Insignificantes
Un texto de Cecilia Eudave
Para Francisca Noguerol
I
SI ALGUNA PARTICULARIDAD tengo es que duermo a todas horas, en cualquier lugar y sin importarme las consecuencias. No siempre fue así. Era un niño normal hasta que mi padre, escudriñándome desde su sillón, sentenció:
—Otro hijo insignificante.
—Y para colmo tiene mal sueño —terminó por decir mi madre.
Eso debió quedar en mi cerebro, o en algún lado se atoró, porque desde muy temprana edad decidí que dormiría la mayor parte del tiempo. Al principio fue una condición molesta en mi futuro; luego se convirtió en mi fuerza, en mi singularidad. La culpa, si hay que echársela a alguien, fue de mi subconsciente, quepudo haber escogido otra cosa, cualquiera, pero de entre todos los traumas, fobias o miedos que determinan el desarrollo de un ser humano, seleccionó el dormir constante para nutrir mi vida.
No crean que por pernoctar mucho me quisieron más. Lejos de facilitarles mi crianza, se vieron obligados a vigilarme constantemente: no sabían si por las noches tenía frío o calor, hambre o cólicos, pues me limitaba a girar de un lado a otro de la cuna o a lanzar algunos quejidos, imperturbable como una tabla o una piedra en el fondo del mar. La nana, con los años, aprendió a interpretarme de acuerdo con los quejidos o movimientos en la cama, acertando casi siempre; mamá, en cambio, renunció a mi cuidado, pensando que me habían hecho brujería:
—Nos han hechizado al niño. Te dije que la yerbera del mercado Corona le echó mal de ojo; como le gustas… —repetía constantemente—; en todo caso han hechizado a todos. Este duerme todo el tiempo, el otro se come todo, literalmente; mira lo que acabo de sacarle de la boca —y le enseñaba unos cables—, y la niña… no sabemos cómo va a ser la niña.
Se tiene la creencia de que de padres monstruosos a veces nacen bellezas, pero de padres hermosos nunca se espera que paran bestias. Nosotros pertenecíamos a la segunda categoría: nunca estuvimos a la altura de los deseos de mamá o papá. De verdad nos esforzamos: si bien no resultamos, después de unas penosas adolescencias, unos adonis, sobre todo la niña (que a ciencia cierta no sabíamos cómo iba a ser), logramos ocupar un modesto lugar entre los normales. Digo modesto porque, aun queriendo pasar inadvertidos, era difícil imaginar a un hijo que ya entrado en angustia de exámenes semestrales, se comiera los libros, los bolígrafos, las lapiceras y los termos de café: a trocitos, bien doblados, por aquello de no desgarrarse un intestino. Mientras el otro, o sea yo, era entregado en calidad de bulto por los maestros, los policías, los amigos o algún transeúnte piadoso, porque simplemente no despertaba por más intentos que hicieran. Ni agua fría, ni caliente. Infusiones, bálsamos olorosos, pastillas, remedios, doctores, chamanes: nada pudo contrarrestar esta tendencia mía; decidí dormir con tanta voluntad que fue imposible combatirme.
Y ¿la niña? Nadie sabía qué con ella. Tal vez nunca se le puso atención a su crecimiento. Yo tengo un recuerdo muy vívido, como si hubiese sucedido ayer. Llegó muy tarde a cenar, y nadie hubiera notado su ausencia, pero fue a disculparse diciendo:
—Me he cenado un hombre.
Mi padre dejó por un minuto el periódico y la miró. Mi madre se limpió la boca con la servilleta, intentando no perder la compostura; no atinó a pronunciar palabra. Mi hermano siguió comiendo con esa glotonería insaciable que le orilló a tragarse un pedazo de cuchara (es la angustia, el ansia, decían los doctores del hospital), y a mí, aquello me pareció genial:
—Es caníbal, la niña es caníbal.
Comencé a reír apenas un instante, hasta que mi padre carraspeó y se quitó los lentes (él nunca hace eso) para preguntar:
—¿Lo dices en sentido literal o metafórico?
Los ojos de los cuatro cayeron sobre ella, levantó los hombros y se quedó de pie. Mi padre suspiró, se puso los lentes de nuevo, siguió con la lectura del periódico y con la cena. Yo no supe dónde colocarme, sólo atiné a mirar el rostro de la niña, lleno de frustración. Quise seguir escudriñando aquella cara que se mostró ante nosotros: los labios ligeramente amoratados, los ojos hundidos y desproporcionadamente tristes, las manos crispadas y el color de su piel perdido en algún lado, recostado, quizás, en otra pared. La descubrí hermosa, algo en ella se abrió instantáneamente y nadie quiso darse cuenta. Tal vez debí comentar algo para sacarla de ese letargo. Mi madre se apresuró a gritarle:
—¡Lávate las manos y ven a cenar!
