Héctor*

Por Marcela Ribadeneira

Space isn’t remote at all. It’s only an hour’s drive away, if your car could go straight upwards.

 Sir Fred Hoyle, astrónomo

 

PRONUNCIAR HU-BLE, ASÍ, saboreando las dos sílabas y sintiendo que eran burbujas que salían de mi garganta, era una de mis cosas favoritas. Tenía diez años cuando abrimos un gran ojo en el cosmos.

 —Ya no somos una civilización ciega, me dijo Mamá.

Leyó la noticia en el periódico, un domingo mientras desayunábamos. Tostadas con mantequilla y huevos tibios para ambas; café americano para ella, un vaso de leche fría para mí. Estaba emocionada. Me explicó que hasta ese momento la humanidad había sido un gato recién nacido, con sus párpados cerrados, y que el Hubble era el primer ojo que abría. Mamá les decía ​kittens a los gatitos, y casi todos los días vestía jeans y camiseta. Siempre olía a limpio, a ropa recién lavada y secada al sol. Había nacido en Nehawka, Nebraska, un pueblo de poco más de cien habitantes. Mamá hablaba muy poco de su vida antes de conocer a Papá y mudarse a nuestro país. Hablaba aún menos de él.  He’s gone Lidia. It’s just the two of us, me decía cuando le preguntaba. Yo había visto a muchos gatitos recién nacidos abrir sus ojos. Antes de que la operáramos, Wasabi parió al menos tres docenas de crías de todo tipo. Hubo moteadas, bicolores, a rayas, tricolores, de un solo color, vivas, muertas, moribundas, incompletas y con dedos de más. A los moribundos e incompletos, Mamá los lanzaba al viejo pozo que había abastecido a la casa antes de que el barrio tuviera agua potable. Cuando aún estaban cubiertos por una película brillosa de placenta, los metía en un costal y se sentaba al borde de esa boca oscura. Los gatitos no eran más grandes que mi puño. Se agitaban, se retorcían, lanzaban chillidos. Sus gritos me desgarraban el corazón pero jamás afectaron la resolución de Mamá. Ella sostenía el costal sobre el pozo y abría la mano. La gravedad hacía el resto del trabajo. Los gatitos caían tan rápido, que el sonido de sus cuerpos diminutos  rompiendo la superficie del agua llegaba a mis oídos antes de que yo pudiera parpadear. Ustedes pensarán que Mamá era cruel con todos los animales, pero no es así. Les tenía un cariño especial a los gatitos que nacían con dedos de más. They are called polydactyl kittens, amor. Me explicaba que en nuestro país los veterinarios los sacrificaban, pero en Estados Unidos la gente los quería igual que a los gatos de 18 dedos. Ernest Hemingway los amaba, me decía ella y me contaba la historia de Snow White, el primer ​polydactyl cat que él tuvo en su casa de Key West.​ He was a disgusting man, amor. And a shitty writer.  But he loved his cats. Cada camada de Wasabi incluía una pequeña morcilla que se adelantaba a sus hermanos y abría un ojo, una minúscula rendija con la que se le revelaba un súper poder. El Hubble le había dado a la humanidad la capacidad de ver sin la distorsión que la atmósfera provocaba en la mirada de los telescopios terrestres. Sin el vidrio de la pecera, sin un párpado interponiéndose. El Hubble le había dado a la humanidad un nuevo sentido.

—¿Y qué siente un gatito cuando descubre la luz? —le pregunté a Mamá ese domingo en el desayuno.

Ella no respondió de inmediato, intentaba acabar su café sorbito a sorbito. Cuando terminó puso la taza sobre la mesa, delante del florero repleto de margaritas, y se pasó la servilleta por los labios.

—Aunque haya vivido en ella, siente que la oscuridad no existía hasta ese instante… Siente que la oscuridad acaba de nacer y empieza a tenerle miedo.

