La invención del llanto

Un cuento de Octavio Manriquez

EN EL PRINCIPIO Dios creo el cielo y la tierra, y  la luz, y los mares, y la vida. También hizo Dios las tinieblas y las tormentas, y la muerte. Y así cómo había nacido lo bueno hubo aparecido lo malo, si bien surgió la vida es menester entonces que perezca y renazca. En aquel tiempo la tierra poseía una belleza inefable, las delicias que corrían por el vasto Edén eran inmarcesibles. Mas Dios necesitaba de un algo consiente. Más bien alguien consciente, que pudiese venerarlo y servirlo; reconocerlo, alguien que le temiese: un hijo. Quizá sólo necesitaba un amigo. Puso Dios al hombre sobre el Edén y en divinas palabras le extendió el control de aquella insondable creación hasta el día que irremediablemente  (Y Dios, bien lo sabía) el hombre se sublevase.

Durante mucho tiempo miró el hombre la complejidad de cada una de las especies que vagaban, nadaban o retaban los cielos y experimentó el primer sentimiento de insignificancia. Esta era una época en la que el creador departía con su creación y juntos pasaban las primitivas horas esclareciendo las inquietudes del neófito.

—¿Por qué, oh poderoso creador, estas, que tú llamas bestias, poseen capacidades que por mucho superan a las de tu hijo predilecto? ¿Por qué nunca podré nadar como el dorado que surca tus mares, tan indiferente a los estragos del cansancio o a la empalizada del aire? ¿Por qué no puedo extender estos brazos, que tú, en tu infinita sabiduría me has otorgado, para dominar los aires que, al mismo tiempo, me permitirían estar más cerca de ti? ¿Por qué, me pregunto, no puedo caminar errante como los animales que andan o se arrastran por toda la tierra sin atormentarme por estas preguntas con las que ahora te azoro?

El todo poderoso no se inmutaba ante tan lógicos razonamientos de su propia imagen. Tomaba cada uno de los animales que por el paraje paseaban y explicaba con extenuantes detalles las inconveniencias físicas de cada uno de los animales en relación a las virtudes con que estaba dotado el hombre.

—Tú, hijo mío, no necesitas más que hablarme y acudiré a ti para brindarte lo que tu corazón te dicte para estar en paz. Sométete pues a mi voluntad y no atentes contra los preceptos que he establecido y jamás pasaras penurias o tragedias. Anda a regocijarte con todas estas riquezas que son tuyas en esta época de bonanza. La suspicacia será tu tormento en los tiempos venideros si es que reniegas de mis palabras y si subestimas el plan que he trazado para tu existencia. No comas, entonces, del árbol de aquella colina cuyo fruto es la fuente de la ciencia, del bien y del mal. Ya que con tu naturaleza sensible y escéptica, tu conciencia te conducirá al único camino de la tranquilad; la muerte.

Satisfecho por las comparaciones y analogías que el supremo había hecho, el hombre regresaba a sus dominios con el rostro alegre y sereno. Sin embargo, a los pocos minutos de camino renacía la inquietud y el recelo. Miraba sin parar cuanto se le atravesara, y no podía desembarazarse de la duda y  el asombro. Siguió caminando abstraído e intentando recordar las explicaciones de Dios cuando un aroma lo embriagó de súbito. Perdió todo control de su cuerpo y su mente sólo podía intentar, asiduamente, ubicar el origen de aquella fragancia exquisita que jamás, aún en presencia de Dios, había experimentado. Debajo de un árbol, sentada a la sombra se encontraba la mujer más hermosa que existió sobre la tierra.

Dios marchó a la par del hombre, con desasosiego se preguntaba si crear a un ser consiente había sido una buena decisión. Pudo haber sido más sencillo poblar el Edén con legiones de ángeles; fieles guerreros que sucumbirían por servir a su señor, incapaces de contradecir sus órdenes. Esta fue y había sido siempre la manera en que debió proceder, pero un error era algo que simplemente no puede existir en la mente de un dios, y si la humanidad ha sobrevivido los siglos de los siglos es por vanidad. Su cólera caería sobre lo que al principio  fue perfecto y sembraría la semilla en la mente del hombre para que se torturase a si mismo con ideas perfectas en un mundo muy lejos de serlo. Esto como un simple recordatorio y quizá como un capricho para que no olvidase que sólo Dios y sólo en su reino existe la perfección.

El hombre no pudo sino cerrar los ojos, incrédulo, cuando vio la figura que yacía frente a él. La piel blanquecina con un fino vello, que impedía que la brisa enturbiase aquella suavidad exuberante, las piernas fuertes, las caderas anchas y redondas. El vientre parecía un valle fértil con unos hermosos senos que le hacían lucir el cuello largo, la clavícula bien dibujada. Su rostro era un mar embravecido que otorga y tortura según su voluntad indomable. La mirada encendida y los labios carnosos. Una larga cabellera rojiza atenuaba los bordes imperfectos de su cintura pero realzaba los matices de todo su cuerpo. Una voz angelical se escuchó imperante en el ambiente.

—Tú debes ser Adán, el hijo varón del Creador.

