El segundo diluvio

Un cuento de Cesar S. Sánchez


 

Esta es la historia tal y como me llegó. Tal y como me llegó, la transmito.

DOMINGO DE UN mes caluroso, once de la mañana. Juana, sesenta y ocho años, en marzo hará sesenta y nueve, decide sorprender a su marido, Carlos, setenta y cuatro, con un desayuno consistente en porras y chocolate. El médico les ha dicho que no deben comer esas cosas, pero, ¡qué narices!, un día es un día, y se acerca el aniversario de bodas.

Confía en que su marido aún siga en la cama cuando regrese, así podrá despertarlo un segundo antes de dejar la bandeja sobre la mesilla.

Una de las cosas que más le gustan es verlo despertar, ver como sus ojos se abren a lo que deparará el nuevo día, como se acostumbran a la luz que entra por la ventana. Unos ojos que no han perdido ni un ápice de vitalidad.

En algún armario de la cocina debe de haber un termo para poder traer el chocolate, por si acaso no disponen de recipientes apropiados en la tienda. A veces, Carlos se queja de que sea tan previsora. Sabe que se queja con razón, pero no puede hacer nada para remediarlo. Así la educaron, forma parte de su carácter. Lo que desconoce es que es la última de una raza de titanes, aunque muy pronto lo va a descubrir.

De camino a la churrería, se acuerda de lo mucho que le gustaba a su hijo Alberto el chocolate con churros y se pregunta qué tal le irá en su nuevo trabajo y si se apañará bien viviendo solo. Hace unos años, ni se habría planteado comprar el chocolate ya preparado, lo habría hecho ella misma. La vida cambia un disparate sin que nos demos cuenta.

2

Óscar, 45 años, soltero y sin compromiso, aunque oportunidades no le han faltado. Hace no tanto, escapó in extremis de una celada a la que no le faltaba ni la ceremonia de largo ni el banquete en el salón de bodas al uso ni la luna de miel en Tailandia. Sin embargo, en el último momento, consiguió salir por pies.

Su desayuno de los domingos consiste en cualquier cosa que contenga  más de cuatrocientas mil calorías. Eso forma parte de la larga lista de caprichos con que se homenajea los fines de semana. Hoy ha pensado en churros y tres tazas de café bien cargado.

Trabaja en un banco. Es director de sucursal. Tiene ambición, pero intuye que no le dejarán ascender mucho más. Desde pequeño sospecha que no es como los demás. No obstante, se ha cuidado mucho de mantenerse alejado de lo que late en su interior. Le da miedo. No es para menos.

Al ponerse los pantalones vaqueros, acepta con resignación el hecho de que los próximos tendrá que comprárselos una o dos tallas más grandes. Otra cosa que añadir a la cada vez más extensa lista de cosas a las que resignarse.

Óscar se une a la cola de la churrería. Son las 11: 25. No le molesta esperar. En la ciudad no queda otra, es eso o volverse majara. La larga fila asoma por la entrada del local igual que la lengua de una serpiente.

Como no ha comprado el periódico, se pone a mirar el escaparate de la tienda de electrodomésticos que queda al lado. Casi de inmediato, una deslumbrante televisión de plasma reclama toda su atención, de modo que quienes le preceden enseguida empiezan a alejarse.

3

Juana llega a la cola a las 11:27. Ve al hombre parado junto al escaparate de la tienda de electrodomésticos; por su actitud parece ajeno a la cola. Pasa a su lado dejándolo atrás.

— Perdone señora, yo soy el último –la regaña Oscar.

— No digo que no, pero cuando yo he llegado usted no estaba en la fila –replica Juana con aplomo.

Óscar no piensa, solo siente que ha llegado el momento. Son los ojos de la mujer, su tono altivo, su nariz roma de perro de presa, y algo más que no sabe con qué tiene que ver y le obliga a tomar cartas en el asunto.

Sin mediar palabra, lanza una patada al torso de su interlocutora, que envía a ésta por los aires, por encima de las cabezas de los de la fila y de los transeúntes, hasta una zona de cubos de basura a 15 metros de distancia, contra los que se estrella volcando parte de su contenido.

