Esperanza

Hay cosas que parece que nunca cambian. Pero la esperanza es lo último que se debe perder.


 

LA NIÑA AGUARDA sentada en su cama. La bolsa, hecha desde la noche, a su lado. La semana anterior vinieron a llevarse a Sonia, su compañera de cuarto del último año, así que ella no ha tenido compañera de cuarto de quien despedirse, no ha sido tan afortunada.

miedo2Mata el rato contemplando los huecos blancos que han quedado donde estaban los pósters de Sonia. Trata de recordar si el de Ricky Martin estaba a la derecha del de David Bisbal o a la izquierda.

Cuando la señorita Luisa abre la puerta, se la encuentra así, con las manos apoyadas en la falda y la mirada fija hacia delante, como las enseñan a sentarse.

—Esther, ya están aquí. Tienes que acompañarme —dice en un tono menos frío que triste.

La señorita Luisa es cariñosa con ella. No es que los demás cuidadores sean antipáticos, es que suele gastarle bromas cuando se lía con la geometría o se equivoca conjugando un verbo irregular, en vez de regañarla. Es de esas personas a quienes les cuesta disimular el afecto.

Recorren a buen paso el pasillo que conduce a las escaleras. Esther vuelve la cabeza a cada poco con la esperanza de que alguno de sus amigos se deje caer para decirle adiós, aunque sabe que a esas horas todos están en clase y no se les permite salir. Al final se consuela pensando que vendrá de visita con sus padres. Claro, algún fin de semana la traerán y podrá jugar con ellos, incluso decirle a Fernando que es un tonto, pero que el beso de despedida que, justo después de desayunar, le ha plantado en la boca  le ha gustado un poco, a pesar de habérselo dado delante de todo el mundo.

Mientras baja a saltitos detrás de la profesora, se fija en los dibujos de los más pequeños que cuelgan en las paredes del hueco. En ellos, los lugares, casi siempre aulas y dormitorios, aunque también el comedor y el patio, son demasiado simples, lo mismo que la gente, dibujada con palitos y círculos. Algunos, pintarrajeados con colores oscuros, dan mucho miedo. Ya no hay dibujos suyos en las paredes. A su modo, comprende que el olor que flota en el aire la acompañará pase lo que pase.

La pareja está en la sala de espera. La mujer se pone de pie sonriendo al verla entrar. Lleva una falda gris que le tapa las rodillas y una blusa naranja pálido con un broche de plumas de pavo real en la solapa. El pelo rubio, recogido en un moño. Huele igual que en las vistas, igual que cuando se conocieron. Un olor dulzón de perfume que hace que le pique la nariz y le entren ganas de estornudar. Como las otras veces la mujer sonríe y mantiene las distancias.

El hombre la mira y permanece sentado. Es grande aún sentado. Esa es la cosa que más le llamó la atención de él la primera vez, su tamaño.

—Ven aquí —musita palmeándose la rodilla.

Esther no sabe qué hacer y se pega a la señorita Luisa, que rápidamente la coge por los hombros.

—Anda, ve.

Deja la bolsa en el suelo con cuidado y se sienta en el regazo de… de Pedro. Por un momento, qué despistada, se había olvidado de los nombres. Papá se llama Pedro. Mamá, Elvira. Todavía se le hace raro pensar en ellos como papá y mamá.

Mientras la profesora y Elvira conversan, papá la mece sin decir nada.  A su alrededor, huele a la pomada que les ponen en la enfermería para los cardenales.

Pilla palabras al vuelo: piscina, perro, escritorio, clases de ballet…y otras relacionadas con documentos de adopción de los que no entiende nada. De todos modos, al parecer, todo está en regla.

—Bueno, pórtate bien, y aquí nos tienes para lo que quieras —dice la señorita Luisa al cabo colocándole el flequillo.
—¿Vendrás a verme?
—Sí, claro —sin embargo, tiene la impresión de que no será así.

Sale de la casa de acogida de la mano de sus nuevos padres, de la mano de los únicos padres que ha tenido. Antes de entrar en el todoterreno negro, el coche más grande del aparcamiento, echa una miradita al edificio. La profesora ya no está en la entrada saludando con la mano, pero cree adivinar su silueta tras las cortinas de la sala de espera.

No se acuerda del día en que la llevaron allí. No se acuerda de su verdadera madre. Nadie la ha hablado nunca de que existiera un padre siquiera. Ahora le da un poco de pena marcharse.

—Vamos, venga, que se hace tarde —la apremia Elvira tras cerrar el maletero.

Por la ventanilla, ve pasar árboles y coches y se pregunta cómo estará Sonia, si se lo pasará bien, si su familia será tan guay como la suya. La asombran las largas avenidas, el tráfico incesante, las extensiones de terreno que se abren más allá del arcén de la autopista. Sabe que hay muchas cosas en la ciudad, no es estúpida, pero nunca se la había imaginado tan inmensa.

No habla, se deja acariciar por la música de orquesta que sale por los altavoces de las puertas. Los adultos tampoco la atosigan, aunque Pedro no para de mirar por el retrovisor. Parecen nerviosos. La mujer da instrucciones constantes a su marido, como si éste no conociera el camino: ve más despacio, es la salida 16, cuidado con el camión, es la salida 16.

