El Rey Rotomon

Un cuento de Javier Rubio

 

HACE MUCHO, MUCHO tiempo, vivía un futuro rey en un reino tan lejano que estaba aquí al lado. Era un infante que vivía rodeado de sirvientes que lo preparaban para su largo reinado en las tierras altas de Etzborg. Como cualquier niño era inquieto y curioso,  tan intrépido que era habitual que se escapase solo en busca de cumplir sus sueños.

El día que empezó sus aventuras, zafó de la férrea vigilancia que le custodiaba descolgándose en la noche por la ventana de su alcoba. Había atado las sabanas a la pata de la cama, pero calculó mal, y tuvo que agarrarse a la pared con fuerza para no caer. Sus tiernos dedos sangraron, y sus manos aguantaron el dolor de sus falanges rotas para no precipitarse al vacío.

Tras un tiempo su cuerpo se curó, y empujado por la seguridad de su victoria, ni siquiera ató  sabanas para intentarlo bajando sin esfuerzo por la pared llena de agujeros y salientes que fue conociendo, y así corretear libre por las calles de la fortaleza. Incluso pudo subir para que nadie se diese cuenta de sus ausencias. Había tomado un riesgo elevado pero las consecuencias, aunque inesperadas, fueron más que positivas.

Aburrido del castillo, soñaba en salir fuera de las murallas en busca de nuevas aventuras, pero se dio cuenta que tenía que atravesar el profundo foso de agua que lo rodeaba. Tenía que disponerse a nadar. Sin miedo, solo pensando en cumplir sus sueños, durante varios días ante la mirada atónita de sus cuidadores, se tiraba al agua chapoteando y tragando más de la que podía retener su pequeño estómago. Aprendió, aunque le costó una nariz rota al golpearse con una piedra en uno de sus innumerables intentos. Su osadía casi le cuesta la vida, pero llegó el día que, aunque de una forma poco ortodoxa, consiguió atravesar nadando el foso y llegar a las tierras de cultivo. Se sintió especial, correteando alrededor de la fortaleza.

Sus ganas de vivir experiencias le hacían arriesgar cada vez más, sabía que las roturas de su cuerpo solo necesitaban tiempo para curarse, y ahora quería llegar al lejano bosque oscuro en los límites del reino. Tenía que correr muy rápido para no ser visto por la guardia. En la oscuridad de la noche sin conocer la superficie, tropezó muchos días con los obstáculos y agujeros que se interponían en su camino. Varias torceduras y una pierna rota fue el precio que pagó, para poder conocer el terreno.

El primer día que alcanzó el bosque se dio cuenta que, estaba tan distante que el cansancio le obligaba a descansar y regresar de madrugada. Asustado por la oscuridad y hambriento por el esfuerzo, aprendió a usar el arco para cazar, y la espada para defenderse de los peligrosos moradores, que contaban los campesinos moraban en aquel lugar. Pasó penalidades entrenando como heridas en sus manos, frustración que rasgaba su confianza al ver como se escapaban las liebres, incluso un flechazo que se clavó en su pie rompiendo su empeine. Hasta que lo consiguió y contento, se comió su primera presa mirando orgulloso la cicatriz de su pie, precio que pagó con gusto por su triunfo.

Pasó el tiempo y cientos de aventuras. Ya contaba con 18 años y su valor era legendario por todo el reino, le había costado castigos, reprimendas, y muchas cicatrices que mostraba su cuerpo roto en muchas ocasiones. Aun así, se había convertido en todo un guerrero, un héroe para su pueblo, nadie le podía ganar escalando, corriendo, nadando, con el arco, o la espada. Su padre el Rey, aunque no lo podía reconocer, le miraba con orgullo por sus triunfos.

Alentado por sus victorias, decidió superarse de nuevo a sí mismo. Esa noche apenas tardó una hora en llegar al bosque Oscuro, que tan distante le parecía. Había escuchado hablar sobre la belleza de la Princesa Lora, una hermosa joven de su edad que vivía en un reino vecino al suyo. Ya tenía su próximo reto.

