La boca mágica

Un texto de Carlos Barrera Sánchez

 

LOS 12 MESES de plazo que le dio el duende a Ana estaban a punto de cumplirse, pero ella no terminaba de decidirse. Aunque su vida había sido muy triste y solitaria en los últimos años, Ana aún recordaba y se aferraba a la esperanza de una vida como la de su niñez, llena de color y diversión. Fue justamente tanto color y diversión en los parques y en las calles de su infancia, la que la llevaron a convertirse en la única mujer dedicada a la magia en el pueblo donde vivía. Era la única hoy y siempre, pues aunque Villa Luna era un pueblo de cirqueros, malabaristas y domadores de animales para los espectáculos de la vecina gran ciudad, nunca antes nadie conoció a una mujer en este oficio y mucho menos con las destrezas de Ana. Era la maga de todos, pero al término de cada espectáculo donde lo daba todo, logrando risas por diversión, risas de sorpresa y hasta risas nerviosas, Ana volvía a su casa para combatir noche tras noche la más dura de las soledades, siempre con la esperanza de la llegada de un suceso inesperado, capaz de romper de tajo con su abrumadora tranquilidad.

El show de Ana incluía un espectáculo asombroso. Era la magia central de la noche, era el momento culmen de cada día en Villa Luna, era siempre al final, cuando después de tomar lo que ella llamaba “su pócima mágica”, comenzaban a salir de su boca pintada de rojo un par de docenas de huevos blancos de gallina, que le regalaba a los niños presentes en el espectáculo matutino. Y fue justamente al término de su acto central, en una noche particularmente calurosa de diciembre, cuando se le apareció el duende del paraíso. La pequeña criatura de piel negra, no más de 40 centímetros de altura, sin orejas, ni cabello, ni nariz, pero con una gran y risueña boca roja, apareció en los sueños de Ana cuando ella se desmayó en medio del acto especial de la noche. El duende del paraíso le ofreció a Ana un tiquete de ida sin regreso a un mundo mágico, lleno de diversión y placer, en donde jamás se sentiría sola o triste y en donde sería valorada por todos como una reconocida profesional en su oficio. El ofrecimiento sólo tenía un aspecto negativo, pero que no le sería revelado sino hasta llegar al paraíso. Para acceder a la propuesta del duende, Ana sólo tenía que tomarse una tableta blanca, de tamaño gigante y aspecto polvoroso, que encontraría en la mesita de noche de su casa, al levantarse por la mañana del día siguiente.

El ofrecimiento del duende del paraíso tenía fecha de caducidad. Eran 12 meses los que tenía Ana para tomar la decisión, tiempo que le parecía a ella suficiente para encontrar a qué o a quién aferrarse en Villa Luna, o para arriesgarse a buscar la felicidad en otras tierras, a pesar del aspecto negativo que mencionó el duende.

El día llegó, el plazo del duende se venció, pero aún en la cabeza de Ana había más preguntas que respuestas. La soledad, la monotonía y el anonimato en Villa Luna la empujaron a tomarse la gran pastilla blanca aún con incertidumbre, resuelta a darle un vuelco a su vida llena de espectáculos de magia, pero vacía de emociones. Con mucha nostalgia por dejar a tras a aquellos quienes alguna vez le tendieron una mano o le brindaron cariño, en medio del mundo triste y aislado del pueblo, Ana tomó la decisión de poner sus ojos en la oferta del duende. Se aseó y se vistió para la ocasión con sus atuendos más nuevos y elegantes, siguiendo el consejo de vestirse bien para ocasiones especiales, recibido de su madre cuando era niña. Se peinó, se pintó de rojo sus labios como para la más importante de sus galas de magia y una vez con la gran esfera blanca en su boca roja, su mente y cuerpo sintieron una sacudida fuerte que la llevó a entrar en trance por varias horas. La sensación era la de estar cayendo por un túnel azul que la iba absorbiendo hasta llegar al fondo, en donde poco a poco comenzaban a prenderse las luces blancas del ambiente, dejando ver calles transitadas, edificios muy altos y mucha gente que caminaba en todas las direcciones.