El hombre asintió con la cabeza, aún con la resaca del primer vistazo.

—Dios habló conmigo, fuimos creados al mismo tiempo y a la misma imagen. Cada uno con el mismo propósito de disfrutar del paraíso y obedecer las normas del Señor. Viví con esta creencia preguntándome cuál era el plan de Dios para mí y si sería mejor pedirle que me quitase la vida o la conciencia. No podía seguir en este eterno paraíso. Entonces, un ángel me reveló el plan maestro; fuimos distanciados para vivir con la añoranza de encontrarnos, con la necesidad visceral de estrecharnos en un abrazo perpetuo. Para vivir en la desesperación del vacío y aferrarnos al consuelo de Dios. Para no entablar conversaciones que nos muestren un camino alterno, que nos pueda llevar a la amargura,  que no encontremos en el otro el confort y el amor que debemos encontrar en Él… Lilit, después de pronunciar este enunciado nunca se volvió a dirigir al creador con otro nombre que fuera Él:

—Es verdad que Dios tiene un plan y no encuentro prueba más grande  de su magnificencia que el verte andar, así como eres. Si me has encontrado ha sido por capricho divino. Pero quiero que me hables, ¿Cómo has llegado a encontrarme?

Hablaron todo el día y hasta muy entrada la noche sobre todo lo que sus almas habían acumulado desde el día en que llegaron al mundo. Lilit contó con detalles cómo el ángel le había mostrado el fruto del árbol prohibido y había comido de éste. Jamás había sentido tanta satisfacción cómo cuando al terminar aquella sabrosa fruta su mente pareció atiborrarse y por fin crear, imaginar y conjeturar. El mundo había cobrado ahora un matiz de grises. Las explicaciones que tanto le causaban desvelo y también a Adán ahora tenían la posibilidad de ser interpretadas, de ser afrontadas.

El hombre estaba incrédulo ante las asombrosas e increíbles palabras que había escuchado. Todas las reglas que había temido hasta entonces habían sido quebrantadas, y la felicidad que tanto había añorado estaba en el rostro de ella y la mirada que posaba sobre él. Finalmente, la voz no pudo existir más y el lenguaje ahora estaba en las ávidas manos que exploraban el calor del otro, buscaban reconocerse. La risa los colmaba, la ternura guarecía las caricias. Los besos aparecieron por primera vez, la felicidad llamó a la melancolía y por primera vez se hizo el amor.

No muy lejos de ahí, el ángel Luzbel se regocijaba con lo que estaba sucediendo. Había desobedecido a Dios y permitido que el hombre encontrara eso que tanto necesitaba, tal y como Dios nunca lo quiso hacer. Poco tiempo después sería condenado a las tinieblas por su terrible desobediencia, y habría de apartarse de la luz, y la humanidad olvidaría su acción, y por el contrario le repudiarían. Nunca nadie lo reconocería como el padre del amor en la tierra y aquel que le brindó el fuego al hombre al hacerle consiente de los laberintos de su mente. Conociendo su destino, se sentó sobre la colina a contemplar el acto más hermoso que hasta entonces había visto e imploraba a su memoria para nunca olvidar el sacrificio que había asumido en su corazón. Habría de recordar este momento por el resto de la eternidad mientras los martirios y suplicios del abismo infernal lo obligaran a dar la espalda a la humanidad.

La noche dio paso al día y los cansados amantes despertaron hambrientos, aún  con deseo el uno del otro. El hombre fue a buscar algo para comer dejando a su amada dormitando. Caminó un poco y notó cómo el camino comenzó a nublarse. De pronto una brisa húmeda lo obligó a regresar. Fue entonces cuando Dios le habló:

—¿Crees que sabes lo que quieres o simplemente esperas reconocerlo cuando lo tengas, quizá cuando ya no lo tengas más? ¿Acaso crees que pueden jugar conmigo? Dime ahora una sola razón para no desaparecerte por tu impudicia.

El hombre estaba inmóvil con la expresión horrorizada, un dolor inconcebible le atravesaba todo el cuerpo, le abrasaba la piel. Dios seguía hablando, ahora  en un lenguaje ajeno a las preocupaciones del hombre, su retórica y poética parecían  simple charlatanería y demagogia. A pesar de esto, el dolor se acrecentaba. Pudieron haber sido años los que pasaron así o quizá fueran unos minutos. El creador exigía satisfacción. Todo el juego era buscar un arrepentimiento completo antes de dictar la condena. Los amantes estaban condenados desde el momento de encontrarse, sin embargo Dios buscaba darse ese placer.

En ese momento, el hombre se rindió. Se hincó ante el todopoderoso, sumiso y temeroso. Mas Dios se mostró sorprendido, algo había cambiado y enturbiaba su ambiente de supremacía. Lilit, oculta tras unos árboles aguardaba. El hombre estaba totalmente abandonado al tormento que le esperaba. Se entregó al divino y no levantó más la cabeza, sin embargo sonreía:

—Me entrego a ti, señor. Haz conmigo tu voluntad.