Al llegar a la fortaleza, tapado por la oscuridad de la noche, camufló su cara con barro para no ser visto. Subió la muralla sin dificultad, superando la guardia. Veloz, aprovechando las sombras llegó a los pies de la ventana de Lora. Lanzó pequeñas piedras buscando que el ruido despertase a la bella joven, así podría verle trepar por la pared, confiado que se enamoraría de él al ver su destreza, y fuerza.

La joven princesa encendió una vela y al asomarse para saber quién la increpaba, vio a un hombre sucio que subía a toda velocidad sin tener claras sus intenciones. Cuando llegó a su altura, no dudó en empujarle al vacio. Cayó al suelo y quedó inconsciente a los pies de la ventana. Al despertar tenia medio cuerpo roto, y estaba encerrado en las mazmorras.

-¡Que venga vuestro rey! ¡No tenéis ni idea de quién soy yo! Habéis encerrado al príncipe Rotomon, y mi padre el gran Rey arrasará estas tierras sin contemplaciones con su ejército. ¡Dejadme libre!

Gritaba y repetía amenazante una y otra vez, mientras su cuerpo se recuperaba. Le tomaron por loco, hasta que días después llegaron noticias de la desaparición del príncipe de las tierras altas de Etzborg, y tomaron en consideración los delirios del joven.

El padre de Rotomon al enterarse de la situación de su hijo, tomo su caballo y se presentó en las murallas de su vecino con su poderoso ejército. Negoció con él la entrega de su vástago. Había sido condenado como espía y le atribuían el intento de asesinato de la princesa, teniendo que pagar el Rey un gran precio por su rescate. De camino a casa la alegría de recuperarlo, parecía no compensar el disgusto. Fueron días de sufrimiento por su desaparición.

-No volverás a salir de mis dominios sin mi permiso, jamás te acercaras a este reino. Si lo haces su rey no dudará en matarte y no podré hacer nada por impedirlo. Le di mi palabra.

Le recriminaba furioso a su hijo que, sin escucharle solo pensaba en su orgullo roto, a la vez que planeaba volver para conquistar a la princesa. No era la primera vez que algo se le había resistido y no sabía rendirse. Orgulloso y soberbio, incapaz de pensar como adulto no dejó volar lo que le habían negado. Solo deseaba llegar a casa para recuperarse.

Semanas después se preparó bien, vestido con sus mejores ropas se escapó a caballo al castillo de la princesa. Llegó a los pies de su ventana y como hizo antes, tiros unas piedrecitas para llamar su atención. Lora de nuevo encendió una vela intrigada, pero aquella vez imaginando quien era, dejó que llegase para ver al joven. Ambos se quedaron prendados el uno del otro. Las palabras sobraban, sus miradas brillantes y enamoradas lo decían todo.

Justo en ese momento, un soldado de guardia que rodeaba la muralla, vio al joven encaramado a la ventana de su princesa. No tardó en dar la alarma y en segundos docenas de guardias lo tenían rodeado. El Rey, se levantó furioso de la cama donde ya dormía, y se presentó al escuchar el alboroto. Cuando observó lo acaecido gritaba furioso.

-¡Detenedle! Esta vez no podrá salvarle su padre. Es la segunda vez que intenta acabar con la vida de mi hija.

Por más que la joven muchacha contradecía a su padre, este estaba tan enfadado que no dudó en encerrarlo mientras los soldados le golpeaban, el Rey añadió.

-Mañana al anochecer lo ejecutaré en el patio de armas, y su cuerpo será colgado en un árbol a la entrada del castillo como aviso.

La princesa lloraba impotente, con un dolor en su corazón que no sabía identificar, solo podía pensar en la suerte que correría su enamorado. Al amanecer reunió fuerzas y con el corcel de su Rotomon, cabalgó rápida a su castillo. Le explicó al  Rey lo ocurrido, y este reunió a su enorme ejército que quintuplicaba al de su padre, presentándose en la tarde a las puertas de la fortaleza.

Al ver semejante despliegue militar, el padre de Lora sabía que no tendría oportunidad en la contienda. No tenía otra opción que el diálogo, y tuvo que usar la argucia. Gritando desde lo alto de la muralla, decía:

-Estimado Rey. El honor es la mayor virtud de un caballero, y sé que vos lo pensáis igual que yo. Me cedisteis hectáreas de tierra para salvarlo la primera vez, pero fui claro en lo que pasaría si regresaba y no puedo quebrantar mi palabra, ni mi honor. Por más que me duela, debe morir.

