El niño

Un cuento de Aglaia Berlutti

 

YôSEF DESPERTÓ SOBRESALTADO y con el cuerpo rígido de tensión. Aguardó un poco y el sonido se repitió: un pequeño gañido húmedo, seguido de un crujido en algún tablón de madera. Después cesó, engullido por los sonidos habituales de la casa: la sacudida de los tablones del techo que se enfrentaban al viento, la aldaba de la puerta que colgaba mal encajada en el anzuelo de metal. Pero lo había escuchado, sin duda. Permaneció tendido en el camastro con los ojos muy abiertos en la oscuridad. Al otro lado de la habitación, la figura de Miryam era una colección de sombras envuelta entre las cobijas de lino. Ella no había despertado y Yôsef tuvo la extraña certidumbre de que los sonidos le pertenecían. Un aviso, una breve urgencia. Una sacudida invisible para hacerle despertar del sueño incómodo y misterioso que aún le hacía temblar.

El niño, pensó. Es el niño.

Afuera el viento soplaba, cargado de arena y tierra húmeda. La lluvia del día anterior había sumido al pueblo en lagunas fétidas, repletas de una floración tierna y escuálida. Las ráfagas tenían un acento lúgubre, como si al rozar la superficie del agua turbia se impregnaran de algo de su oscuridad. Pero no era eso lo que le había despertado, pensó mientras apartaba la sábana que le cubría. El silencio se hizo más duro, impenetrable, mientras intentaba escuchar de nuevo lo que le había sacado del sueño profundo en que había estado sumido hasta hacía tan poco. El niño, pensó de nuevo. Se mordió la parte interna de la mejilla. El chispazo de dolor le despertó por completo y se encontró de pie, en mitad de la oscuridad púrpura de la habitación. Caminó con las manos extendidas hasta tropezar con las jambas de la puerta. Se sostuvo en ellas con las manos aferradas a la madera. Los dedos se deslizaron por las muescas que conocía de memoria, las pequeñas líneas irregulares que se extendían hacia el dintel en una leve inclinación. Debí medir mejor, pensó distraído. El miedo se convirtió en una tensión casi dolorosa en el pecho. Un hilo de sudor se le deslizó por la barbilla hacia la barba. El escozor que le provocó le hizo sentir débil, febril.

El sonido se repitió. Un gañido terco y semi sofocado, húmedo. Después, los rasguños sobre la madera. Uno, después algunos más. ¿Pasos? Yôsef avanzó en la oscuridad, y trató de imaginar qué podría encontrar en su taller. Porque de allí provenía el sonido. Podía reconocer hasta el más pequeño de los sonidos del lugar en que pasaba la mayor parte del día. Y sabía que lo escuchaba ˗el ras ras irregular, que se detenía y proseguía a un ritmo imposible de predecir- ocurría en una de las esquinas de la pequeña habitación. Allí había guardado uno de los largos tablones que debía tallar para el Kadesh. Las había separado con cuidado, atado con cáñamo y colgado para evitar que la humedad abombara los extremos. Pero ahora podía imaginarlos sobre el suelo. Una rampla que podía atravesar el taller de un lado a otro. ¿Qué había ocurrido? El sonido sofocado se repitió. Parecía la respiración entrecortada de una criatura pequeña. ¿Un pájaro? ¿Quizás alguno había roto las mallas de lana que cubrían los ventanucos? ¿Cómo…? ¿Podía huir del calor de principios de Nisán?

Entonces escuchó la risita cristalina del niño: radiante como un rayo de luz en medio de la oscuridad. Pero había algo frío en ella, como si la risa fuera el sonido de algo más profundo y cavernoso. Una piedra que cae en el pozo, pensó Yôsef entre temblores, que tropieza con las esquirlas de metal para romperse en trozos cortantes. Había algo helado en esa imitación de la risa de un niño muy pequeño, entusiasmado por algún frágil portento. Un escalofrío recorrió a Yôsef de pie a cabeza cuando cruzó la curva leve del pasillo hacia la parte trasera de la casa.

