la quinta
Cientos de veces se han visto distopías, pero nunca como la del edificio donde vive mi abuelo; Orwell mismo escondería su granja. Nada más ver la amabilidad intensa con que los inquilinos se saludan, uno nota que aquello es un infierno lleno de vecinos sonrientes. Oscilan entre invitarse a todas las fiestas y llevarse tamales en Candelaria. En el patio monstruoso, al que le dicen «la quinta», los niños juegan, los adultos conversan, pasean en las tardes con suéter o pantalones cortos. Todos se llaman por su nombre. Es, dicen, un paraíso para las familias de bien.
Ahí el engaño, necesario para que se sustente cualquier clase de infierno.
Tienen un modelo que es su condena. Intercalan cargos: cada año, cada vecino hará durante un mes alguna labor comunitaria; serán todos el que cobra el gas y luego el que saca la basura y luego el que organiza el futbol con los niños.
Mi abuelo dice que juntos son una suerte de Intendente Sistemáticamente Manoseado. O sea: todos son la misma persona pero por turnos; el vacuo ánimo es sentirse iguales.
Su mecanismo provoca una afinidad forzada. Evitan deberle al que luego le cobrarán, barren para no caminar nunca sobre hojas secas. Reprimen incluso más allá de lo oficioso, en lo emocional. En el patio diluyen el rostro para no ver caras largas nunca; en las escaleras oscuras cuchichean hoyos negros justo antes de declarar que afuera los astros iluminan como nunca. Paciano, por ejemplo, desprecia en secreto a Indalecio. «Tiene razón, es un pusilánime», murmura mi abuelo siempre antes de jugar ajedrez con Indalecio en las mesitas de la quinta. Oscurece cuando ambos se dejan ganar risueños.
En el patio todos ven el mismo saludo rebotando en espejos acaso benévolos, pero sobre todo mentirosos. Niegan ante sí mismos que, además de las cosas que semejan un paraíso, ven lo que anida en el fondo: que Torcuato es agresivo, que Rolanda es eternamente triste, que Epifanio bebe de más. Algunos intuyen que lo que odian de otros es también algo horrible dentro de sí mismos; ésos se van siempre. Y se quedan los que no: los que niegan a las llamas del averno que los consume. Únicamente perviven los que siempre sonríen en la quinta perfecta, pensando que nadie es tan perfecto como uno. Nada más los que no han leído a Orwell. Sólo quienes, al ver su auténtico rostro, ignoran que ese vacío es idéntico en cada puerta cerrada más allá de la quinta.~
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