El mundo estará ahí afuera

Un texto de Solange Rodríguez Pappe

 

LAS MOLESTIAS APARECIERON justamente el año en que iba a tomar la pensión por retiro. Que no se hiciera ilusiones porque en salud se le iría casi todo el dinero del finiquito de la escuela, le advirtieron los de la asociación de jubilados, pero ella siempre había sido un junco, una planta fuerte y flexible que gobernaba su cuerpo a voluntad, e imaginó que la gripe estacional que había pescado por inicio de semestre, pronto se le pasaría.

La tos persistió con sutil intermitencia. Primero fueron sacudones en el pecho que interferían con sus clases, mientras planeaba representara gran escala y en vísperas de la fiesta cívica, una de las batallas más importantes de la independencia nacional. Durante los recesos del café, conversaba con sus compañeros de trabajo sobre los planes que tenía con los chicos de su curso para fabricar una gigantesca cartelera en el aniversario patrio:una cordillera de engrudo plateado que representara un vívido enfrentamiento bélico en las montañas: caballitos pintados del color de la nieve, soldados verdes abaleados y pensaba que la tos que la interrumpía era de emoción por exhibir el trabajo tan inspirado de sus chicos, una alegría tan enorme que tomaba todo el aire que le quedaba dentro.

Cuando los muchachos sacaron la purpurina roja de los tarros y la espolvorearon sobre el fomi refulgente donde se había regado la sangre de los padres de la nación, Barbarita preguntó, regándola generosamente por toda la maqueta, por qué la patria no tenía ninguna madre. Llegó el dolor de garganta, parecido a un rasguño en la piel de la mucosa faríngea, que a los pocos días ardía como una cortada. Con cada trago de saliva iba rasgando su amígdala derecha hasta llenarle los ojos de lágrimas. Ella tan parlanchina, paró de hablar y sólo asentía con la cabeza para demostrar que casi siempre estaba de acuerdo con las ideas que tenían sus alumnos, quienes querían añadirle a su proyecto corceles despanzurrados, figuritas del nacimiento de Cristo, stickers, y muñequitos de lego desmembrados buscando sus cabezas entre los escombros.

Su última semana, antes de la feria escolar, ella perdió la voz. Maquetar se volvió aburrido entre instrucciones colocadas en la pizarra en lugar de tener que hablar las; insistentes peticiones de silencio y la pésima idea de una campanilla para pedir turnos de palabra que los chicos sacudían a cada rato. En ese entonces la cartelera había crecido y tomaba ya dos paredes de su aula de primaria.Los chicos, a su propio aire, habían pintado ríos sanguinolentos, elaboraron ciénagas profundas con tierra de macetas, pero también crearon vencedores agitando sus sombreros que montaban dinosaurios,en un derroche de creatividad que a ella la conmovía hasta las lágrimas. Era bello como un cuadro del Bosco.

La segunda noche en que no pudo dormir, con la garganta prendida en fuego, ya había agotado todos los remedios caseros que recordaba: los jugos de jengibre y las cucharadas de rábanos con miel sugeridas por los colegas, que, como ella, ya hacía rato se habían acostumbrado a sufrir de faringitis crónica. Tomó el tiempo entre los accesos violentos de tos que la hacían sacudir de pies a cabeza. Le daba uno cada diez minutos. Era una tos seca y atravesada que le impedía coger sueño. Bebiendo manzanilla caliente e hipnotizándose con la estática de la televisión para poder adormecerse sin convulsiones, escuchó cuando alguien del cuarto conjunto le gritó: “¡Ve al hospital de una buena vez, maldita mujer!”

Soñó que se cortaba los dedos de los pies con unas tijeras para terminar de decorar la papelera escolar. Estaban allí, apetitosas sobre la mesa, y ella se quitó las sandalias de lana raída con las que entraba al salón para dar sus cinco horas de clase, y con velocidad, zas, zas, se cortó la punta de los dedos gordos que siempre le habían molestado porque eran gigantes en comparación con los demás y les dejó las falanges parejas por primera vez en su vida. Ocultó bajo el papel crepé esos muñoncitos pintados de cereza, pero una de las parvularias más jóvenes los vio y empezó a dar de gritos porque creyó que eran ratones y ella “perdón, perdón, me muero de vergüenza, no sé qué me pasó por la cabeza cuando hice eso”, y los niños viendo el reguero de sangre con ojos desmesuradosy todas las profesoras diciendo que no teman, que sólo se había derramado refresco y, dejando caer las guirnaldas de flores y los globos colorados que pendían del techo del salón arreglado de rojo y blanco, corren y meten a toda velocidad los muñoncitosen una fundita de sánduches abandonada donde aún hay migajas del almuerzo.

Salen con ella montada en una silla de escritorio rumbo al hospital donde no hace más que deshacerse en disculpas porque ahora no sabe si eso que se hizo cuenta como accidente y si lo va a cubrir su seguro médico. El enfermero va con ella empujándola por salas sin rumbo por donde aparece gente con caras largas que espera el usual desenlace en un hospital público. Es aquí y no es aquí y todos esos relojes que jamás dan la hora exacta le dicen que lleva dando vueltas sólo diez minutos sosteniendo pedazos extraños de su propio cuerpo que ahora lucen renegridos. ¿Le irán a pegar esos dedos muertos como en las películas? Y vuelven a pasar otra vez por donde las compañeras que murmuran a sus espaldas diciendo que por su culpa el área de Español se iba a perder el primer premio de las carteleras, y otra vez iban a ganarlo las profesoras de Historia que tenían un mejor control de clase.

Al día siguiente fue a ver al médico del instituto; llegó hablando con una base oscura en la voz como si arrastrara palabras pesadas. Élle examinó la garganta con una espátula y una linterna minúscula. Era un hombre mulato y carnoso, con diminutos lunares de carne cerca de los ojos.Olía agradable, a una mezcla de desinfectante y de lavanda. Le puso cara de mala pinta y le recomendó reposo. “¿Reposo, doctor?”, replicó ella con las cuerdas vocales estrujadas,“pero pasado mañana es el concurso de las carteleras y falta ultimar detalles, no están listas las banderitas de los balcones ni las insignias de los soldados”;y la vio interrumpirse para toser completamente hueca, con estertores, una tos nerviosa, una tos que provenía más que de los pulmones, de un corazón extenuado.

“No se preocupe tanto, profe. