El secreto de la magia
«Lo vio: gafas, gabardina de gamuza, cigarro, corte militar; sólo que éste mostraba los rasgos duros del Eastside de Northampton, un David Bowie con mandíbula cuadrada». Un relato de Dán Lee.
Podría ser que los dioses sean esto en realidad: constelaciones de ideas que,
luego de alcanzar un cierto nivel de complejidad, han tomado conciencia.
—Alan Moore
ALAN SÓLO DESEABA un sándwich. Cuando escribía, únicamente el hambre podía obligarlo a abandonar su estudio. Había empezado a teclear un libreto por la mañana. Cuando sus entrañas aullaron, fue a la sala y se asomó por entre las cortinas. Noche, madrugada a juzgar por las luces apagadas en el vecindario. Lluvia ligera. Imposible encontrar un restaurante a esa hora. Tendría que ser en un bar. Se decidió por el Red Horse Pub; la comida no era la mejor, pero era abundante y estaba cerca de la casa. En ese momento sintió frío, la fiebre creadora había comenzado a ceder. Tomó su abrigo, se puso botas y salió.
Iba por la calle tan rápido como podía, tratando de no mojarse. Escurría el agua de los brazos por las uñas largas. La cabellera espesa le protegía la cara, cuello y hombros, pero odiaba empaparse los pantalones.
Aunque a Alan no le gustaba llamar la atención, estaba tan adentrado en su aprendizaje y en la escritura, que poco tiempo le restaba para ocuparse de tareas que consideraba insignificantes, como arreglarse el pelo, rasurarse, cortarse las uñas, comprar ropa, comer. Por eso los brujos han sido representados arquetípicamente en esa facha, pensó, no tienen tiempo para vestir bien, asearse, ni mostrarse «lindos» para los demás. A Alan desde pequeño le habían atraído los personajes que dominaban la magia. La misma palabra le inflamaba la imaginación. Leyó cuanto libro con dicho vocablo en la portada halló, además de extasiarse con historias donde Merlín, Circe y otros hechiceros hacían su voluntad contra toda regla de la lógica material. Cuando alguien le preguntaba qué sería de grande, respondía de inmediato: hechicero. Los otros niños se burlaban y le decían que estaba loco. Al menos obtuve la apariencia, se dijo.
Luego vino la adolescencia y su venenosa niebla de desencanto. Alan intentó estudiar magia seriamente, pero se enfrentó a la charlatanería y el engaño. Se tragó esa dosis de realidad con los mismos tragos son que conoció sus primeras cervezas. Concluyó que la magia no existía mas que en la ficción y en los trucos hábiles de ilusionistas y prestidigitadores. El único lugar donde podría manipular el mundo a su antojo sería en la fantasía. Alan dio la espalda a los sortilegios y encantamientos. En fanzines escolares, se enfocó a escribir y dibujar anécdotas amargas, demoledoras, realistas. Cuando incluía algún elemento mágico era para poner en ridículo el pensamiento fantasioso de su niñez. Así construyó su carrera como guionista.
En los últimos años, se había visto obligado a estudiar magia de nuevo. Un personaje de su creación, Constantino, obtuvo éxito en el mercado norteamericano gracias a su actitud fría y cínica, nunca antes vista en un hechicero maestro. Alan lo creó como figura de apoyo, un divertimento, pero los lectores de historieta en Estados Unidos querían más. Alan se negó en principio. Aunque sabía bastante sobre magia, no quería dedicar grandes esfuerzos a escribir sobre el tema. Pero una serie unitaria, un contrato de seis cifras y libertad absoluta en los libretos lo convencieron. En la editorial lo consultaron sobre el dibujante para el comic, pero a Alan le dio igual; de cualquier forma, nunca representaban al hechicero como él lo había imaginado.
Grimorios, tratados, biografías de brujos célebres, archivos inquisitoriales; tuvo que sumergirse en ese mundo para a su vez generar el de Constantino, donde correría sus aventuras y desentrañaría misterios. Llenó su casa con volúmenes tomados de las bibliotecas aledañas. Se inscribió a cursos de lectura del tarot, la cábala, psicogeografía y sexo tántrico, buscando los secretos de la magia, aquellos que Constantino dominaba y le permitían convocar demonios, jugar rayuela entre los planos astrales y tratar con la «gente pequeña» de Irlanda, entre otras cosas. Conforme aprendía, Alan matizaba las historias de su personaje con esoterismos, referencias y datos que salpicaban las páginas cual confeti dorado. A los lectores les fascinaban esos destellos. Como a Alan agradó el resplandor a media cuadra de distancia: un caballo de neón rojo se vislumbró bajo la lluvia tupida. Se frotó los brazos y apretó su andar.
El Red Horse lo recibió con un abrazo cálido y oloroso a gente mojada, cigarro, whiskey y cebolla. Alan se abrió paso hasta la barra. ¿Por qué hay tanta gente?, ¿es viernes?, se preguntó. Había perdido la cuenta de los días, para eso tenía un agente, para que se encargara de las nimiedades. Pidió un sándwich de carne molida con setas y se dispuso a esperar mientras su estómago discutía la decisión.