Había luz en el taller. Alguien había encendido el pequeño candelabro de barro junto a la jamba gruesa de la puerta. Alguien, pensó desalentado, aturdido por la ráfaga de terror que le sacudió. El resplandor amarillento creaba un pozo que apenas era visible, pero que, en la oscuridad de la noche cerrada, era casi un faro. Sígueme, decía la luz amarilla. Ven a presenciar el portento. Ven y admira la obra que Yahvé ha realizado en tu casa. El miedo era ahora un peso insoportable que hacía cada movimiento angustioso, dolor puro. Logró llegar a la puerta. El olor del aceite de oliva recién escanciado en el candelabro era muy claro; tanto, que le hizo sentir náuseas, una revulsión rápida que le obligó a cubrirse la boca con la mano. La luz venía del punto más alto del techo, del nicho de arcilla que había construido cuando el niño aún era muy pequeño. Hay que evitar que se haga daño, había dicho Miryam, quien ya imaginaba al bebé en brazos correr de un lado a otro. Hay que cuidarle, es sólo un niño.

—Aba, ven a ver lo que hice —escuchó entonces— ¡Mira lo que hice!

El niño estaba de pie junto al quicio de la puerta. Llevaba la túnica de dormir que su madre le había pasado por la cabeza hacía unas horas, sólo que ahora estaba manchada de tierra y barro. El cabello oscuro y revuelto le caía sobre la frente; se le había resbalado el diminuto trenzado de tiras que Miryam le apretaba alrededor de las sienes para evitar que las alimañas pudieran escarbar en esa delicada piel. Los ojos enormes y curiosos le miraban entre las sombras triples de la lámpara que parecía flotar sobre el techo. Pero la sonrisa…Yôsef sintió que el miedo se convertía en algo más torvo, más duro de soportar. Era la mueca de un viejo, sin alegría. Una invitación a la oscuridad.

—Yeshu, te he dicho que nunca vengas a mi taller —atinó a decir Yôsef— que no…

—Pero Aba, ¡ven a ver!

El niño se dio la vuelta y corrió hacia el interior de la habitación. Las plantas de los pies sucias de barro. Se ocultó entre sombras que la luz no podía iluminar. Una silueta apenas desdibujada por un hilo de resplandor fugitivo. Yôsef entrecerró los ojos y notó que algo se movía al fondo del taller. Algo pequeño que se sacudía en pequeños temblores a los que no encontró explicación. Yahvé, ¿qué es lo que miro? Cubre mi mente de la locura, protégeme…

—Lo he hecho yo —dijo Yeshu. Soltó otra risita— Sólo con mis manos.

La figura contrahecha y diminuta avanzó hacia el charco de luz amarilla. Quizás el niño la empujó o sólo notó la presencia de Yôsef, paralizado por un tipo de miedo que sabía, ningún hombre había experimentado nunca. Miró a la forma y quiso gritar. Gritar como se decía gritaban los profetas al encontrar a Dios, arrancándose las telas que le cubrían el cuerpo y rasgándose la piel. Permitir que la bendición de la locura le arrebatara la comprensión. Pero no lo hizo. Sólo permaneció allí, los brazos débiles alrededor del cuerpo. Las manos abiertas y débiles.

Había sido una gallina. Antes, días atrás. La recordaba. Tenía un penacho de plumas negras que sobresalía de la cola abierta. Un jinete romano la había aplastado a pleno galope y Miryam había encontrado su cuerpecito roto contra las aldabas del jardín. Joshua había llorado por horas, en brazos de su madre. Nadie había podido convencerle de que los animales solían morir de esa forma, en medio de accidentes sin importancia, arrebatados de la vida por la mano de Elohim con la misma impaciencia con que la recibían. Con las mejillas rojas de furia, había dicho que llevaría la gallina a la tierra, que la entregaría “a los misterios”. Miryam le consoló lo mejor que pudo y le ayudó a improvisar una pequeña tumba con piedras blancas. Pero Yeshu no se dejó convencer. Lloró hasta quedarse dormido. Nadie puede quitar la vida murmuró, con la vocecita trémula y angustiada. Nadie.