Yo había aprendido a convivir con la oscuridad. Tenía insomnio, aunque en ese entonces no lo sabía. Pensaba que todas las personas también tardaban dos, tres o cuatro horas en conciliar el sueño. Mientras miraba el techo de mi habitación en busca de los dragones, las brujas, los caballos y los ángeles que se formaban en el relieve irregular del champeado, un desfile de pensamientos monstruosos me visitaba. Me batía con ellos, pero en pleno combate mutaban. Les crecían cabezas, tentáculos, colmillos, a veces también alas o un pelaje suave. El ojo que la humanidad abrió en el cosmos era uno de mis pensamientos monstruosos preferidos. Era esquivo. Las pocas veces que logré someterlo el tiempo suficiente para mirar dentro de su pupila telescópica, vi cosas increíbles. Una vez vi una nubecita de humo negro latiendo en su interior, desbordándose; contaminando poco a poco el espacio que lo rodeaba. Invadiéndolo hasta fusionarse con él y luego conmigo, hasta cambiarme desde adentro y poner en mi garganta la semilla de algo que hasta este momento no he sabido reconocer. Uno de los monstruos más temibles contra los que luchaba cada noche era un mundo-pecera, un mundo cuya propia atmósfera lo asfixiaba, un mundo-prisión en el que nosotros, los reos, habíamos sido vencidos y lanzados a un rincón del cosmos, donde danzábamos solos y sin rumbo como los titanes en el Tártaro.

—¿Dónde están las noticias del Hubble? —le pregunté a Mamá algunos domingos después, estirando el cuello en un intento por ver qué era lo que leía con tanta atención en el diario—. ¿Nadie nos va a contar lo que se ha descubierto?

Sus dedos largos apretaban las hojas y tuve la impresión de que las letras, como arañas diminutas, trepaban desde el papel hasta sus manos y antebrazos. Habíamos empezado a desayunar tarde. Últimamente a ella le costaba levantarse temprano y hacer los quehaceres de la casa. Estaba pálida, cada vez más.

—Ya lo sabremos, Lidia —me respondió sin retirar los ojos del periódico, mientras sacudía su mano para librarse de las letras invasoras.

 Ya no había margaritas en el florero, ni huevos tibios o mantequilla sobre la mesa.

—Lo que ven los gatitos apenas abren un ojo… ​it´s blurry.

Dijo esto último con voz fastidiada, una explicación que se sintió como el manotazo que se da para espantar a una mosca. Como la sacudida que había limpiado su piel de aquellas letras.

—¿Entonces por qué no mandamos otro telescopio? ¿Por qué no abrimos un segundo ojo?

—​I don’t know, Lidia. I don’t work at Nasa.

 Esta vez el manotazo alcanzó a la mosca y la dejó aturdida. Mamá ya no estaba pálida, era translúcida. Las letras se apresuraban por abandonar la primera plana y desembarcar en su cuerpo-contenedor, donde empezaba a redactarse algo que yo era incapaz de leer.

Algunos domingos después de que Mamá se llenó de letras, me desperté muy temprano. Wasabi dormía al pie de mi cama. El pelaje gris se arremolinaba en el centro de su vientre. Pasé mi mano por encima y sentí cinco o seis cabecitas que estaban allí, empacadas, en total oscuridad. Alimentarla se había convertido en mi responsabilidad desde que Mamá se distanció del mundo, pero esa mañana encontré su plato lleno de comida para gato y agua fresca en su bebedero. Pensé que Mamá se había levantado temprano y eso me animó. Extrañaba conversar con ella, extrañaba escuchar sus historias, su voz y su acento. ¿Mami? ¿Mami? No respondió. ​Mom?, insistí con preocupación. Me senté a la mesa. El florero estaba repleto de margaritas y mi desayuno, servido: tostadas con mermelada de mora y mantequilla, un vaso de leche fría y una taza de chocolate caliente y espumoso. ​Mom? De nuevo, ninguna respuesta. No sabía qué le podría haber ocurrido. Quise buscarla, pero su cuarto siempre fue una zona prohibida que yo no osaba violar. Me avergoncé de que ese fuera el caso aún durante una aparente emergencia, pero la vergüenza no se tradujo en acción. Me quedé inmóvil.

