La decisión
Un cuento de Jorge Jaramillo Villarruel
DUDO POR UN momento, le doy vueltas a las posibilidades: a) es sólo una copa, no significa nada; b) no sólo es una copa, pero no es mucho más que eso. Me mira y en sus ojos veo que en ella también hay una lucha interior.
Lo más importante es reconocer que es posible decirle «no» al deseo tanto como es posible decirle «sí». Presentir o reconocer el mismo conflicto en ella, hace más difícil tomar una decisión. Los segundos corren, desconcertantes, insuficientes. Ella va a impacientarse pronto y el momento se volverá demasiado incómodo para los dos.
Daría… No, doy un paso la puerta. Ella la empuja y me invita a pasar. Tengo la misma sensación que siempre se tiene al entrar a una casa ajena por primera vez: una mezcla nerviosa de curiosidad e inseguridad. Me señala un librero y me pide que me entretenga con él mientras ella se pone algo más cómodo y sirve un par de copas. Reviso sus libros con poca atención, tratando de interesarme en los títulos y las sinopsis, pero tengo la mente vuelta un torbellino, impaciente porque ella vuelva aquí.
Mientras hojeo no sé qué libro de periodismo, ella vuelve con dos copas que ignoro mientras fijo la mirada (no puedo evitarlo) en otro par de copas, tan rebosantes como las primeras. Eso que ahora trae puesto, tal como advirtió, parece más cómodo que cualquier ropa que se pueda usar en la calle. Siento una punzada ahí donde el deseo se manifiesta y le quito de las manos las copas de vino. Las dejo sobre el librero y me acerco a ella lo más que puedo. La tomo de una mano. Su respiración comienza a agitarse, ambos sabemos a qué conducirá este momento. Pero, ¿lo concretaremos? ¿O lo evitaremos con cualquier pretexto?
Ella mira más allá de mí. La lucha está decidida, pero aún quedan algunas resistencias. Ella las hace caer al piso. Luego acerca su cuerpo al mío, y mi mano libre busca su espalda, la recorre hasta su cuello, de nuevo hacia abajo hasta su cadera. Repito mi caricia un par de veces antes de estrecharla con fuerza contra mí. Me besa. Me sorprende, creí que sería yo quien lo haría. Recibo su aliento, saboreo su lengua, rodeo su cuerpo con ambas manos y ella me toma del rostro con las suyas. Es un buen beso. Ella mantiene los ojos cerrado, yo me concentro en sentir su pecho que se expande y se contrae. Nuestras bocas se mantienen unidas, no desean separarse. No lo deseamos. Nos deseamos.
La empujo hacia la puerta por donde la vi desaparecer antes. Ella se deja conducir sin intentar romper el contacto de los labios. Sus manos ahora me rodean a mí, recorren mi cuerpo en busca de algo. Sí, el botón de mi pantalón. Intenta desabrocharlo, pero el poco espacio que queda mientras presiono su cadera y la estrecho hacia mí, se lo impiden.
Llegamos al borde de su cama, el chocar contra ella, cae sobre el colchón y por primera vez en no sé cuántos minutos, nuestras bocas se desprenden, pero ella no pierde tiempo, desabotona mi pantalón, lo baja y me deja expuesto y firme frente a su rostro extático. Me toma en sus manos y acerca más su rostro. Me coloca en sus mejillas, me acaricia con sus labios, siento su respiración agitada y tibia. La humedad de su boca. La firme presión de su lengua.
Tras unos minutos, la tomo del rostro y hago que me mire a los ojos. Le sonrío y la arrojo sobre el colchón; ella se recorre hacia atrás, yo me deshago del pantalón. Beso sus rodillas, recorro con la lengua hasta sus muslos. Muerdo muy suavemente la piel de sus piernas y miro al frente, buscando su rostro. Me encuentro con su pecho que se hincha y crece al ritmo de mis besos. Su rostro está echado hacia atrás y de su garganta escapan leves respiraciones entrecortadas.
Avanzo hacia arriba. Me coloco encima de ella y con las rodillas separo sus piernas. Con una mano, sujeto uno de sus senos. Lo descubro, lo miro con atención y deseo, acerco mi rostro a él. Lo respiro, lo acaricio con la nariz, con los labios, con todo el rostro. Paso la lengua por su pezón, que se erige, y sigo hacia su cuello, hacia su boca nuevamente. He llegado a una conclusión: me gusta besarla.
Tomo una de sus piernas y lo coloco sobre mi hombro. Sus ojos se abren grandes, sus pupilas se dilatan, su boca se ofrece completa. Coloco su otra pierna sobre mi otro hombro. Con la mano exploro, me abro camino. La siento húmeda y caliente, perfecta para recibirme dentro de ella.
—Entonces, ¿quieres pasar? —me pregunta. La miro frente a su puerta y, al ver sus ojos, ya sé lo que le diré.~
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