Ahora, la gallina estaba viva de nuevo: las plumas apelmazadas de sangre coagulada, la cabeza ladeada en un ángulo antinatural. La pata derecha estaba rota y la arrastraba al caminar. El cuerpo deformado. Eso era el sonido que había despertado a Yôsef. Alguien – algo – había arrastrado la madera destinada al Kadesh y la había puesto sobre la tierra apisonada para facilitar el lento movimiento de la criatura que antes había sido la gallina. La sangre era un rastro negro y hediondo que incluso en la penumbra amarillenta, era muy visible. Ras ras, en medio de la madera. La cabeza que colgaba, el hueso roto visible. Una ráfaga de aire fétido que brotaba con cada movimiento. Se movía como impulsada por una energía interior, invisible e imposible de detener. El ojo opaco y velado soltaba los destellos de una gema falsa. La carne viva. La tierra que devuelve a sus muertos.

– ¡Mira lo que hice Aba! – gritó otra vez Yeshu, jubiloso – ¡Mira lo que puedo hacer!

***

Miryam extendió la hogaza de pan a Yôsef pero el hombre permaneció inmóvil. La vista clavada en el tazón con la tibia leche de cabra. Ella permaneció mucho rato con la mano extendida, hasta que él levantó el rostro para mirarla. Los ojos hundidos. La boca convertida en una línea tensa y pálida.

—¿Escuchaste lo que te he dicho? —murmuró.

—Come, te hará bien.

—Miryam.

Ella dejó el trozo de pan en la vasija rota y sacudió la cabeza. El velo gris flotó alrededor de sus hombros delgados como un resplandor rápido y casi hermoso. Tenía el cutis suave, a pesar del brote de acné sobre la barbilla y en la comisura de la nariz. Una niña, pensó Yôsef. ¿Y él quién era? ¿Quién era ahora mismo? Hacía cinco años, había sentido amor por ella. Un amor apasionado, tierno. La recordaba riendo, el cabello oscuro que apenas podía atisbar bajo el velo, las manos delicadas. Miryam, transparente como el río silencioso, le había dicho la única vez en que se habían encontrado a solas durante los esponsales. Ella había sonreído. Los dientes pequeños y blancos como una niña.

—Es nuestro —dijo ella.

—¿Has visto lo que había en el taller?

—¡Es nuestro, te digo!

—Lo sé, no hago más que pensar otra cosa —Yôsef sintió que una bilis negra y ácida le cerraba la garganta – pero lo que hace, las cosas que… ¡Eso no nos pertenece!

El viento soplaba con fuerza. Era casi el mediodía y Yeshu se encontraba en el jardín, encaramado en el árbol de olivo. Su figura blanca y frágil se distinguía desde el ventanuco del comedor. Parecía flotar en el lino, iluminado por un resplandor interior imposible de explicar. Siempre estaba solo. El resto de los niños no se le acercaban. No desde que… Yôsef se frotó la cara con las manos abiertas.

—Quizás el Rabí sepa mejor que nosotros qué hacer —comenzó de nuevo la vieja conversación – quizás deberíamos viajar a Jerusalem…

—¡No lo llevaré allí! – dijo ella con los puños apretados —¡Jamás se lo entregaré a nadie! ¡Él dijo que debíamos conservarlo, que debíamos cuidarle!

Él. Al principio Yôsef no había creído en la palabra de Miryam. ¡¿Un ángel?!, había gritado pesaroso, afligido y humillado. ¿Llevas la semilla de Dios en tu vientre? No te someteré al escarnio y al miedo, pero yo no puedo… Entonces, una noche despertó sobresaltado: una figura blanca le miraba a escasos metros del camastro de la vieja casa de sus padres. Una figura toda luz. Un rostro apenas visible entre las ráfagas iridiscentes que definían las facciones. Yôsef cayó de rodillas, aterrorizado.

—Cuidarás del niño y de su madre, en secreto. Será tuyo ante los hombres —dijo la figura. La voz dura como el cristal —Esa es tu misión, Yôsef hijo de Josafat. Cada día de tu vida.

El suelo tembló, la habitación entera brilló en un fuego frío. Yôsef recordaba haber gritado, suplicado misericordia. La figura no se movió; el rostro aparecía y desaparecía entre pequeños fragmentos de luz.

—¿Quién eres? ¿Qué eres?

—Lo importante es quién eres tú, Yôsef hijo de Josafat.

Cinco años de semejante visión. Podía creer que era falsa, sólo que no lo era. Era real. Tanto como la que había visto Miryam. Como el niño frágil y hermoso que ahora colgaba de una de las ramas del árbol. Miryam se restregó los labios resecos con los dedos de las manos. Los ojos negro tinta que brillaban entre lágrimas.