Entonces yo sentí que todo aquello debía ser un sueño; por eso nunca le dije nada y caí desvanecido sobre la sopa.
II
No hacía falta que me esforzara por mantener los ojos abiertos. La verdad, las pocas horas que me animaba a estar entre los diurnos eran suficientes para saber cómo iba nuestra vida familiar, como en esas películas malas que me llevaban a ver de niño. No me extrañó que mi madre, quien ya había perdido la fe a fuerza de tanto hijo mal parido, se enrolara en cosas de espiritismo y otras artes, buscando algún consuelo. Nos hizo practicar a su lado toda clase de atajos para llegar a ser las personas adecuadas en su vida. Ni limpias, ni viajes astrales, ni la herbolaria sagrada, ni el vudú (que practicó con recato y recelo, tampoco nos precisaba zombis) hicieron de nosotros lo que ella quería. Fueron quizá su mayor consuelo las lecturas de vidas pasadas. Aquí, bajo la tutela de Madame M., logró establecer la conexión kármica que existía entre ella y nosotros. Porque no éramos, eso le quedó muy claro, un darma en su vida, una bendición de los dioses, una dádiva de la naturaleza. Entre sueños y duermevelas recuerdo su rostro ahogado en lágrimas mientras se miraba al espejo reclamándose por no haber criado una familia decente, como si eso se pudiera criar. Luego nos maldecía a cada uno, haciendo una enorme lista de defectos (en ello no había ninguna distinción, todos éramos arrasados de manera equitativa), lanzando sin recato su desilusión aquí y allá, en donde fuera.
Mis hermanos nunca llegaron a escucharla, por lo menos era discreta frente a ellos; yo tuve la desgracia de despertar un par de veces durante sus crisis y soportar, fingiendo dormir, cual muro de las lamentaciones, su desdicha. Claro, ella siempre pensó que estaba dormido.
Mamá fue la primera en someterse a las regresiones. Madame M. le confirmó que en otra vida había sido una duquesa caprichosa. La vidente, astuta, supo manejar a mi madre, que jamás hubiese pagado lo que pagó por oír sobre una vida ínfima y sin decoro. ¿Quién hubiera querido ser una huérfana del hospicio Cabañas o una prostituta famélica de San Juan de Dios? Así estuvo meses, escuchando su pasado real, descubriendo el porqué de su conducta y, claro está, la relación con nosotros. Sobre este punto la pitonisa afirmó que la duquesa, ahora madre nuestra, era dueña absoluta de la existencia de sus criados y los trataba como esclavos, nulificándolos y maltratándolos constantemente. Tal vez por esa razón nosotros, sus sirvientes, ahora reencarnados en sus hijos, veníamos a escarmentarla. Horrorizada ante la idea de ser la mala, y de que se lo dijeran, decidió dar un giro a su relación con su prole (sobre todo para despejar el mal karma y no volvernos a ver en sus vidas futuras) y estableció su estrategia: dejarnos a nuestro libre albedrío, es decir, a crecer salvajemente.
Eso hubiera cambiado el rumbo de nuestras existencias y quizá no hubiésemos acabado así como acabamos, pero como Madame M.no tenía intenciones de perder tan buena clienta; le sugirió que nos llevara y sometiera a un proceso de regresiones, sobre todo para determinar si era un mal karma en relación a ella o cargábamos con culpas más específicas. De ser así, ella debía orientarnos para liberarse y liberarnos. Esa era su misión: ser nuestra guía. Como si tuviéramos misiones en el mundo.
Sin poder negarnos, para no acentuar la idea de que éramos unos pésimos hijos, acudimos puntuales a las citas. Yo resulté ser un piojoso ratero del siglo XVII, debatido entre la necesidad de reconocimiento y la avaricia, un holgazán de pacotilla que vivía del trabajo de los otros, del que se esperaba mucho y al final no logró nada.
—De ahí viene su necesidad de dormir tanto, para evadir su fracaso —sentenció la Madame.
¡Por Dios! Fue mi elección, no una evasiva.
Luego le tocó a mi hermano. Quietecito y taciturno como era, comiéndose a hurtadillas los clavos de la silla, escuchó estoicamente su pasado. La mujer, después de escarbar mucho, bajando a los planos alfa, beta y no sé qué más, logró ubicarlo como un boticario borracho que intoxicó y mató por negligencia a mucha gente allá en el XVIII. ¿Y la niña? No pusimos mucha atención, sobre todo porque la asoció con algo así como un espíritu muy joven que había habitado plantas y animales:
—Es un ser muy tribal, una esencia poderosa.
