la tercera piel
Lo que más recuerdo de mi padre, de por sí inolvidable, es que usaba siempre una chamarra de cuero llena de manchas y lamparones imbatibles hechos quién sabe cuándo por quién sabe qué sustancia. Olía a tabaco añejo y grasa rancia, y el tufo casi siempre le servía a mi padre de anuncio de llegada (incluso mucho antes que sus insoportables refunfuños) y de repelente de toda clase de seres vivos. Sin importar el sol o el calor carmín, la usaba: además de aguantarlo a él, había que aguantar su inamovible cubierta.
Muchas veces le sugirieron que dejara de usarla. Una vez incluso casi le prohibieron la entrada al cine; de no haber sido porque iba ebrio como mosca y porque soltó zarpazos verdaderamente peligrosos, los guardias nos hubieran dejado fuera, sin importarles que ya habíamos comprado dulces y refrescos para la función. Rara vez la gente se dirigió a él sin mencionar aquella prenda insoportable. Observaban con asco la solapa de tantos colores, y con una mueca flamígera, le sugerían que la tirara. «Siento no poder hacerlo», les decía, «esta chamarra es como mi segunda piel». Dejaba salir una de esas carcajadas con las que lanzaba multiformes proyectiles de alimentos a medio masticar y se alejaba de la gente. En seguida, siempre, se me acercaba demasiado al oído, como para decirme un secreto demasiado peligroso, crucial, y hacía con su mano un túnel. «La verdad es que no es mi segunda piel: es mi tercera», me soltaba con un susurro que era en realidad la apestosa tolvanera que levantaba la peste de su manga, y luego reía guiñándome un ojo.
Fingí muchas veces comprender lo que me estaba diciendo, muchas más pretendí que no lo había escuchado; en realidad temía lo que su secreto podría significar. ¿Un chiste de beodo? Tristemente, mi padre no era gracioso ni cuando intentaba serlo. ¿Una suerte de confesión? Recuerdo mi niñez como un intento por descifrar lo que mi padre era. O, dicho de otro modo: como la reconstrucción forzada de las razones para conservar tan horrible prenda.
La chamarra era su tercera piel, según él. A lo mejor mi padre no era mi padre, pensaba casi con gusto, sino una suerte de monstruo que desnudaba la piel de sus víctimas para vestirlas luego como animal sanguinario; algún día revelaría bajo su chamarra y luego bajo su piel llena de vellos una pradera de escamas y unas fauces hambrientas. Cada vez que pensaba así a mi padre, por un lado me tranquilizaba: eso justificaría su violencia, su rabia constante, sus modos horribles. Además, eso querría decir que él no era mi padre… a menos que yo también fuera un reptil disfrazado. Rascaba mis brazos por las noches hasta sangrar, buscando la carne verde que confirmaría mis temores. No dormía: mientras buscaba escamas, me imaginaba de viejo igual que él, usando mi propia chaqueta llena de fluidos secos, mi propia voz impertinente, mis propios tragos excesivos. Entrecerraba los ojos suplicando que mi padre, mi padre y su tercera piel, fueran otra cosa.
Desperté una mañana convencido de haber tenido un sueño real. En él, mi padre usaba su tercera piel porque antes había tenido una segunda y porque después iba a tener una cuarta: mi sueño reveló que en realidad mi padre era un heroico cazador de monstruos. Las pieles no eran más que el trofeo que él portaba con orgullo; la ebriedad y los modos, una rebaba de sus años como justiciero.
Durante un tiempo, sus cosas, sus olores, sus carcajadas y sus golpes fueron la evidencia recia de que mi padre se había vencido a fuerza de hacer lo correcto. Empecé a pensar, incluso, que mi destino sería semejante. Soporté su presencia tratando de aprender de él los trucos para ubicar a las bestias que de grande tendría que capturar, ponderando cómo serían. Todos mis prospectos me parecían demasiado inocentes junto a mi padre, ninguno de piel tan horrible como la de su chamarra; supuse que algo debía estar haciendo mal, si los malos me parecían menos malos que el bueno. Impaciente, una noche busqué a mi padre en su cuarto; quería decirle de frente que yo había descubierto quién era él en verdad, que no tenía que sentir vergüenza ni miedo, que quería aprender de él. No alcancé a cruzar la puerta: desde el umbral alcancé a verlo frente al espejo, terminándose de cerrar la máscara humana sobre el ojo amarillo de alargada pupila, sobre el hocico verdoso. Oculto en una esquina, buscándome entre los dedos una grieta que me permitiera ver debajo de la carne el destino que tanto me temía, alcancé a escucharlo reptando las paredes hasta salir de la casa para siempre.~
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