La reina de las nieves

Un cuento de Jorge Jaramillo Villarruel /ilustración de Luciana Casales

 

AQUELLA NOCHE, MALASOMBRA cometió un error, uno más en su larga lista, uno que podría ser el último. Pero su situación era desesperada, tenía que correr el riesgo y así lo hizo.

«Nunca vayas con demonios cuando estás demasiado sobrio», se reprochó, «es la regla más importante y romperla, ahora te costará la vida».

El alcohol le permitía ver lo que se esconde en las sombras, distinguir entre las cosas del mundo y las de más allá; presentándose así como iba, con su sangre insuficientemente intoxicada, se exponía a no ver a sus atacantes. «La economía del país no está para malgastar el alcohol, hay que beberlo poco a poco», pensó, pero sólo eran excusas: Todo el mundo sabía que por unas pocas monedas de baja denominación, hasta el vago más jodido podía conseguir un panalito de Tonayan.

Pues no era la falta de dinero lo que tenía a Malasombra en aquel estado tan lamentable, se trataba de la vieja y común negligencia hacia sí mismo, hacia sus responsabilidades. «Ante todo, ser un perdedor», era su lema. Ponerse en riesgo, incitar el miedo y la adrenalina. «No sé vivir de otra manera».

 

Aquel hombre, al que llamaban «El inmortal», tenía algunos asuntos pendientes con Malasombra. Una vez, una única vez, habían colaborado, y esa colaboración demostró ser una equivocación. Habían pactado trabajar juntos para introducirse en la cámara de tesoros de la Catedral Metropolitana y robar un antiguo artilugio fabricado, según las nada confiables fuentes de ambos, por algún alquimista de la corte de Maximiliano.

El armatoste en cuestión, de acuerdo a las mismas fuentes, permitía revelar la presencia de demonios bajo la apariencia humana. Resultó un fraude, pero de eso «El inmortal» no lograría enterarse, pues Malasombra, al hacerse con el artefacto, escapó y «El inmortal» tuvo que pasar algunos años en la cárcel.

Años que le habían permitido elaborar su venganza, saborearla por adelantado, revivirla innumerables veces.

—Muy bien —dijo Malasombra con una reverencia—, me atrapaste.

«El inmortal» guardó silencio. Apuntaba a su odiado enemigo con una pistola, pero ésa no era la amenaza más temible. Malasombra vio que «El inmortal» se hallaba dentro de un círculo de protección mal disimulado, lo que era evidencia de que en cualquier momento podría invocar a algún apestoso demonio para arrancarle el alma. Tenía que hacer algo.

—Antes de que llames a tus amigos del sótano para que se unan a la fiesta de mi tortura, y no digo que no me lo merezca, te contaré una historia.

—¡Calla! No me interesa lo que tengas que decir —«El inmortal» conocía la fama de Malasombra, y sabía que no era conveniente dejarse envolver por su verborrea.

—Escucha, esto lo quieres oír. ¿Estás familiarizado con el vino de Arakho?

«El inmortal» arqueó la ceja, con más interés del que hubiera querido dejar revelar.

—Conozco una cava bien abastecida —dijo Malasombra—. Déjame ir y te revelaré su ubicación.

Malasombra sabía que «El inmortal» había vivido mucho tiempo, pero que no era en realidad un inmortal. Su tiempo se agotaría tarde o temprano y ese vino, del que se decía en ciertos círculos, a los que Malasombra solía ser asiduo, que era capaz de prolongar la vida a quien se pusiera una borrachera con él, sin duda atraería el interés del nigromante. Era una forma, en apariencia fácil, de extender unos buenos años la esperanza de vida.

—Me engañaste una vez, lengua bífida, cómo deseo que mis uñas estén ancladas a tus ojos —replicó el mago negro con dramatismo shakesperiano, mostrando unas uñas largas y afiladas—. ¡Pero no lo harás dos veces! Puedo obtener de ti esa información por la fuerza —no parecía ser un alarde—, o me la puedes dar libremente. Si lo haces así, te garantizo una muerte sin dolor y sin tener que ver la cara descarnada del apestoso Ah Puch, y sin escuchar las enloquecedoras campanas que proceden a su llegada desde Mtnal.

Malasombra prefería no descubrir tan pronto si el brujo realmente era capaz de convocar a semejante monstruo y si no eran más que habladurías, la estrategia de los más viles y cobardes de entre los magos. Después de todo, era la estrategia más efectiva que él conocía, y que le había costado el desprestigio entre los de su clase. El alarde nunca ha sido bien visto entre los sabios y los estudiosos.

—Hace algunos días tuve un incidente con… Ya sabes, con los puercos. Bueno, no importa. El asunto es que tuve que refugiarme en el Ajusco, pero los puercos eran persistentes y me siguieron durante horas. Para evadirlos, subí lo más alto que pude. Hacía tanto frío que creí que iba a morir.

—Más te hubiera valido.

Malasombra rebuscó en su abrigo. Sacó una pequeña ánfora de metal, retiró la tapa y dio un pequeño sorbo. El fuego líquido le quemó la garganta.

—Jarabe para la tos —dijo guiñándole un ojo, ocultando su decepción por tan mínima cantidad, incapaz de embriagarlo, agotada en un instante—. Al anochecer, la temperatura bajó considerablemente y aunque no había rastro de los polis, no podía volver abajo.

