El secuestro satánico
Un cuento de Enrique Urbina
1
MEDIANOCHE ACERCÁNDOSE. LA niebla se arrastraba por las calles. Brian y Sheyla regresaban a casa del cine. Acaban de ver El monje que vendió el queso robado. Hablaban de ella. La alababan, más bien. Todo. Las actuaciones, la fotografía, la dirección. Era un poco más obscura que el libro, cosa difícil de por sí, pero bien lograda. Y aún tenían energías para seguir divirtiéndose. Lo supieron cuando estacionaron el auto frente a su casa y se empezaron a besar. Pararon sólo porque Sheyla descubrió un gato callejero mirándolos como si los juzgara. Eso dijo Sheyla. Pero estaba su casa.
2
Sonó el teléfono cuando Brian, con sus enormes brazos, dejaba sobre la cama a Sheyla. Dormía ya. Era El Número. Esperaba su llamada pero no a esa hora. Brian contestó.
—¿Qué pedo?
—¿Qué pasó, mi Brian? — era Manuel, como esperaba que fuera.
—Pues nada, aquí, ¿y tú?
—¿Aquí dónde?
—Aquí en mi casa.
—Ah.
—…
—…
—Oye, qué crees.
—Ya es tiempo.
—Sí. ¿Cómo supiste?
—Tú me dijiste que me ibas a marcar cuando fuera tiempo.
—Ah.
—Sí.
—Pues vente.
—Voy.
Y colgaron. Afuera, la noche despertaba, agarraba su última forma. Crecía. Brian checó que Sheyla estuviera bien dormida. Le susurró que iba con sus amigos. Ella asintió entre sueños. Fue hacia el coche. Abrió la cajuela y después el compartimiento secreto. Estaban el gato, los cables para pasar corriente, las luces de precaución, su túnica negra, Libro Púrpura, talismanes y daga de plata para los sacrificios. Todo en orden.
Brian arrancó y, contento, fue hacia el punto acordado por siempre. No pudo ver, entre la niebla y su emoción, a los hombres que acechaban en los arbustos de su casa. Se movieron en silencio cuando Brian estuvo lo suficientemente lejos. El caos se desataría.
3
Brian llegó al lugar donde se reunían cuando los planetas y las dimensiones se alineaban: la casa de Manuel. Era grande y casi lujosa. Brian la conocía demasiado bien. Salió del auto y tomó las cosas de la cajuela. Hizo un mapa imaginario de la casa mientras caminaba hacia la puerta. Entrando estaba el recibidor con una escultura de Luke y Darth Vader en el centro. Los personajes estaban en la posición de la estatua de La Piedad de Miguel Ángel. (La casa era casi lujosa porque a Manuel le gustaba coleccionar réplicas de obras de arte pero protagonizadas por personajes del cine). A la izquierda, la cocina. A la derecha, la sala, lugar que, después del sótano, era el que más había visitado. En los pufs (horriblemente incómodos) regados por todo el lugar, se juntaban para jugar cartas, dominó, Dungeons & Dragons y, a veces, para ver el futbol. Ahí tenía una Ellen Ripley como la Mona Lisa y un Naufragio del Medusa donde se alcanzaban a ver Jack y Rose. Arriba estaban los cuartos, baños y un clóset enorme; la mayoría de las pinturas y esculturas estaban en ese piso. En el tercer piso, un gimnasio. Ése lo conocía de cuando había competencias de pesas entre los conocidos. Brian tenía el récord.
Tocó a la puerta tres veces, iba a esperar unos segundos para terminar los golpes que se tenían que dar como pase, pero la puerta se abrió. Estaba abierta desde el principio. Eso nunca pasaba. Algo raro había.
4
Sheyla gritaba y pataleaba. La encontraron dormida, pero al quitar la sábana que apenas cubría su cuerpo en bragas, dio un salto y quiso escapar. Tres hombres se necesitaron para retenerla. La durmieron dándole a oler una mezcla de especias profanadas por sus rezos. Uno dejó un mensaje sobre las almohadas: ORA ES NUESTRA LA ELEGIMOS PARA TRAER AL DIOS QUE GOBERNARÁ TODO HASTA AL SUYO QUE NADIEN QUIERE.
Saliendo de la casa, uno de los secuestradores pidió a los otros que lo esperaran. Se paró frente a la puerta principal y se bajó el cierre del pantalón.
—¿Qué chingados haces?
El ruido de los orines del hombre chocando contra la madera respondió su pregunta.
—¿Qué chingados? —dijo otro — ¡Ya vámonos!
—Marco el territorio del enemigo.
Una limosina negra se detuvo frente a la casa.
—¡Ya! —dijo el primero, y jaló al que orinaba.