—No podemos llevarlo a ninguna parte. Sabrán todo lo que ha ocurrido aquí.

—Los padres de Jaim no dijeron nada a nadie – dijo Yôsef – ellos sólo callaron.

Como todos. Como cada uno de los habitantes de aquel pueblo destrozado por el hambre, el olvido, tan frágil con su puñado de chozas medio destruidas por el Kislev inclemente y el sol ardiente de los días más largos. El niño que había muerto. Todos le habían visto, tendido bajo el sol, la sien abierta, la sangre que manaba en un lento reguero. Y después Yeshu, con las manitas abiertas sobre el cadáver. Le había arrojado una piedra, dijo. Quería hacerlo callar. Puedo traerlo otra vez de la tierra, había dicho. Y lo hizo. Jaim despertó y la herida sanó. La multitud que se agolpaba alrededor del cadáver para llorarlo gritó y se retiró cuando el muchacho logró incorporarse con la cabeza levemente inclinada, la boca entreabierta. Los ojos opacos. Yeshua, a su lado, sonreía. Ima, Jaim regresó dijo sonriéndole a Miryam. ¿Lo has visto? pero incluso ella retrocedió. Las manos abiertas sobre el vestido empapado de sangre. Los ojos muy abiertos.

—No podemos llevarle. Es nuestro.

—¿De verdad lo crees? ¿De verdad…?

Silencio. Ahora el viento soplaba más fuerte. La tela colgada al sol para secarse se sacudía en un aleteo furioso. Y luz, había luz por todas partes. Yôsef sintió miedo, aunque no había motivo por el cual tenerlo. Yeshu seguía en el árbol, balanceaba las piernas de un lado a otro, los brazos extendidos hacia el sol. Un niño cualquiera. Pero allí, en la vieja casa, el silencio lo era todo. Un silencio expectante. Alguien nos escucha, pensó Yôsef casi con sencillez. Algo. Miryam le miró, temblando. Tan joven, los labios delicados apretados en un gesto duro. Y ella lo sabe, pensó a continuación. Lo sabe.

—Bebe tu pan y come tu leche —dijo ella entonces— yo me ocuparé de lo que hay en el taller.

—No lo hagas.

—Es nuestro —dijo ella. El eco de cientos de conversaciones idénticas— yo lo haré.

***

Yeshu a veces sólo era un niño. Uno bueno que cargaba la leña, pasaba la ristria sobre la tierra endurecida de la casa y escuchaba la voz de su madre con embeleso. Con el transcurrir de los años, ese rasgo infantil se hizo más evidente, más hermoso. Como si aprendiera a comportarse… pensó en una ocasión Yôsef, cuando el niño le escanciaba el vino afrutado y oloroso para luego sentarse a su lado. Ya tenía casi trece años. El Bar Mitzva estaba muy cerca. Ya había poco del niño de mejillas tiernas y ojos enormes que había sido. Ahora era un muchacho serio, de piel pálida, ojos oscuros y severos que hablaba muy poco. Pero cuando lo hacía, su voz era melodiosa y su risa encantadora. Un muchacho normal, se dijo mientras probaba un sorbo del vino. Nunca lo sería, quizás.

Yeshua se sentó a su lado en la mesa y lo contempló. Unas semanas atrás, se habían enfrentado en una gran discusión luego que Yeshu se perdiera en medio del Templo de Jerusalem. Una travesura, había insistido Miryam, abrazándole con fuerza al encontrarle. Es un niño, ¿qué esperas? le reprochó en voz baja y nerviosa. Pero para Yôsef, las cosas no eran tan sencillas. El muchacho había recorrido el templo para enfrentarse a los doctores de la ley, para debatir con ellos con una elocuencia sorprendente. Uno de los ancianos se había levantado y le había señalado con un dedo sarmentoso.

—¡Eres irrespetuoso! —gritó con su voz cascada— ¿Nombras a Tanaj con la libertad de un blasfemo y piensas que serás perdonado? ¿Cómo osas semejante cosa?

