El infierno de los amantes

Texto e intervención: Adriana A. Rodríguez

 

—FRANCESCA. CREÍ QUE NO LLEGARÍAS.

—Por favor, como si hubiera manera de evitar esta cita. Nuestro círculo es tan reducido… Además, me aburría. Por aquí no se ve más que esa horda de obreros con su ridículo overol rojo. Y pensar que alguna vez les tuvimos miedo.

—En ocasiones tu mal humor es lo verdaderamente aburrido.

—Tienes razón. Disculpa. Es este clima al que no logro acostumbrarme. Aunque te confieso que ya no podría estar en otro sitio.

—¿Incluso si hubiera esperanza?

—Reconozcámoslo: después de un tiempo, uno echa raíces en cualquier parte.

—¿Quieres tomar algo? Ya sabes, sólo hay esa cosa hirviente y asquerosa.

—Pide lo que quieras.

—Cuánto entusiasmo.

—Sabes bien a qué vine. Tengo que preguntarte por qué me abandonaste así, sin decir nada. Y, lo peor: ¿por qué no me hiciste saber que nunca iba a querer a nadie como a ti?

—Directa, como siempre.

—Llevo mucho tiempo con eso atorado en la garganta, como este aire caliente que nos recibió desde el primer día. ¿Me dirás, sí o no?

—Supongo que por miedo a que me dejaras primero. Créeme. Fue algo terriblemente difícil por el amor que sentía por ti. Pero yo también, ahora, con la cabeza un poco más fría… No te rías… te puedo decir que aún pienso en ti.

—Supe que estás con otra.

—No voy a hablar de ella. Con el paso de los años, los prisioneros sólo nos tenemos a nosotros mismos… Y acabamos por tomarnos cariño. Puedo apostar que tú hiciste lo mismo.

—Nuestra obligación era estar juntos. Y lo olvidaste.

—Nunca lo olvidamos. Sencillamente, nos hartamos de esa obligación. La culpa de amar a quien traicionó a su marido acaba por cansar a cualquiera.

—Te recuerdo que, en ese mismo instante, tú traicionaste a tu hermano.

—Después de todo este tiempo, ahora lo sé: no traicionamos a nadie. La traición requiere un tercero. Y esa tarde sólo existíamos nosotros dos en el universo.

—Eso es de Borges, ¿no?

—Fui ingenuo al suponer que no lo reconocerías. ¿Cómo lo contarías tú?

—De un modo más sencillo: queríamos ser personajes de las novelas que tanto nos gustaban. Nos descubrieron. Y aquí estamos. O estuvimos.

—Nos salió demasiado caro: tanta juventud y tantos años por venir. Nadie hubiera aguantado.

—Yo sí, Paolo.

—Tú siempre apasionada. Cómo te extrañé, a pesar de lo mal que estábamos hace… ¿cuántos siglos?

—Suéltame.

—Disculpa: deseaba tanto volver a tocarte.

—¿Qué pretendes?

—Pensé que podríamos ser amigos…

—Para mí no es tan sencillo. Entiéndelo. Yo no te hubiera dejado ir nunca, sin importar si te hacía daño o me lo hacía a mí. Nuestro arrepentimiento se parecía a la felicidad, mientras lo padeciéramos juntos, aunque se dijera lo peor de este sitio, y lo es, claro: la violencia, el calor, los vecinos… Hasta que te fuiste.

—No fui yo, sino el desgaste de los años, Francesca, la costumbre que se volvió más asfixiante que el aire viciado que respiramos.

—Éramos demasiado jóvenes para entender que el verdadero castigo de la pasión es sentirla apagarse.

—Y decidiste imponer una tortura nueva: los celos. Admite que tú me dejaste primero: todo el tiempo en charlas con escritores, buscando hacerte su amiga. Eras consciente de tu efecto sobre ellos. Alejarme era el siguiente paso.

—Tú sabes que pocos escritores se animan a pasar por aquí. Siempre les hablaba de nosotros. Disfrutaban la historia y lamentaban nuestra suerte. Dante, ¿lo recuerdas?, era tan sensible que me contagiaba sus arranques creativos: “No hay más dolor que recordar la felicidad en la miseria”, le dije.

—A Byron lo recuerdo.

—Para mí, la alegría pasada ya pasó; en cambio, el dolor pasado no deja de doler. Algo así escribió.

—¿Qué dirían si nos vieran hoy?

—No sé. Yo les diría que todo es infierno: el aburrimiento, tu ausencia, estos reencuentros esporádicos. Pero tienes prisa, ¿verdad? ¿Quieres que nos vayamos?

—No te preocupes, espero a que te bebas tu aceite hirviendo.

—Cuidado, no vaya a ser que ella te mande al diablo si llegas tarde…~