Mi madre debió haber escuchado: “Es un ser muy trivial, en esencia poderosa”, cosa que no le gustó en absoluto, pues en casa la única con poder era ella:
—¿Por qué nadie sabe qué va a ser esta niña?
III
Como había dicho, mi ego, acompañado del favor del inconsciente, decidió vivir más dormido que despierto. La verdad, no fue ninguna complicación llevar este ritmo en la cotidianeidad: nuestras vidas eran como esas películas donde te duermes y cuando vuelves a abrir los ojos sigue sin pasar nada, lo cual te facilita seguir la historia. Vivía enterándome de lo fundamental, como cuando mi hermano se tragó todo un instrumental médico y murió a causa de ello. En realidad fue un suicidio, eso a todos nos quedó muy claro, menos a mis padres; en el funeral se mantuvieron abrazados mientras de manera siniestra movían la cabeza al unísono negando aquello. Quizá porque mi madre reconoció en silencio que no se puede tomar la batuta en cuestiones kármicas y que mi hermano siempre fue un pésimo doctor (porque nunca quiso serlo).
Además, un doctor que, en ese intento de no llevar una vida tan monótona, dejaba dentro de sus pacientes un pequeño bisturí u otras cosas sin importancia. En algunas ocasiones este olvido voluntario acabó con la vida de sus pacientes. Quizás, y no lo justifico, fue esa necesidad de que los otros continuaran comiendo las cosas que a él le prohibieron desde siempre, echándole la culpa al ansia, a la angustia. Si lo hubieran dejado inmolar a aquel hombre que se tragó un avión en tres años, mi hermano estaría vivo, sería famoso y no estaría repitiendo su karma.
Yo lo quería y aun así me quedé dormido en su entierro.
¿Y la niña?
Apareció como las sombras llegan, para deslizarse sobre un árbol del que no se movió hasta que el féretro descendió y comenzaron a echarle tierra.Cuando quise acercarme para saber de su vida, ya no estaba. Pero sí los reporteros, acechando a mis padres con preguntas morbosas. Logré persuadirlos y ayudé a mis progenitores a subir al auto a toda prisa. Por recompensa obtuve una mirada húmeda, distraída. Yo, como siempre,me dormí.
IV
Pasaron los años. Yo luchaba contra un destino manifiesto que me condenaba a ser ladrón, porque a fuerza de repetirme aquello, llegué a creerlo. Y después de la muerte de mi hermano, mi madre se empeñó en vigilarme más. Así que, por sí o por no, me mantuve al margen de las fortunas (de los otros) y de lo que me pudiera traer problemas. Me hice de buenos trabajos en los que me esforzaba y destacaba, pero mi imposibilidad de mantenerme despierto me impidió sobresalir. Todos se volvieron recelosos: una persona que duerme tanto no puede estar sana ni física ni mentalmente. Uno a uno fui perdiendo mis empleos, mis amigos y novias; a la larga siempre me quedaba dormido.
V
Mi padre me informó, después de despertarme varias veces mientras dormitaba en el teléfono, sobre la muerte de mi madre. No lloré ni sentí nada, salvo un profundo alivio. Me incomodó un poco el no haber sido invitado al funeral, celebrado de manera privada y con apenas unos cuantos allegados (¡por Dios, yo soy el hijo!). Sin embargo, como una cosa natural, fui notificado, esa fue la palabra que utilizó mi padre, como una atención por los lazos de sangre; además quería verme por un asunto muy familiar. Descarté la idea de una herencia tardía: mamá nos desheredó desde nacidos.
Nos reunimos para cenar. La mesa que antes estuviera llena ahora sólo nos albergaba a los dos. Comimos sin pronunciar palabra. Como de costumbre, mi padre leía el periódico y yo tardaba bastante en terminar cada plato, pues dormía fugazmente entre uno y otro. Cuando por fin llegó el café —doble para mí, a ver si la cafeína hacía su trabajo—, él se quitó los lentes (cosa que no presagiaba ninguna buena noticia) y habló:
—Creo que tu hermana sí está comiendo personas literalmente. Hay que buscarla, no quiero más escándalos… No más, ¡por la memoria de tu madre!
Sin evitarlo solté la carcajada que muchos años antes se me había atorado en la garganta. Una vez que terminé de reírme (no cabía duda de que con los años uno aprende a reprimirse menos), pude observar a mi padre. Muy serio, me miraba con atención. Quién sabe qué descubrió después de examinar mi cara durante un buen rato, pues le devolvió un rostro sereno. Se puso los lentes, y sin dejar de lado el periódico, dijo:
—Menos mal que contigo no me equivoqué, ojalá todos hubieran nacido así de insignificantes.
Los restos de la risa se me atragantaron y no, no pude caer dormido.~
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