—Siempre actuando sin pensar, ¿eh, Malasombra? ¡Eres tan parecido a un perro!

—¿Quieres que te diga dónde está esa cava o vas a seguir interrumpiendo toda la noche?

El hechicero hizo un ademán con la mano, indicándole a Malasombra que prosiguiera con su relato.

—Gracias. Como sólo llevaba la ropa que me había puesto aquella mañana, busqué un refugio para no convertirme en una nieve de limón. Creo que tuve suerte —dijo con una sonrisa; en el gremio, más de uno solía afirmar que Malasombra siempre lo dejaba todo al azar, y lo llamaban «el mago cagón»—, pues encontré una cabañita.

»La cabaña estaba destartalada, pero había un sótano. Abrí la trampilla y descubrí que se trataba de una cava bien surtida. Tomé algunas botellas y volví arriba, las destapé y me preparé para afrontar la noche. Sólo que bebí un poquito más de la cuenta y me olvidé de volver abajo para protegerme de la helada. Me quedé dormido sobre la mesa.

»De haber sospechado lo que me ocurriría… Mejor me hubiera quedado en casa aquel día. Sólo problemas me ha traído esa condenada aventura. ¡Todo por meterme al metro sin pagar! Y a librarme de esos problemas, fue que vine aquí.

—¿Qué esperabas? ¿Que yo te ayudara a sacudirte no sé qué maldición que tú mismo te provocaste?

—No, sin duda no puedo esperar nada de un cabrón como tú —replicó y su voz fue un reto; recuperada su seriedad, añadió—: No, la verdad a lo que vine fue a robar el Ojo de Coatlicue.

El brujo acercó instintivamente las manos al pecho, pero las retiró al percatarse de su reacción.

—Esa joya no te iba a servir de mucho; una maldición no es una enfermedad. No digo que pudieras robarla, por supuesto.

El Ojo de Coatlicue era una piedra de jade tallada como el globo ocular de una serpiente, y tratada con artes medicinales por los brujos de Catemaco. El portador era menos propenso a padecer enfermedades comunes. «El inmortal» le mostró a Malasombra que la llevaba colgada del cuello y que no había manera de arrebatársela. La había obtenido asesinando a su antiguo propietario, un santero loco del que sólo se sabía que le gustaba sacrificar gringos en sus rituales a ritmo de Rockabilly Mambo.

—¡Oh, pero claro que sí! Conozco a una mambo [1] que hace esa clase de trabajos.

—¿Y mi joya era su precio?

—Sé que le gustan las cosas brillantes y que podría llegar a un acuerdo. Bueno, como sea. Déjame volver a mi historia. ¿En qué me quedé? ¡Ah, sí! Te decía que me puse una de aquéllas y me quedé dormido, expuesto a los elementos. Sin duda hubiera muerto de no ser por la ayuda que recibí.

«El inmortal» se sentía intrigado, muy a su pesar. No era tanto sus historias como algo en su forma de narrarlas, algo indefinible, lo que atraía sobre Malasombra el interés de quien lo escuchaba; era parte de su magia, una magia inconsciente, que él no controlaba y que nunca se había preocupado por estudiar.

—Calculo que serían las dos de la madrugada cuando la puerta se abrió de golpe, dejando entrar la nevada. Yo estaba paralizado, no pude evitar que una mujer de larga cabellera negra y piel de bronce, que entró con la ventisca, se me acercara. Pensé que era una alucinación causada por el vino, pero en nuestro campo de trabajo sabemos que las cosas nunca son tan simples.

»La mujer cargaba una jarra de barro en una mano, y era muy bella, sus labios eran grandes y prometían los más inmensos placeres —añadió Malasombra con picardía.

—Malasombra, eres repugnante.

—¿Sí? Bueno, a ella no le pareció así. Esos placeres que su cuerpo prometía, fueron cumplidos como correspondía. Me dio a probar su licor caliente y dulce, y pasamos la noche más deliciosa. Cuando comenzó a clarear, la mujer se puso de pie frente a mí y me dijo:

«Yo soy la ventisca y vine a llevarme tu vida, pero vi potencial en ti sentí lástima, por lo que he decidido que puedes conservar tu vida. Podrás marcharte libremente, pues yo cuidaré de ti hasta que salgas de mis dominios. Pero vete con esta advertencia: si regresas aquí o si hablas de esto con alguien, le arrebataré la vida a quien quiera que escuche esta historia y después iré por ti».

—Tú… maldito… —dijo «El inmortal», tomando a Malasombra por el cuello de la camisa, incapaz de articular su ira.

La puerta se abrió de golpe y una ráfaga de viento helado entró, alcanzando a los dos magos. La reina de las nieves atravesó el portal y se dirigió directamente hasta «El inmortal», pero el círculo lo protegía. Malasombra aprovechó para irse. Sabía que la reina no iría tras él hasta haber acabado con la vida del mago negro, lo que podría tomarle algunos días. Eso le daba algo de tiempo para descubrir una manera de protegerse. «Ya cruzaré ese puente cuando llegue al río», se dijo, «hay cosas urgentes que hacer ahora».

Caminó directo a la cervecería más cercana, mientras contemplaba entre sus dedos el Ojo de Coatlicue.~

 

[1] NdelE. Sacerdotisa vudú.