Corrieron hacia la limosina y entraron. Sheyla despertó. No dejó que sus secuestradores lo notaran.
5
Dentro de la casa, nada se escuchaba. Brian apretaba bien la daga de sacrificios con su mano derecha. Con la izquierda cargaba la ropa y los talismanes. Primero registró la cocina. En la tensión casi ataca al Gremlin que estaba junto al frutero. Nunca entendió por qué Manuel lo tenía junto a la comida. Después fue a la sala. No había nada. Restos de comida. Los pufs estaban tirados por todo el lugar. No se podía saber si fue por un forcejeo o simplemente estaban acomodados de esa forma.
Fuera de eso, todo estaba normal. Brian pensó en continuar con su exploración en los pisos de arriba, pero se decidió por el sótano para evitar sorpresas. Mejor reconocer el terreno más cercano.
Las escaleras crujieron con sus pasos. Eran como truenos en el silencio de la casa. Si el enemigo estaba al otro lado de la puerta, seguramente ya lo esperaba. O tal vez no; había una pequeña probabilidad de que la puerta fuera lo suficientemente gruesa o que el enemigo tuviera un severo problema de sordera y así no lo escucharan. Ojalá. Pero Brian no se confió. La puerta estaba cerrada. La pateó para abrirla. La chapa se rompió y la puerta se azotó con la pared del otro lado.
6
Brian y Sheyla se conocieron en un bar. El encuentro no fue fortuito, pero el enamoramiento, sí. Se rumoraba sobre la buena estrella Sheyla. O algo parecido. Se hablaba de la llegada de una mujer que podía hacer eclipses a voluntad. Eso no era cierto. Era un piropo grotesco que pocos entendían, como Brian. Lo que sí era cierto es que los astros la favorecían. Brian se acercó a ella ofreciéndo hacerle una carta astral en ese momento. También le ofreció un trago. Al principio, el hombre tenía planeado raptarla para un ritual en casa de Manuel, pero Sheyla lo embrujó de amor: descubrió esa noche, saliendo del bar, que comía sólo tacos de tripa, como él. Decidió entonces desaparecerla del mapa. La protegió de las demás reuniones de amigos del pueblo que competían con la suya. Era difícil porque muchos de los talismanes que usaba esa gente vibraban cuando estaban cerca de ella. Era inevitable que un día la intentaran raptar. Pero no estaban desprevenidos por completo. Alguna noche después de unas muchas copas de malteada de chocolate, Brian le confesó todo a Sheyla: por qué se le había acercado, qué había comprobado, cómo se había enamorado y la buenaventura acompañada de la amenaza que la seguían. Ella lo entendió todo; ya lo intuía. Acordaron algo para cuidarse entre ellos; usarían una herramienta antigua, que ya pocos conocían, para avisar a distancia que uno o el otro estaba en peligro. Comprarían unos beepers.
7
El lugar estaba iluminado por unas velas que formaban una estrella de 13 puntas. Alrededor había unos pictogramas y lenguaje no humano dibujado, seguramente, por los 5 hombres que veían sus celulares y platicaban entre las sombras. Eran Manuel, Joselo, Gerald, Francisco y Makoto.
—¡Güey, qué te pasa! —dijo Manuel dando un salto por el golpe de Brian que casi tiró la puerta.
—Eh… —Brian seguía sin creerlo —. La puerta principal estaba abierta.
—¿Qué? A ver. Quién fue el último en llegar.
—Yo —contestó Gerald levantando la mano.
—Pendejo —le dijo Manuel—. A la próxima tú eres el sacrificio aunque nadie dé ni un pan por tu alma.
Gerald no dijo nada porque sabía que nadie daría un pan por su alma y por la pena de poner en peligro a los demás.
—Bueno y, ¿qué onda? ¿por qué no están vestidos?
—Ah, es que Gerald no es el único idiota aquí —dijo Makoto —. ¿Ya ves que hoy convocaríamos, por fin, a la Gran Rata Sin Dientes? Pues adivina a qué Francisco se le olvidó traer el recipiente para la consciencia inmaterial que iba a llegar.
—¿Es en serio? —dijo Brian.
—Ya les dije que no pude pasar por él porque los niños quisieron ir de improvisto a la feria. No saben cómo me anduvieron molestando para que los llevara. Era eso o no venir por estar calmándolos toda la noche —dijo Pancho.
—Y todavía el cínico nos trae este juguete de luchador que se ganó en las canicas quesque para usarlo como receptáculo de repuesto —dijo Makoto.
Brian iba a decir que no le parecía mala idea usar al luchador como recipiente para el alma de la Gran Rata Sin Dientes, pero algo vibró en su entrepierna. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Era el beeper.