El párpado inferior de mi ojo daba aletazos. Mi cabeza se entibió, creí que me desvanecería. Mamá —tuve la certeza— se había ido. Héctor llegó en ese momento. Yo no lo había visto nunca. No lo conocía, no sabía nada de él. Entró por la puerta de la cocina, la que daba al jardín donde estaba el viejo pozo.

—¡Buenos días, amor mío! —me dijo con voz gritona y me zampó un beso viscoso en la mejilla.

Vestía un overol azul, olía a cebolla, a alcohol, a fritura, y actuaba como si siempre hubiese vivido en la casa, conmigo. Quise levantarme y salir corriendo, pero las piernas me temblaban, sin la intención de seguir ninguna orden mía.

—No necesitas pedir ayuda, Lidia. No te voy a hacer daño —susurró a mi oído y se sentó en la silla de Mamá.

 Su cuerpo enorme chocó contra la madera y creí que la silla se rompería, creí que todo mi mundo se rompería si ese gigante maloliente no se largaba, si Mamá no se materializaba en su lugar.

—Prueba, es mermelada artesanal. Sabe mejor cuando el pan está caliente.

Héctor empujó hacia mí el plato con las tostadas después de pasar su dedo índice por encima de una.

—Mmm, ¡delicioso!

Mientras chupaba los coágulos de mermelada que había robado con su dedo, vi que sus uñas estaban repletas de una mugre verdosa. Notó mi asco. Terminó de chupar toda la mermelada, cogió una servilleta y la pasó por sus labios. Eso solo sirvió para esparcir las moras trituradas por su barba.

—¿Sabías que el Hubble no es el primer telescopio que ponemos en órbita, amor? La Unión Soviética —hizo una pausa y se bebió de un trago mi vaso de leche—, la Unión Soviética lanzó al espacio un observatorio con ocho telescopios más de diez años antes de que tú nacieras.

Héctor se levantó y abrió la refrigeradora.  Sacó un cartón de leche, llenó el vaso que él mismo se había tomado y lo puso frente a mí.

—Toma, Lidia. Necesitas el calcio.

Volvió a sentarse en la silla de Mamá y me clavó sus ojos. Él sabía que lo que acababa de contarme era una revelación para mí, sabía que ahora tenía mi atención, mi curiosidad. La humanidad no era una bestia cíclope que deambulaba sola por el espacio como yo creía. Teníamos varios ojos abiertos pero parecía que el resto del universo no quería dejarse ver. La huella de los labios gruesos y agrietados de Héctor había quedado impresa en el borde del vaso. Di un sorbo, con recelo, con asco. Un sacrificio para que él continuara su historia, para que avanzara el tiempo, para que aquel instante incómodo, surreal, pasara y yo pudiera tener alguna respuesta sobre Mamá, sobre lo que habían visto los ocho telescopios soviéticos, sobre quién era Héctor.

—¡Eso es, Lidia! ¡Vamos a entendernos muy bien!

La leche fría revistió el interior de mi estómago y me dejó una sensación de bienestar. Puse el vaso sobre la mesa y miré a Héctor haciendo un puchero; le demandaba continuar. Él sonrió.

—La vista no es el mejor sentido para entender el universo, amor —continuó—. Un gatito pierde toda su sabiduría cuando abre un ojo. Y se olvida que alguna vez la tuvo cuando abre los dos.

Héctor agarró mi vaso y volvió a tomarse la leche de un solo trago.

—La luz es el mejor instrumento para construir una mentira, amor —dijo con forzada               solemnidad—. Ven, si no vas a terminar tu desayuno hay algo que quiero enseñarte.