Rotomon escuchaba aterrorizado desde las mazmorras, temiendo que su osadía esta vez le costaría demasiado. Rezó con toda su voluntad para salvar su vida, sin contemplar lo elevado del precio que iba a pagar. Entonces escuchó a su padre decir.

-Yo ocuparé su lugar. Tu honor estará más que satisfecho y tu palabra seguirá sin tacha.

El Rey aceptó la propuesta del padre de Rotomon, quien incrédulo era escoltado a la salida del castillo. La princesa intentó acercarse para darle su apoyo, pero la esquivó increpándola.

-¿Porque has tenido que ir a buscarlo? Tú lo has matado.

La joven golpeada por sus palabras se apartó gimoteando, con un dolor tan grande en su pecho que apenas podía respirar. El príncipe al cruzarse con su padre, se abrazó cortando sus pasos mientras le rogaba.

-Arrasa este reino de locos, con tu ejercito no costará más que unas horas que se rindan. ¡A la porra el honor!

-Un Rey que no cumple su palabra, no merece serlo. Morirían ciudadanos inocentes, y el honor de un caballero jamás permite que sufra su pueblo. Esta será mi penúltima lección al nuevo Rey Rotomon.

El joven desesperado lloraba abrazando a su padre con toda su fuerza, con la intención de no dejarle ir. El Rey se acercó cariñoso y le dijo con cariño murmurando.

-Hijo, no llores por mí, las acciones tienen un precio que tarde o temprano hay que pagar. Ahora no lo podrás entender porque eres joven, pero un día sabrás que hoy ganamos todos. Esta es mi última enseñanza, las cosas que suceden rara vez son lo que parecen, lo que se rompe nunca se une de la misma manera. Por ejemplo, yo soy un viejo enfermo que espera con dolores que llegue pronto el día de su muerte, según los médicos de la corte no viviré mas de unas semanas. Será un alivio dejar de padecer, morir rápido y por honor es mejor que apagarme despacio dejando un cuerpo decrepito, sufriendo ante las miradas de impotencia y pena de mis seres queridos.

El padre con mirada tierna sonreía a su hijo, quería quitarle la culpa por su muerte. Rotomon le observaba con tal admiración y amor, que el rey sintió haber ganado su última y más valiosa batalla. Sin perder su sonrisa, apartó con cariño a su vástago, y comenzó a caminar orgulloso hacia la suerte que le esperaba. El príncipe hincó sus rodillas en el suelo mientras se tapaba los ojos llorosos con sus manos, hasta que un grupo de soldados fueron a levantarle para llevarle de regreso a su reino.

El ceremonioso viaje de vuelta con el cuerpo yerto de su padre, fue una pesadilla. Rotomon nunca soñó con la corona, jamás pensó en lo que suponía madurar, y todo le cogió tan de golpe que la ansiedad y el estrés tomaron el control de su vida. Olvidó todos sus triunfos, sintiendo que su vida sería pagar el castigo de sus errores. Su corazón se había roto en pedazos tan pequeños, que ni siquiera sabía si los conservaba todos para poder reconstruirlo.

La coronación estuvo pintada por el dolor. La corte esperaba que su intrépido y valeroso nuevo Rey tomase venganza, pero no fue así. Su madre, la reina, abrumada por su corazón roto, no supo recuperarse y pocas semanas después se dejo ir. El joven Rey vagaba taciturno y asustadizo por los pasillos del castillo, sobresaltado ante cualquier ruido y callado para cualquier circunstancia.

Pasó años triste, jamás volvió a jugar, a arriesgarse, a sonreír… La culpa le mantenía roto. Hasta que un día un mensajero le trajo noticias del reino de su amada. El padre de Lora, enfermo de gravedad, decidió casarla con un Rey lejano. Al enterarse Rotomon pensó en recuperar su vigor, y con una escolta de sus mejores hombres ofrecerse como candidato a la princesa. Pronto sus miedos y culpas quebraron su confianza. ¿Qué pensaría su pueblo si se casaba con la hija del asesino de su padre?