Yeshu se había levantado de la piedra en la que había estado sentado, contemplándolo. Un muchacho imberbe, la cabeza descubierta, las sandalias muy apretadas que le dejaban surcos rojos en la piel. Pero no era sólo eso. Yôsef notó la leve vibración en los hombros, la forma en que el cuerpo núbil se tensaba hacia adelante. De pie, a una docena de metros de la escena, quiso gritar, advertirte al viejo. Pero cuando logró reunir el valor, el anciano ya se tambaleaba, un hilo de sangre bajando de la nariz hacia el cruce del pecho de la Toga.

—Para mí, ¡cuán preciosos son tus pensamientos! Oh Dios, ¡hasta cuánto llega la gran suma de ellos!- dijo Yeshua, en su voz melodiosa – ¡Cuántas son tus obras, oh Jehová! Con sabiduría las has hecho todas. La tierra está llena de tus producciones.

El Rey David, reconoció de inmediato Yôsef. El viejo tembló y tuvieron que sostenerle para evitar cayera al suelo. El resto de los presentes miraban a Yeshua asombrados por su sabiduría y juventud. Nadie notó los temblores del viejo, la mueca de dolor. Yôsef sí lo hizo. Lo observó poner los ojos en blanco, los dientes apretados. Las manos que se abrían y se cerraban. Dos guardias jóvenes del Templo le sacaron en volandas. Yôsef lo miró hasta que desapareció entre las columnas.

—Sólo fue una travesura – dijo Miryam cuando iban en la carreta de regreso al pueblo —es lo que hacen los niños.

Yeshu dormía sobre sus rodillas. Lo rizos de cabello negro rozándole la frente pálida, que comenzaba a despellejarse por el sol. Un niño. Todo había ocurrido tres días atrás y las habladurías del niño sabio habían corrido de boca en boca por Jerusalem. Un kohen se había presentado para interesarse por el muchacho. Debería pensar en el futuro que podría esperar por él, fuera de la pobreza dijo a Yôsef. Éste le escuchó con atención. Es un muchacho excepcional, extraordinario. Podría ser un gran erudito.

—¿Cómo está el viejo? —preguntó de pronto Yôsef. El kohen parpadeó.

—¿De quién habla?

—El viejo, que ha caído mientras mis hijos conversaban en la explanada del Templo.

—Oh, murió – respondió el kohen como si tal cosa —era muy viejo ya. Yahveh le sostenga entre sus manos.

Yôsef no respondió. Cuando el Kohen abandonó la casa de los primos de Miryam en que se encontraba, le indicó al muchacho y a su mujer que debían volver al pueblo. Ella pareció incómoda y afligida. Yeshua sólo le miró. Con atención, con curiosidad. Como quien mira a un animal cuyo comportamiento no comprende, pensó Yôsef casi sin querer. Entonces Yeshu sonrió. Un gesto leve, lento, que sólo Yôsef pudo notar.

Ahora bebía el vino y sostenía la mirada de su hijo. Porque lo era, ante los hombres y ante el Dios de todos los hebreos. El pensamiento le hizo sentir escalofríos. Yeshu ladeó la cabeza, las manos blancas de dedos largos apoyadas sobre la mesa.

—No debes temer – murmuró —sólo… no mires con tanta atención.

Yôsef bebió otro sorbo de vino. Tenía buen sabor. De hecho, era quizás el mejor que había probado nunca. Y de pronto pensó que él no había comprado semejante exquisitez, que no podía permitirse el lujo. Nadie del pueblo podía. Se quedó con la copa de madera a medio camino a la boca. Yeshu se puso en pie.

—Hay bondad en todas partes, Aba. Incluso en las cosas pequeñas —dijo en un murmullo— recuérdalo.

Silencio. El silencio blanco y violento que sacudía la pequeña casa hacia sus cimientos. Alguien observa, alguien vigila. Guarda tus pensamientos, parecía decir aquel mutismo antinatural. El mundo detenido en una burbuja. Sólo necesitas hacer eso y vivirás. Yôsef soltó la copa sobre la mesa. La madera se abrió en dos y una gota de vino corrió por la tela blanca que la cubría. El olor era el de la sangre.