Un instante después, Juana se incorpora, se alisa las arrugas de la blusa y coloca las manos entrelazándolas en forma de cuenco, como si fuera a lavarse la cara o a beber agua en una fuente imaginaria. Actúa como un autómata. Obedece a un instinto más antiguo que los relojes. No es consciente de sus actos. Su rostro parece esculpido en bronce. Ha reconocido a su némesis. Los ojos no dejan traslucir ninguna emoción. Ni rastro del termo para el chocolate.

Una madeja de rayos, el haz místico, se materializa de improviso sobre sus manos, una bola de luz que un segundo más tarde sale disparada contra el pecho de Oscar, quien, a consecuencia del impacto, se ve catapultado a dos manzanas de allí.

El choque de su cuerpo contra la fachada de un edificio provoca el derrumbe del mismo, así como la caída de cascotes de los edificios adyacentes. Juana, de un solo salto, cubre la distancia que los separa y se planta sobre el montón de escombros que sepulta a su enemigo mortal.

La gente busca refugio donde puede, en los soportales del mercado cercano, entre los coches aparcados en las aceras, bajo las marquesinas de las tiendas.

4

Sonia, una niña de 8 años, se esconde con su madre en un callejón. Está muy asustada y aprieta con fuerza la mano que aprieta con fuerza la suya. Trata de no mirar a su alrededor, de no escuchar los gritos de la gente, de no ceder al desconcierto que se ha adueñado de la calle. Pero sus ojos y sus orejas se empeñan en seguir registrando sin comprender.

Ahora se arrepiente de haber insistido tanto en acompañar a su madre, en vez de quedarse en casa con su hermano. Lo ocurrido le ha hecho olvidar que se puso tan pesada porque pensaba que quizás después de hacer la compra podrían pasarse un ratito por el parque.

5

Bajo los escombros, Óscar se pone en manos de la energía providencial y, por segunda vez, el poder del espíritu de la madre tierra, canaliza a través de la carne del elegido la catarsis aletargada durante años.

6

A las 11:30 una explosión, la gran explosión, la cual tiene su origen en los ojos de Óscar, arrasa por completo la ciudad.

7

Entre las 11:33 y las 11:35, todo queda de nuevo en calma. Una calma salpicada por incendios y desplomes, por chorros incontrolados de gas y agua que brotan aquí y allá del interior de la tierra, por fogonazos voltaicos y pequeñas detonaciones que no consiguen revolver la marea de silencio que cubre los restos de las avenidas.

8

A las 11:36 Juana y Óscar están de nuevo frente a frente, mirándose a los ojos a pesar de la distancia que los separa. Ambos preparados para el ataque.

9

A las 11: 38, Sonia se da cuenta de que la mano de su madre ya no aprieta la suya, de que la fuerza de la onda expansiva la ha arrebatado de su lado. Entonces y sólo entonces, comienza a llorar.

Al principio, las lágrimas forman un pequeño charco a sus pies, en cuya superficie se ve reflejada la colina de escombros a la que ha quedado reducido el mercado cercano. Sin embargo, el charco rápidamente va creciendo y los reflejos consiguen atrapar poco a poco a las nubes, a las columnas de humo negro que se elevan sobre el caos, a los asustados habitantes del cielo que huyen precipitadamente del desastre.

10

Juana y Óscar continúan mirándose cuando el líquido salino alcanza sus tobillos, cuando les llega por la cintura, cuando trepa hasta sus cuellos hinchados de tensión.

Y así seguirán, mirándose sin hacer nada más que mirarse, cuando el mar de lágrimas, el océano de tristeza infantil, cubra sus cabezas y haya hecho desaparecer bajo su seno la llanura sobre la que se extendía la ciudad.

Y dicen que, en algún lugar de las profundidades, aún continúan cara a cara como dos estatuas condenadas a vigilar la inmovilidad de la otra, el silencio de la otra, a certificar que la amenaza contenida en los ojos petrificados de su oponente seguirá para siempre tras sus ojos petrificados confinada.

Y la ciudad calla en un solemne desaparecer.

Y las palabras detienen la descripción de la nada renacida.

Y la mañana se desvanece.

Y algunos animales se unen a la legión de supervivientes que flotan a la deriva.

11

Pasa el tiempo, semanas, meses, puede que años, y, un buen día, la niña, quien sigue aferrada a la rama de un álamo desde aquel domingo de un mes caluroso, deja de llorar. Aunque ya es demasiado tarde: el mundo que conocíamos yace bajo las aguas salidas de sus ojos, bajo las aguas del segundo diluvio.~