Para Ana todo se veía como la gran ciudad, vecina de Villa Luna, a donde en ocasiones especiales era invitada para presentar sus espectáculos de magia. Pero en esta oportunidad había algo diferente en todo lo que veía, aunque no lograba saber exactamente que era. Ana caminó por horas por la gran ciudad, maravillada por la dinámica de las calles, por la agitación constante, por la belleza de sus parques, por los modernos edificios, pero sobre todo, a Ana la maravillaba la velocidad con la que parecía vivirse en la gran ciudad. Tal vez eso fue lo que más la sedujo… sentir que podía vivir a gran velocidad, en contraste con la vida casi congelada que tenía en Villa Luna.

Sin precisar un rumbo fijo, Ana llegó a una casa hermosa en un moderno barrio de la gran ciudad. En la puerta estaba parqueado un automóvil de lujo y todo alrededor se veía como nuevo, siempre reluciente, siempre bien hecho. El impulso la llevó a acercarse a la puerta, pero justo antes de tocar para ser atendida, el duende del paraíso se le apareció para decirle que no tenía por qué tocar, porque esa era su casa y las llaves estaban en su bolsillo. El duende le explicó que esta era su nueva vida llena de lujos, relaciones sociales, fama y diversión, pero que tenía que tener en cuenta que en esta, la gran ciudad, cada día que pasa las personas se envejecen un mes, así que doce días de vida frenética y llena de comodidades es un año de envejecimiento.

Las primeras horas fueron de impacto para Ana, pero luego entendió que este era el aspecto negativo misterioso del que le habló el duende en el sueño de Villa Luna, así que se incorporó rápido en su nueva realidad de la gran ciudad, en donde el tiempo era realmente oro. Lo primero que hizo fue recorrer su casa para disfrutarla, pasear en el automóvil y apropiarse de sus actividades en la metropolis, pero antes de que hubieran pasado 24 días en la gran ciudad, Ana sintió el deseo de regresar a su esencia. Ella quería regalar día a día todas las sonrisas posibles a los niños y niñas de la gran ciudad, como lo hacía en Villa Luna con los huevos blancos que aparecían por su boca roja. Y eso hizo. Con su dinero, el de su nueva vida, Ana montó el mismo espectáculo del pueblo y noche tras noche llenó de risas a los niños de la gran ciudad, sin pedir nada a cambio por el espectáculo.

Ana era feliz, su vida se movía a gran velocidad, era querida por todos, niños y adultos la aclamaban, pero ahora se envejecía con velocidad y seguía estando sin un hombre a su lado que la hiciera sentirse de carne y hueso dentro de un paraíso en el que vivía para envejecerse.

Tenía tantas preguntas para el duende, pero este tan solo apareció el día en que transcurridos 840 días, Ana tenía 100 años de edad, el día en que Ana había hecho feliz a 100 mil niños de la gran ciudad, el día en que Ana se había gastado 100 millones de su fortuna brindando bienestar a todos. El duende apareció en sus sueños de vejez, para darle los resultados de su ejercicio social  y la noticia de su nuevo destino. El duende apareció para acompañarla en su nuevo tránsito hacia un “no sé dónde”, al que Ana se entregó con resignación por el cansancio de sus huesos. El duende del paraíso, sabio y conciso, apareció para decirle que por  su corazón de bondad y por haber mantenido inalterable su espíritu solidario y sincero en su nueva vida, ella regresaría a Villa Luna, para continuar con su labor.

Al despertar con los primeros rayos de sol, Ana estaba en su cama en Villa Luna, tenía 30 años de edad y en la agenda ubicada en la mesita de noche, reposaban resaltados los compromisos del día con los niños y niñas del pueblo en el gran circo de su propiedad llamado DUENDES DEL PARAÍSO. Sin reponerse de las sorpresas de su entorno, miró a su alrededor y por las ventanas, para constatar que todo estaba donde lo dejó antes de tomarse la gran pastilla blanca hacía ya 840 días. Caminó lento por la casa, lo detalló todo, trató de regresar del sueño y justo cuando se dio cuenta que llevaba una argolla de matrimonio en su mano izquierda, sintió el llamado de un hombre, que con cariño desde la cocina le insistía en apresurarse a desayunar para no llegar tarde a la inauguración del parque que llevaba su nombre en Villa Luna.~