No hizo falta mayor diálogo. Dios entendió en ese momento que podría hacer lo que quisiera con aquel hombre y lo doblegaría. Podría torturarlo y su cuerpo, lacerado, perecería. Podría obligarlo a decir lo que él desease y este lo diría. Podría, incluso, obligarlo a castigar a Lilit y él después de mucha resistencia acabaría cediendo. Pero nunca, hiciese lo que hiciese, podría obligarlo a dejarla de amar. Ese amor no le pertenecía al hombre, sino que le dominaba. Y así lo haría hasta que el amor deseara abandonarlo. Sólo el amor podía obligarlo a recorrer el infierno y lo llenaría de júbilo o desolación.

Fue en ese momento que Lilit apareció con esa mirada encendida y  dijo:

—Soy la que del árbol prohibido ha comido, el pecado es mío. He de aceptar lo que es real y  es que tú no eres un tirano, mucho menos esclavista, más bien, un padre amoroso y sobreprotector. Un sabio que conoce el secreto de la felicidad y la tranquilidad. Sólo quieres lo mejor para tu hijo que tanto sacrificio te ha costado y esperas que por él mismo recapacite y se apegue aún más a tu seno. Sin embargo esa no es la senda que yo deseo seguir. Yo deseo encontrar preguntas, probar los sinsabores… No me matarás, eso significaría que aceptaras tu error y eres muy orgulloso para aceptar eso. Tal vez sólo me negarás, no hablaras más de mí…

No pudo terminar la oración cuando Dios, iracundo, la interrumpió incendiando los árboles detrás de ella y mostrando, en la lejanía, un páramo inerte. Fue desterrada en ese mismo instante y su aroma borrado del aire del Edén. El hombre cayó inconsciente y durmió durante años. Cuando despertó, Dios se presentó ante él cómo el primer día, le dio la tarea de nombrar las criaturas de su extenso jardín y nuevamente con palabras divinas lo exhortó para que fuera feliz.

Tiempo después el todopoderoso pensó:

—No es bueno que el hombre esté solo; le haré una compañera idónea.

Tomó una costilla del hombre y le presentó a Eva para que con ella se multiplicase y poblara el mundo, para que ella estuviera sujeta a él y no le abandonase. El rostro de Eva era enternecedor y su belleza sublime. Se abrazaron y el hombre entendió que nunca más estaría solo, y Dios vio que era bueno, y así fue.

Era la primera vez que llovía en el Edén o al menos era lo que el hombre recordaba. Eva danzaba alegremente salpicándose con las gotas. El hombre miró al cielo y vio cómo el viento mecía las gotas de un lugar a otro, miró luego a Eva y sintió un vació interior terrible. Se apartó en ese instante y corrió. Se detuvo debajo del árbol del fruto prohibido. Ahí, bajo el abrigo del conocimiento y el pecado, pensó en la ausencia y la condena. En el amor que ahora no encontraría. El amor que ahora pertenecía al caos  y a la infelicidad  fuera de la belleza del Edén. No pudo más y comenzó a llorar, al principio unos cuantos sollozos, pero luego arrebatado. Dios miró esa imagen y sonrió, ahora el puente del amor se sostenía entre sus manos, su hegemonía estaba consolidada. Ningún hombre volvería a retarle con éxito. El hombre lloró hasta que no pudo más, regresó con Eva quien se extrañó de ver sus ojos hinchados e instintivamente lo abrazó pero este no volvería a sonreír y el Edén no volvería ser nunca el paraíso.

Días después una serpiente se encontró con Eva y le pregunto por su tristeza. Ella respondió que su compañero estaba sumido en la melancolía, ese hombre del que ella había nacido, esa misma carne que los uniría hasta su muerte. No podía vivir sin la sonrisa de él. La serpiente, que aún no se arrastraba ni escupía mortal veneno  sino que era un animal hermoso y sabio pero sobre todo sensible le dijo:

—Hay una historia que el hombre ha olvidado pero que aún habita en sus entrañas, come del fruto de aquel árbol si es que quieres conocerla y dale a él a probar para que pueda recordar, sólo en el recuerdo puede encontrar la esperanza que ahora necesita.

Eva comió del fruto e inmediatamente comprendió. Corrió a llevarle el fruto al hombre y este comió. Nuevamente el cielo se oscureció. Dios colérico no atinó a decir nada. Exiliados estarían del reino de los cielos y obligados a pasar penurias, a cubrir sus necesidades con el sudor de sus frentes, a parir con dolor y hacer la voluntad de Dios con sus hijos y los hijos de sus hijos que ahora vendrían al mundo frutos del pecado. Era tanta la alegría que sentía el hombre; por fin tenía libertad, abrazó a Eva y le dio un beso en los labios. Nunca en el Edén sintió tanto jubilo, paz y felicidad. Su emoción lo obligó a correr desaforado por la estepa y por primera vez se hirió, una sensación extraña y desagradable, se tiró al piso. Se miró la herida y vio su sangre rojiza y espesa. A partir de entonces sería cotidiano verla correr y encontrarla seca sobre la tierra. La herida no era grave. Eva reía en su sitio. Volvieron a encontrarse y durmieron abrazados. A la mañana siguiente, pero ahora reconfortado y esperanzado, el hombre nuevamente se echó a llorar.~