estaba empezando a cicatrizar. Los pliegues negros y verdes de la piel reseca se iban acentuando tras el veneno, pero sabía que se recuperaría, sólo que tardaría más de lo normal. Se tranquilizó y decidió abrir la puerta a aquel extraño.

—Pasa. Si tienes miedo de mis dientes, los mantendré lejos de tu cuello. Al fin y al cabo, tu enfermedad es peor que mi veneno y sólo me produciría más dolor de estómago.

Entre la niebla del crepúsculo, un ser delgado y maltrecho apareció como por arte de magia. Se quedó en silencio y con los ojos negros fijos en su mayor enigma. Sus bracitos largos y finos estaban cubiertos casi como una broma por un trozo de lana, y loscortos pantalones grises dejaban ver sus piernas llenas de venas y de cicatrices mal curadas. Entró y sus pasos pequeños y tenues le daban la imagen de estar volando, de ser un ángel, de ser la muerte.

— ¿Qué es lo que tienes? Acaso es la peste…Me parece que sí, por tus cicatrices en las piernas y las marcas negras en tu cara… Si vienes en busca de respuestas a la eterna pregunta, no esperes mucho de mí. Yo tampoco sé cómo puedes tú morir y yo vivir. Es un misterio esto de la vida, ¿sabes? A ti te quedarán más o menos treinta minutos, o quizás dos semanas. A mí, en cambio, me toca seguir siglos y ver más niños enfermos, como tú. No me mires con cara de decepción, es lo que hay, muchacho. Yo ahora sufro un dolor más intenso que el tuyo. Deberías sentirte agradecido por poder morir; ese es ahora mi mayor deseo: morir. Suena tan irónico pensar que alguna vez yo fui como tú. Un chico cualquiera, de clase pobre y campesina que soñaba con ver el mundo, con viajar y abrir fronteras. Mas ahora que ese mundo se agotó, ahora que los viajes son costumbres mal vividas, sólo deseo descansar. Me he ganado demasiados enemigos y puede que me sigan atormentando durante miles de días más… Siéntate, no te quedes ahí de pie junto a esa  puerta.

El niño sonrió tímidamente y cerró la puerta con mucho cuidado.El dolor en sus huesos era insoportable; tenía los ojos llenos de lágrimas ya gastadas y de sueños rotos. Se sentó junto a Ardos y apoyó su cabecita en la sucia pared de tablas viejas.

Miró sus manos y sus dedos deformes y luego observó con asombro y desconsuelo las manos blancas y largas de su cómplice.

— ¿Por qué quieres morir?—una voz suave y melancólica salió de sus labios secos y partidos.

—Porque yo ya no amo la vida. La vida me ha dejado sin esperanzas, me ha traicionado y me ha roto en mil pedazos. Pero lo peor de estar en ella es pensar que seguiré su camino gris y azul oscuro.

—¿Acaso el sol no te puede matar…?

—Sí, así es muchacho. Sin embargo, hay algo más grande que el deseo a morir y es el miedo a estar muerto. ¿Tú cómo ves la muerte?

—La veo y me aterroriza por las noches. Por eso no puedo dormir, tengo terror a la oscuridad. Yo quiero vivir, no quiero morir. Odio esta enfermedad; odio ver sufrir a mis padres en vano; odio los rezos olvidados por Dios. Déjame ser como tú, dame la vida eterna.

Ardos se rio; sus dientes blancos y frescos relucieron en la oscuridad de la cabaña. Se levantó torpemente y se sacudió el polvo de la chaqueta. Miró desde lo alto al muchacho sentado en el suelo. Vio el suplicio en sus ojos, los ruegos incesantes y las súplicas tan poco escuchadas.

—Muchacho, hay cosas peores que la muerte, es verdad. Pero no puedo dejarte en la oscuridad de la inmortalidad, porque ese es un camino más tortuoso y misterioso que la propia muerte.

Se palpó despacio el costado.El dolor huía de su cuerpo; pronto sanaría y buscaría la forma de lidiar con sus miserias. Se llevó el dedo a la frente y con un gesto se despidió del joven enfermo. Salió con paso seguro y se aventuró a seguir sus propias huellas de sangre marcadas en la nieve.~