La renuncia
Un cuento de Josemaría Camacho
EL NARRADOR HACE una pausa. Aprovecha para aclarar la garganta, salir de ahí momentáneamente a tomar un vaso de agua y, de una vez, darle tiempo al lector para que reflexione sobre lo que acaba de leer.
Es un oficio ingrato el de contar, piensa el narrador. Sobre todo cuando las historias son de muertos vivientes, sin ninguna originalidad, con el camino recto hasta el final. Aunque tampoco le gusta, a decir verdad, contar esas historias en las que los personajes se tiran diálogos de nueve páginas tratando de sonar como personas. Pero es lo que le toca. Está obligado a poner su voz al servicio de los tiempos verbales, estacionarla en un pasado continuo, remoto, que se acerca siempre y que no llega nunca.
Vuelve entonces al relato. El lector arruga la cara para concentrarse de nuevo. No hay que estar muy concentrado, pero este lector es lento, inútil y feo como un palíndromo. Los zombis se diseminan como esporas, el virus es el mismo de siempre, aburrido, sin una descripción que hubiese obligado al autor a investigar nada, sin mutaciones. El típico relato que el autor piensa que puede sacar a flote mediante descripciones grotescas, no técnicas, acerca de sensaciones y pensamientos generales del personaje central. La pereza deslava la verosimilitud del relato y, por tanto, al relato mismo. Un relatito menor, desnudo.
Hay que seguir adelante, es el mundo del empleo. Y ahí se arranca otra vez. Cuellos rotos, balazos de escopetas a lo ranchero gringo porque, aunque el relato está situado en un puerto de Perú —probablemente consultado en Google Maps— los personajes viven en suburbios gringos, de porche y jardín al frente, sin reja. El autor ha visto las mismas series y películas que el lector. También el narrador las ha visto, pero las odia.
Entérese usted entonces de la escena en términos más generales: tenemos a un lector tirado boca arriba, tiene 35 años, vive un sábado, su mujer no existe porque hace tiempo que dejó de ser suya. También hay un autor que probablemente esté acostado, con las cortinas del cuarto cerradas, tratando de pensar qué más escribir para el semanario que le paga. Y está, atrapado en medio del juego lector-autor, el narrador. Un hombre de 45 años, voz privilegiada, grave y camaleónica, y un triste porvenir.
La cuestión es que el narrador está harto de narrar. Y sobre todo de narrar esto. Tiene tiempo que trabaja sin gusto y por dinero y está en un momento de valoración existencial, de reflexión dura, que puede desembocar en el abandono definitivo, en la renuncia y, queda claro, en la suspensión abrupta de la historia que narra, del tiempo y del espacio que describe. Los personajes de esa narración están por perder su sustancia y no lo saben, ese mundo va a colapsar: los vivos y los zombis morirán, esta vez definitivamente.
La voz del narrador entonces calla. El lector está confundido. Duda por unos instantes. No está seguro de haber dejado conscientemente de leer ni mucho menos sabe las razones por las que lo hizo. Tarda un tiempo en darse cuenta de que dejó de leer porque frente a él, de las páginas del libro que tiene en las manos, han desaparecido las palabras. A pesar de la mala calidad del relato el lector lo estaba disfrutando. Siente que ha sido defraudado por la editorial, que le han vendido un libro defectuoso.
Antes de cerrarlo revisa las páginas anteriores, como para entender si el relato termina ahí y quizás él no lo ha comprendido del todo. Las palabras ya leídas han desaparecido también, lentamente, como desvanecidas a través de un eco. Hay un momento de pánico. El lector arroja el libro como si estuviera ardiendo. El tomo vuela a través de la habitación. Antes de que toque el suelo, sin embargo, el libro también comienza a desaparecer. Justo al golpear el suelo se esfuma por completo. En silencio.
El lector —que ya no es un lector— está aterrado. Se mira las manos y no nota de inmediato que él también se desvanece. No lo nota porque la recámara entera desaparece a la misma velocidad que él. Piensa que se está quedando ciego, intenta gritar pero su voz es apenas un hilo, un eco, nada.
En apenas unos segundos todo habrá desaparecido por completo. Sin narrador no hay historia. Acaso quedarán algunos tristes recuerdos en la memoria de quien lee estas líneas, las últimas antes de mi renuncia.
No es descabellado pensar que la realidad es una narración, una cronología, una sucesión, que tristemente necesita alguien que la eche a andar, que la refiera, que la narre.~
*’Desfigurado’, fotografía de una pared en el Libano, de H Assaf
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