Semanas después llegaron noticias del casamiento. El nuevo Rey era un joven bobo y caprichoso, sin luces para gobernar pero con un vasto imperio. Supo de la historia de Rotomon y en un ataque infantil de celos ordenó marchar hacia su castillo. Todos sus generales le imploraban que no lo hiciese, aun juntando los dos ejércitos el de Rotomon triplicaba sus fuerzas, estaba bien pertrechado y sus murallas eran inexpugnables. Sabían que sería una masacre que no podrían ganar. Antojadizo y ofuscado el nuevo Rey ordenó la partida.

Pronto llegaron las noticias al reino de Rotomon, y uno de sus más fieles generales le decía.

-Mi Rey, deberíamos enviar parte de nuestro ejército para diezmar sus tropas, mermaríamos su confianza y eso hará que sea más sencillo acabar con ellos en las murallas. A la vez, podríamos reunir algunos hombres y tomar su castillo aprovechando que esta sin protección. ¿Que se le ofrece ordenar?

Pensativo, por unos segundos parecía que iba a esbozar una sonrisa, mientras imaginaba destruir el lugar que tanto le había hecho sufrir. Rescataría a su amada con la que se casaría después de matar a su estúpido esposo. Entonces pensó, y el miedo volvió a romperle por dentro. Toda su ilusión se desvaneció en un suspiro, después del cual le dijo a su general.

-Será mejor no arriesgar vidas innecesariamente, jamás podrán cruzar las murallas. Que el pueblo se refugie tras ellas, y preparar el asedio.

Sorprendido el general le replicaba:

-Pero señor, usted era el ser más valeroso del reino, intrépido y…

-¡Un inconsciente! Eso es lo que era.

Gritó el Rey cortando las palabras de su general. Al escucharle, cabizbajo y desanimado por la actitud de su señor, se predispuso a cumplir sus órdenes.

Rotomon observaba su nariz rota y torcida, la cicatriz de su pie, sus manos quebradas y dedos torcidos que le recordaban el precio que pagó por osarse a intentar cumplir sus sueños. Los recuerdos de las victorias conseguidas, del aprendizaje obtenido, se ahogaban en un océano de miedos y confianza rota.

El ejército invasor llegó a las puertas del reino, todavía incapaz de creerse la falta de resistencia. Hicieron campamento en las tierras de cultivo, a pocos metros de sus murallas, tan solo los suficientes para no ser alcanzados por las armas que defendían los muros. Mientras, Lora encerrada en su castillo, rezaba por la victoria de Rotomon. Le horrorizaba pensar la vida que le esperaría si ganaba su petulante esposo.

Pasaron días, semanas, y los ciudadanos del reino empezaban a sentir la escasez de comida. Los generales sorprendidos con la actitud de su señor, se reunían con él para pedirle, rogarle que diese la orden de atacar, pero nunca consiguieron que el Rey quisiese arriesgar. Pensaba que la culpa le acabaría de romper, no se daba cuenta que ya estaba quebrado.

Tras un tiempo el Rey caprichoso dio la orden de atacar, sabía de las condiciones de hambre y desánimo de los habitantes del castillo. Ninguno de los generales de ambos bandos entendía lo que había pasado. Un ejército peor preparado y en una enorme inferioridad numérica, iba a terminar la batalla con apenas unos cañonazos.

El Rey Rotomon encerrado en sus aposentos lloraba como no lo hizo de niño, incapaz de reaccionar por su miedo, tan roto que solo su piel le mantenía unido. Nunca volvió a arriesgar pensando que en eso consistía la madurez. Arrodillado, penando su agonía rezaba a su padre en busca de consejo, no se dio cuenta como el Rey caprichoso, lerdo y osado, entraba en sus aposentos para cortar su cabeza, y así conquistar su reino.

Así acabó el Rey Rotomon, experto en recuperar las roturas de su cuerpo, pero incapaz de pegar los pedazos de su corazón y su confianza. Su miedo alimento la suerte del tonto, y al vivir por vivir, solo mereció morir.~