8
Llevaron a Sheyla a una casa que estaba un par de cuadras de la suya. Hasta creía conocer al dueño. Seguro era también el de la limosina. El único que llevaba una máscara y túnica de terciopelo. Ella continuó fingiendo inconsciencia cuando el auto se detuvo y la cargaron dentro. La llevaron al sótano. Era como una cueva iluminada por antorchas. En el centro, una cama de piedra. La dejaron ahí. La amarraron como puerco. De manos y pies, pero no a la piedra ni a algo que evitara su huida. No esperaban que ella despertara ni mucho menos que intentara huir.
—Todavía no es la hora donde se alinean los planetas —dijo el de terciopelo —. Vamos por unas cervezas arriba mientras esperamos. Yo se las invito.
Los demás lo siguieron. Sheyla no escapó. Marcó el beeper.
9
Brian fue primero a su casa. Con los demás. Iban armados con los instrumentos que usaban para los sacrificios.
—Huele a orines — dijo Joselo.
—Marcaron territorio —contestó Pancho —. Malditos.
Registraron la casa y no encontraron nada. Sólo Brian la nota en el cuarto.
—Les tengo una buena y una mala noticia. La buena es que nuestros conjuros tienen mejor ortografía que la de los imbéciles que se llevaron a Sheyla. La mala es que sí se la llevaron. Vamos por ella.
—¿Por qué no fuimos directo adonde decía el mensaje, perdón? —dijo Pancho.
—Porque te vale madres —dijo Manuel.
—No pensaba bien. Como que no me lo quería creer.
—Entonces, ¿qué? ¿Vamos y les partimos toda su madre y los usamos como sacrificio masivo para la Gran Rata Sin Dientes? ¿Les lanzamos un conjuro que condene sus almas? —dijo Manuel.
—Con lo que han hecho, no creo que nos sirvan de mucho. Tengo una idea mejor para que todo se arregle asegurando que no le pase nada a Sheyla.
10
Alguien tocó el timbre. Abrieron. Se escucharon golpes. Sheyla se imaginó a Brian rompiendo la cara de sus secuestradores a puño limpio. Después hubo silencio y abrieron la puerta. Eran policías. Sheyla se desanimó un poco pero se tranquilizó. Le dieron una frazada y la acompañaron a la salida. Arriba, afuera, estaban Brian y sus amigos. No traían nada de sus rituales.
Sheyla abrazó y besó a Brian como si él la hubiera sacado del subterráneo. El beso duró demasiado. Alguien tosió a propósito.
—La verdad, pensé que vendrías tú —dijo Sheyla.
—Era más fácil llamar a la policía, ¿no? Y rápido —dijo Brian mirando hacia la casa—. Nos evité una carnicería. Pinche vecino. No sabía que él andaba en estas cosas. Hasta me caía bien. Me saludaba como si en serio le diera gusto.
—Le quitó un poco de chiste, pero no dejas de ser mi héroe.
Se besaron de nuevo. Y ahora se acariciaron mucho. Alguien aclaró su garganta como si tuviera un sello de mocos en ella. Se detuvieron porque unos gritos salían de la casa. Era el vecino sin la máscara y con la túnica rasgada del forcejeo.
—Se estaba escondiendo dentro de la lavadora, ¿te lo puedes imaginar? —le dijo un policía a otro riéndose.
—¡Déjenme! ¡Déjenme! ¡Ustedes no saben quién soy! —gritaba el vecino mientras lo llevaban a la patrulla.
Sheyla y Brian cruzaron miradas con él.
—¡Tú! ¡Ustedes! ¡Ni se crean que esto se acabó! ¡Mi gente irá por ustedes! ¡Traeré mi propio caos sobre la tierra y ya verán ¡Ya verán! —dijo el vecino mientras lo metían a la patrulla. Se alcanzó a escuchar su risa malvada antes de que le cerraran la puerta.
—Como que ya tenía ensayada la risa, ¿no? —dijo Brian.
—¿Sabes qué tengo ensayado yo? Unos movimientos que no te enseñé hace rato, pero que ya me dieron ganas —dijo Sheyla, sensual.
Brian no dijo nada. La cargó y caminó hacia su casa. Frente a ellos el amanecer nacía.
—Y nosotros, bien gracias —dijo Gerald mientras los veía irse.
Los demás gruñeron, pero también estaban contentos. Los planes de la noche se habían arruinado, pero su amigo estaba bien. Eso era lo importante. Ya habría otro momento para llevar al mundo y su realidad a la perdición y un reinado de terror (donde ellos, obvio, tuvieran un lugar privilegiado entre la corte maldita) que no conociera límites. Ya la Gran Rata Sin Dientes lo sabría entender. Eso esperaban. Ya qué.~
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