Héctor me condujo fuera de la casa, por la puerta de la cocina que daba al jardín, por donde él había entrado. Caminé detrás con cautela. Aunque había algo en su presencia que me resultaba familiar, no había olvidado que era un completo extraño que apareció espontáneamente en casa. Un extraño que, con toda la confianza del mundo, llegó y ocupó el puesto de Mamá. Con cada pisada, las suelas de sus botas aplanaban el césped que ella había regado sagradamente un día antes, que abonaba con cáscaras de papa y zanahoria. Al mirar los brotes de hierba desmembrados por su paso tuve la certeza de que Mamá no volvería. Mejor dicho, perdí la esperanza de que ella fuera a regresar, de que fuera a salir de la oscuridad que era su cuarto —si es que era allí donde estaba—, de que pudiera alguna vez recuperar la corporeidad. Héctor se detuvo frente al viejo pozo. La mañana estaba fría y el viento chocaba. El cedrón de Mamá aplaudía. El árbol de durazno de Mamá aplaudía. El pequeño arupo aún no florecido de Mamá aplaudía. Los dos arbustos de limón de Mamá aplaudían. El jacarandá de Mamá aplaudía.  Las matas de menta y manzanilla de Mamá aplaudían como aplauden los bebés, con emoción, con poco ruido. Los cedros de Mamá aplaudían. El pino de Mamá, ese que ella sembró siendo sólo una ramita, aplaudía.

—Asómate —Héctor insistió.

Asomé mi cabeza dentro del pozo.

 —¿Lo sientes? ¿Sientes cómo la oscuridad te desenreda la cabecita, amor?

El pozo no estaba completamente oscuro pero sí aislaba el ruido. No había aplausos adentro. Las paredes de piedra estaban cubiertas de un delicado musgo verde que parecía haber sido tejido por el croché de Mamá; se respiraba bien. Pensé en todos los gatitos que ella había arrojado allí, en el tiempo que pasó antes de que el agua llenara sus pulmoncitos, en el terror que debieron sentir, en los chapoteos inútiles que dieron, en sus maullidos. Morir antes de abrir los ojos, antes de descubrir la existencia de la luz. Morir luego de vivir pocos minutos.

—¿Ves que es más fácil pensar cuando no hay luz, amor?

La sangre empezó a acumularse en mi cabeza. Quise levantarla, reincorporarme.  Pensé en qué pudo haber pasado con sus cuerpecitos. Quise reincorporarme, pero Héctor me lo impidió.

—Solo un poco más, amor.

 Dejé de luchar. La mano con la que él sostenía mi cabeza se relajó y pude levantarme. Mis mejillas estaban rojas, calientes. Mis labios temblaban, pero me aguanté las ganas de llorar.

—La primera lección, amor, es que en una primera lección nunca se aprende nada. Las primeras lecciones son inútiles. Y los tipos que te las quieran enseñar, amor, son unos sádicos. ​Don’t ever listen to them!

Héctor había hablado con la voz de Mamá. O la voz de Mamá había resonado a través de Héctor. Me limpié las lágrimas que salían contra mi voluntad y traté de enfocar mi mirada en la figura que se dirigía a mí, pero fue imposible. Solo veía borrones, bosquejos primitivos de lo que hasta antes de meter mi cabeza en el pozo habían sido los árboles del jardín. El viento corría con fuerza y los borrones aplaudían. Me acerqué a la figura, a la entidad Héctor-Mamá, y empecé a lanzarle golpes furiosos. Ninguno le hizo daño, se sentía como si estuviese hecha de un vapor tibio.

—¡Lidia, basta!

Mamá me abrazó con fuerza. Sentí que era ella, realmente ella, con toda su corporeidad restaurada.

—Tranquilízate, amor. ​Everything is going to be ok. It’s ok.

Mamá se sacó la bata de lana que llevaba puesta y me la puso en los hombros. Volvimos a la cocina siguiendo los surcos que las botas de Héctor habían labrado en el césped. Cuando ella notó los brotes de hierba aplastados murmuró en inglés alguna lamentación de la que sólo descifré el final: ​it’s a shame. Una vez dentro de casa yo empecé a devorar mi desayuno y Mamá se sentó a leer el diario en su puesto. Ninguna letra trepó por sus manos. En la primera plana, un titular estático anunciaba que las primeras imágenes captadas por el Hubble eran defectuosas.

—​It´s a shame —dijo Mamá.

Wasabi entró desperezándose a la cocina. Muy pronto, media docena de gatitos ciegos se abrirían camino al mundo desde su vientre inflado. Muy pronto, pero no todavía.

*Del libro de cuentos Golems, El Conejo, 2018.