Glitch

Texto: Mariana Salamanca Intervención: Enrique Urbina

La Doctora ve el siguiente nombre en su agenda del día y asiente con la cabeza. Aquel es un buen Paciente: minucioso para explicar sus problemas y dócil para aceptar las soluciones.

En realidad, ella se hace llamar a sí misma “doctora” para legitimar su práctica. Al principio de su carrera, había diseñado el teatro completo: título universitario colgado en la pared, bata blanca y un estante repleto de frascos con pastillas. Eventualmente, y sobre todo en aquella nueva ciudad, la Doctora había confirmado que el título autoimpuesto le bastaba. Su carisma y firmeza logran convencer hasta al cliente más escéptico, y sus terapias infalibles hablan por sí mismas: como la Doctora garantiza resultados, a la gente poco le importan los métodos.

El Paciente entra al consultorio y se hunde en el sillón verde.

—Doctora, otra vez me despertó la taquicardia. Ni durmiendo puedo olvidar que te-tengo un cuerpo.

La Doctora se pone sus lentes y le ofrece al Paciente una ligera sonrisa. Asiente para que él continúe mientras ella toma unas cuantas notas.

Tensión en hombros, ceño fruncido, ojeras pronunciadas.
Rigidez en el puño derecho.
Ojos rojos.
Tartamudez.

—Además, me re-regresó el tartamudeo, ¡Doctora, lo primero que usted me curó!

El Paciente contiene el llanto, su respiración se agita. La Doctora pone sus lentes sobre el escritorio. Aprovecha que él se tapa la cara con la mano izquierda para confirmar su sospecha: el puño derecho sigue firmemente cerrado, como si temiera soltar una cuerda invisible.

La Doctora espera a que el Paciente se calme para preguntarle: —Señor T, ¿es usted un hombre supersticioso?

El Paciente levanta los hombros aún más. En su frente se dibujan tres líneas.

—Por supuesto que no, Doctora. Sería absurdo, da-dada mi profesión. Para ser honesto… vengo a consultarme con usted porque sé que me puede curar. Pero si mis colegas supieran…

—Pero si usted tira la sal sobre la mesa— interrumpe la Doctora, —¿simplemente la recoge, sin arrojar un poco sobre sus hombros?

El hombre se ríe. Piensa que es una broma, pero está acostumbrado a que las preguntas de la Doctora no tengan mucho sentido.

—¿Le teme a algún poder divino? ¿Disfruta del arte, de la música, de algún deporte?

El Paciente ve hacia el techo y niega firmemente con la cabeza. —Mi profesión es mi vida. Paso todo el día en el
laboratorio y apenas me da tiempo para comer y dormir.

—Cuando usted quiere levantarse en la mañana— continúa la Doctora, —¿se siente cansado, incluso exhausto?

Él asiente y aprieta el puño alrededor de la cuerda invisible.

—Y en el trabajo, después de estar sentado unas cuantas horas, ¿necesita un esfuerzo exagerado para poderse levantar? ¿Las rampas, las subidas, las escaleras son una faena casi imposible?

La Doctora toma un par de notas más.


Mandíbula apretada.
Adicción al trabajo.
Acartonamiento.
Falla en los rasgos HS-7, HS-82.

—Bien— le dice al Paciente, —voy a necesitar que se relaje.

Él confía en ella plenamente. Cierra los ojos, toma la pastilla que se le ofrece y espera la curación infalible de la Doctora.

En cuanto el Paciente se duerme, la Doctora examina sus ojos y confirma el diagnóstico inicial: una pequeña luz roja está encendida detrás de la pupila izquierda.

La Doctora toma la mano inerte del Paciente y lo obliga a jugar luchas con los pulgares. Los dedos del Paciente se activan y la Doctora lo deja ganar: él aprieta el pulgar de ella y jala su mano hacia atrás, como una palanca. La luz roja en su pupila se apaga.

El Paciente despierta. Sus ojos se han aclarado y su postura mejora de inmediato. Se siente lleno de energía, motivado.

—¡La música, Doctora! —dice, aún confundido, —Mi pasión de la juventud fue la música y otra vez siento que la escucho… ¡necesito escucharla!

El Paciente le agradece entre lágrimas de alegría y se retira.

El Jefe entra a la oficina de la Doctora, como siempre, por la puerta de atrás. Se sienta en el sillón verde donde antes estaba el Paciente y pregunta, —¿Fue un caso complicado?

La Doctora niega con la cabeza. —Tenía activado el freno de mano.

El Jefe la mira con seriedad. —Ya es el quinto caso en la región. Parece ser un defecto de fábrica.

—Ya está arreglado —contesta la Doctora, —Lo tengo bajo control. El Señor T está listo para seguir cumpliendo sus funciones.

El Jefe desaparece por la puerta de atrás; confía en ella plenamente. La Doctora mira el siguiente nombre en su agenda del día y asiente con la cabeza. Como toda persona que entra en el consultorio, la Señora N es dócil para aceptar soluciones.