***

El taller del artesano era pequeño, caluroso, pero su único refugio cada día antes de la llegada del Bar Mitzva de Yeshu. Inclinado sobre las tablas, pasando la espátula rota con mano firme, el torno abriéndose paso entre la madera. En apariencia concentrado, muy lejos de las voces del muchacho y la mujer que reían en voz baja, que conversaban abrazados bajo el sol ardiente. Madre e hijo, pensó al mirarlos la primera vez. Eso es lo que son. Se inclinó sobre la mesa de trabajo, pasó la cuchilla sobre la madera abierta. Madre e hijo. El sonido de la madera contra el metal llenó el mundo y Yôsef supo que restaba poco tiempo para lo que sea que vendría. Lo supo con la naturalidad que reconocía el paso de las estaciones o la llegada de la lluvia.

El tiempo de Elohim tiene su espacio en la vida de los hombres, pensó. Cuando miró por la ventana, Yeshua le observaba de pie, los ojos entrecerrados. Miryam a su lado, era figura frágil y vigilante. Su brazo alrededor de los hombros del muchacho. Madre e hijo. Juntos en mitad del resplandor que observa, de la oscuridad que se anuncia. Yôsef se inclinó de nuevo sobre la mesa de trabajo. Sintió que el miedo lo recorría como un escalofrío blanco.

***

Miryam recordaría el día del fuego para siempre, incluso cuando otros recuerdos más duros y dolorosos vendrían para castigar su mente muchos años después. Pero el fuego rojo y naranja que se elevaba entre las ramas de los árboles permanecería intacto. Había despertado en mitad de la noche. El brillo que lo llenaba todo, la luz radiante que sacudía la casa por completo.

Saltó de la cama. La casa entera parecía temblar, elevarse junto con el brillo que se elevaba en espiral en todas partes. Cuando miró al camastro de Yôsef, le vio tendido de espaldas, sin moverse. El cabello negro veteado de gris, abierto sobre la tela que sostenía su cabeza. ¿No veía la luz? ¿No veía el fuego? pensó desesperada, aterrorizada, las manos apretadas contra el pecho. Quiso gritar, quiso llamarle. El fuego estaba en todas partes. El fuego quemaba el pasado. El fuego le arrebataba el nombre, el rostro, el cuerpo.

Despertó. Yeshu estaba de pie junto a la cama. Llevaba la frente cubierta por las tiras del luto. No había fuego. Pero el rostro del muchacho estaba iluminado con un leve resplandor amarillento que no provenía de ninguna parte. Llevaba la túnica del hombre que ahora era, terciada en la cintura. El talit apretado con fuerza alrededor de la cabeza. Miryam le contempló entre aturdida y aterrorizada.

—Había fuego.

—Toma tus ropas y ven conmigo; él ha muerto y ya no puede cuidar de mí — dijo entonces Yeshu. La voz cristalina, fría— no podemos permanecer aquí.

El camastro de Yôsef estaba vacío. Estirado y pulcro como si el hombre no se hubiese tendido en él unas horas antes. Miryam lo miró y recordó el hombre de fuego que le había anunciado décadas atrás que su vida como una niña cualquiera había terminado: Serás su Madre y cuidarás de él, había dicho la figura sin rostro, sólo luz y un resplandor brillante. Ése será tu destino, de ahora en más.

Yôsef, que la noche anterior se había quedado en pie frente a la puerta de la casa, mirando la oscuridad. Yôsef, que le había besado en la frente por primera vez en años. Duerme en paz, Miryam, hermosa como el agua transparente, había dicho. Ahora había desaparecido. Había algo duro y casi insoportable en el vacío. En ese silencio cobrizo y lento que se extendía por la madrugada y hacia el mundo.

—Soy tuyo y es tu deber cuidar de mí —repitió Yeshu. El rostro convertido en una máscara. Los ojos muy abiertos— debemos ir a donde tu prima y permanecer allí.

Silencio otra vez. Y el brillo inexplicable. Te observo, te miro. Es tu deber. Miryam se puso en pie, se cubrió el cabello con cuidado. Cuando miró de nuevo, Yeshua estaba en el jardín y esperaba por ella. Una figura blanca y esbelta. Un muchacho humano. Es nuestro, le había dicho a Yôsef. Pero ahora, luego del fuego que jamás había existido, de la ausencia inexplicable, Miryam sabía que Yôsef siempre había comprendido las cosas mejor que ella. Que siempre había sabido lo que moraba detrás de la Montaña.

El hijo y la madre, pensó.

Solos en la luz, y también en la oscuridad.