Pasar el rato entre una multitud no era su actividad favorita. Prefería leer, escribir o estudiar. La lluvia obligaba a estas personas a portar gabardinas o abrigos. Recordó la charla con su agente acerca de un grupo de jóvenes fanáticos de Constantino que se presentaban a las convenciones de cómics caracterizados como el personaje: corte militar, gafas oscuras, gabardina de gamuza color camello y cigarrillos muy delgados en los labios. Alan se preguntó cómo harían para mantener la gabardina impoluta; Constantino podía manipular las partículas de polvo mágicamente, pero ellos no. Norteamericanos chiflados, pensó. Uno de los riesgos de la magia, decía uno de sus maestros, es que jugamos a ser dioses, y al igual que ellos, no podemos prever los efectos secundarios al crear algo de la nada; las resonancias que se generarán en los planos que nos rodean y a los cuales somos ciegos. Como al escribir cómics, agregó Alan en su mente. Los entusiastas de esos clubes jamás se parecerían sino al Constantino que les quisieran dibujar, nunca al que él había concebido. Mucho menos sabían que para llevar el disfraz completo tendrían que sacarse los ojos. Ese dato Alan lo había atesorado para algún momento crucial, para un arco dramático que definiera el curso de Constantino; para el final de la serie, por ejemplo.
Percibió el olor de un cigarro detrás de él. Demasiado cerca para su gusto. No le molestaba el humo, mas sí la peste impregnada en su cabellera. Se volvió para alejar la nuca del fumador.
Lo vio: gafas, gabardina de gamuza, cigarro, corte militar; sólo que éste mostraba los rasgos duros del Eastside de Northampton, un David Bowie con mandíbula cuadrada, como había imaginado siempre a Constantino, el maestro de la magia. Alan parpadeó e hizo un esfuerzo para cerrar la boca. El otro tipo sólo sonrió expulsando humo entre los dientes.
Un acosador, pensó Alan. Había leído que esa clase de enfermos eran comunes en Norteamérica. Seguían a sus ídolos, los espiaban, vestían como ellos o sus creaciones. El tipo debería ser uno de los más recalcitrantes, si había hecho el viaje hasta este lado del Atlántico. Alan no se amedrentó. Él también había tenido sus años rudos antes de colocarse como guionista.
Entornó los ojos y los fijó en las gafas del tipo frente a él, quien se llevó el cigarro a la boca sin parar de sonreír, ostentando su intrusión. Alan observó el filtro del cigarrillo. Era marca Daigual. Alguna vez, en una entrevista, le preguntaron la marca de cigarros que fumaba Constantino y Alan contestó «Da igual»; no sabía del tema, pues él no fumaba. Este fanático había cubierto bien los detalles. Iba en serio. Había que deshacerse de él, antes de que una marea de americanos dementes invadiera Northampton buscándolo a él. Había que hacerlo bien y rápido.
Alan dio un golpe con el dedo medio al cilindro de tabaco. El objeto con fuego salió girando hacia la gente. Ni una voluta de ceniza se despegó de él.
—No sé qué diablos quieres ni qué haces aquí. Pero no doy autógrafos a…
—Vine a decirte el secreto de la magia —dijo el tipo, con acento escocés y aliento olor a crisantemos.
Acento escocés. ¿Cómo lo supo?, se preguntó Alan; pudo haberlo deducido por el caló que utilizo en los guiones, pero la pronunciación idéntica a la de Sean Connery, ¿de dónde la sacó? Eso me gano por crear mis personajes con base en gente real. Seguramente lo mencioné en algún medio… ¿En cuál? Actúa bien el tipo, pero no estoy para juegos psicóticos. «El secreto de la magia», como si un simple mortal pudiera saberlo.
Alan clavó la mirada buscando intimidar al otro. Había aprendido el numerito en sus épocas de escritor fanzinero, en que había que mostrarse rudo para convencer al público. Encontró en los cristales el reflejo de las luces y las docenas de cabezas que abarrotaban el bar.
El hombre de la gabardina acercó el rostro al oído de Alan. Él dejó de percibir los sonidos a su alrededor. La iluminación se volvió tenue a sus ojos. Tinieblas surgidas de entre la duela se apoderaron del lugar mientras la voz de crisantemos susurró:
—El secreto de la magia… —dijo con ritmo igual al que una viuda negra seguiría al descender desde el techo de una catedral, prendida de su hilo, hasta quedar sobre el púlpito y entrar furtivamente en la boca del predicador— es que cualquier pendejo puede hacerla.
Las luces y el ruido se activaron de nuevo en la cabeza de Alan.
El tipo tenía un nuevo cigarro llameante en la mano. ¿En qué momento lo había encendido? El tipo llevó a sus labios el cilindro de papel y tabaco y chupó. Arrojó el humo por las fosas nasales y señaló a Alan con la cabeza incandescente del objeto.
—Como tú, por ejemplo.
El tipo rió ahora sí con toda la boca. Se dio la vuelta y se fundió entre la concurrencia.
—Su sándwich —dijo el hombre de la barra extendiendo una bolsa de papel.
Las tripas de Alan bramaron de nuevo, azuzadas por el aroma a cebolla y carne. Mientras pagaba, siguió el fulgor naranja de la brasa hasta perderlo de vista, como si se hubiera adelgazado hasta volverse de dos dimensiones, luego una traza, un punto, el recuerdo de una voz y el tacto de un cigarrillo.
Observó sus manos, sucias, de uñas largas y descuidadas. Las mismas que pasaban página tras página, las mismas con las que creaba. Frotó las yemas de su índice y su pulgar, para borrarse la sensación áspera del filtro Daigual. Sintió chispas saltar con el roce.
Alan salió a la lluvia. Miró a los lados buscando al tipo de la gabardina. Las gotas tupidas no le permitieron hurgar demasiado lejos. Se tragó las ganas de llamarlo a gritos. Echó a andar, organizando en su mente el próximo arco dramático, en el que revelaría la razón por la cual Constantino perdió los ojos: por atreverse a contemplar a Dios.~
En serio este texto es bastante mejor que la mayoría de los que se han publicado como homenaje a Alan Moore y también de las historias cortas de Constantine que conozco, ojalá algún día ocupe su justo lugar en alguna antología.
Gracias por la opinión. Que tu deseo se haga realidad. Saludos