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Un cuento de Bernardo Monroy

 

-1-

¡Todo en exceso! Para saborear la vida, tómala a grandes bocados.
La moderación es para los monjes.

—Robert A. Heinlein

EL SOLDADO PIXELEADO subió a la nave. Todo el universo dependía de sus habilidades… o al menos, lo que correspondía a una pantalla negra y una realidad construida en ocho bits.

En medio de la negrura del espacio carente de estrellas, podían verse los extraterrestres: caras deformes de color neón brillante que flotaban hacia la flota de naves espaciales, con el único fin de destruirlas. Los soldados ignoraban las motivaciones de los alienígenas, y estos las de los soldados. Así era en toda guerra.

El soldado sabía que su existencia era efímera, que toda pelea estaba perdida de antemano. Recordaba a sus compañeros caídos en batalla: la esfera amarilla que era desintegrada por los fantasmas que recorrían aquel laberinto azul neón, o las piezas que caían aleatoriamente y debían encajar a la fuerza.

Toda su tropa se limitaba a los caprichos de aquel dios cruel.. Casi nunca era visible ante los ojos de los soldados y los invasores extraterrestres, pero cuando aparecía, tenía el rostro de un adolescente de no más de 16 años, de cabello negro y con la cara adornada por espinillas y acné. Cruel, insensible, engreído, injusto. Antipático. Como todos los putos dioses.

—¡SOLDADO! ¡NO SE DISTRAIGA!

Los gritos del comandante alejaron al soldado de sus disertaciones. En más de una ocasión se había visto acreedor a amonestaciones y castigos por su carácter existencialista y sus preguntas incómodas.

—¿Hay vida más allá de la pantalla? ¿Por qué dios es tan cruel? ¿A dónde vamos una vez muertos? ¿Por qué nuestra existencia es tan corta? ¡Solo duramos unos minutos, a veces milésimas de segundos! ¿Por qué ni siquiera tenemos nombres?

—A NADIE DE ESTE EJÉRCITO LE IMPORTAN TUS OPINIONES, SOLDADO —vociferaba el comandante.

El soldado suspiró. Se puso su casco pixeleado, despegó en su nave pixeleada y voló hasta el rostro del invasor espacial. En cuestión de segundos hicieron contacto, y quedó desintegrado, convirtiéndose en pequeños cuadrados bidimensionales.

 

-2-

Esteban propinó un golpe al tablero del arcade. Exclamó una mentada de madre que se escuchó en toda la sala recreativa. Ya se había gastado todo su dinero en ese maldito juego y si derrochaba una moneda más, se quedaría sin ir al cine. La función empezaría en 10 minutos.

La cinta de moda se llamaba “Top Gun: riesgo en el aire”. Se acaba de estrenar hacía unos días, en julio de 1986. A sus 18 años, prefería películas de corte realista, no como “Tron” la ridiculez que había visto la semana pasada en la videocasetera BETA que sus padres compraron. Lamentó el tiempo desperdiciado en semejante basura, desde que fue al videoclub, tomó la película, la pagó y fue a su casa. Trataba sobre videojuegos con alma y pensamiento.

“Qué pendejada”, pensaba. “Con la Guerra Fría en pleno uno no puede andar perdiendo el tiempo en fantasías”. La única escena rescatable era aquella de las carreras de motos de luz, fuera de eso todo era estúpido. Aquellos momentos de color azul neón se proyectaron en su mente.

Esteban salió de la sala recreativa de Arcades, mejor conocida en México como “Chispas” o “Maquinitas”. Un tipo llevaba un walkman con el volumen tan alto que alcanzó a escuchar la canción de moda: algo de que sufría un mamón y no le querían devolver a su chica.

Pagó la entrada y accedió a la sala de cine. Mientras la película empezaba, imaginó cómo sería participar en una guerra de verdad.~