—Nos hemos arriesgado demasiado. Lo de antes estaba bien, pero esto… ¿Qué haremos cuando nos visiten? —dice el hombre mientras adelanta al camión.
—Improvisaremos, cariño. El dinero mueve montañas. Además, si llega el caso, nos mudaremos.

La mujer señala un cartel que avisa de la proximidad de la salida y añade:

—¿Qué pasa, que de pronto no te guste el riesgo?

Esther, a sus cosas, se acurruca un poco más en el asiento y se acuerda de que ha olvidado poner su nombre, ¡qué requetedespistada!, su nombre con rotulador en la esquina del patio donde firman los niños que abandonan la casa de acogida. Todos lo hacen. El de Sonia está escrito bajo un pegote de musgo que recuerda a una calabaza.

—Me gustaría volver —murmura.

Pedro baja el volumen de la música.

—¿Qué dices, hija?
—Que me gustaría volver a la casa de acogida. Tengo algo que hacer.

Sus padres cruzan una mirada.

—Ya estamos muy cerca, otro día te llevamos —dice el hombre acelerando a continuación.

Elvira tira del cinturón de seguridad y se coloca de lado.

—Quizás esta tarde después de la siesta ¿te parece?

La niña asiente y gira de nuevo la cabeza hacia el exterior. La línea discontinua de la carretera le recuerda a los trazos de tiza de la profesora Luisa al dibujar en la pizarra las aristas invisibles de las figuras geométricas. Si se fija en ella y en nada más, es como si no se interrumpiera, como si el todoterreno no avanzase. Regresará y pondrá su nombre en el patio. Debe hacerlo. Si no, sería como si nunca hubiera vivido allí.

El coche se detiene frente a una verja. Elvira baja la ventanilla, saca el brazo y pulsa un mando a distancia.

—Hay que cambiar la pila de este cacharro —se queja.

La puerta se abre lentamente hacia la derecha. El tejado abuhardillado de la gran casa sobresale por encima de unos árboles que a Esther le recuerdan a flechas o lanzas. Ha visto la casa en fotos: la fachada cubierta de enredaderas, la piscina con un pequeño trampolín, el jardín delantero, el columpio. En vivo, a medida que se aproximan a ella por un camino empedrado y la verja se cierra a su espalda, da la sensación de ser mucho más grande.

Podrá bañarse en la piscina por las tardes y jugar con sus nuevos amigos en el jardín. Pedirá permiso para invitar a Sonia y a Fernando y a todos los demás. Los que todavía piensan que a los niños mayores nadie quiere adoptarlos cambiarán de idea nada más ver la casa.

Se limpia los pies en el felpudo. Un inmenso pastor alemán se asoma gruñendo y enseñando los dientes en cuanto Elvira empuja la puerta. Esther se abraza a su padre.

—¡Quieto, Aníbal, a tu sitio! —ordena la mujer con una voz desconocida.

El perro deja el paso libre con el rabo entre las piernas. Una vez dentro, Pedro se aparta de la niña y le entrega la bolsa de viaje.

—Será mejor que la lleves tú a partir de aquí. Ahora mamá te enseñará tu habitación y yo conectaré la depuradora para darnos un chapuzón antes de comer —dice, mientras la mujer echa la llave y hace comentarios sobre el estado del césped: hay que regarlo menos, necesita que lo corten, podríamos plantar azaleas detrás de las arizónicas, podrías encargarte tú esta vez.

Esther atraviesa el recibidor seguida de su madre y se dispone a subir por la escalera. Los dormitorios suelen estar en el piso de arriba. Lo ha visto en las películas.

—No es por ahí —indica Elvira—, te tenemos un sorpresa, acompáñame.

Tras unos segundos de indecisión, obedece. Continúan por un pasillo al final del cual hay una habitación que parece una despensa. La mujer aparta unos sacos de la pared del fondo dejando al descubierto una puerta que permanecía oculta. Junto a ella hay un interruptor. Selecciona la llave más larga del llavero y antes de introducirla en la cerradura, se queda muy quieta.

—No pasa nada —dice al poco sacudiendo la cabeza—, tú irás delante —añade apartándose para dejarla pasar.

Esther da dos pasos inseguros. En una especie de descansillo, una escalera más estrecha que la del recibidor se abre ante ella. Más abajo del segundo escalón, está oscuro.

—Baja —susurra Elvira con la boca pegada a su oreja—, no seas tímida, yo te espero aquí mismo y enciendo la luz cuando llegues, así será más divertido. Abajo hemos montado una habitación de juegos para ti. Dormirás ahí. Los niños se mueren por dormir en un lugar como ése.

Apenas salvados unos pocos peldaños, Esther se detiene y mira atrás.

—¿Volveremos esta tarde a la casa de acogida? Es que tengo que firmar en el muro. Lo hacemos todos los que nos marchamos.

La mujer se encoje de hombros con impaciencia.

—Sí, sí, no te preocupes —responde—, pero ahora date prisa, ya verás qué bonita es.

La posibilidad de que en el sótano haya peluches, una videoconsola como esas que ha visto en los anuncios de la tele, la convence de seguir bajando. Al llegar a los pies de la escalera, la luz del sótano se enciende. Cuando la vista se le acostumbra a la claridad, la bolsa se le escurre de la mano.

—Saluda a tus hermanos —grita Elvira antes de abandonar el descansillo, echar la llave, y apagar la luz.~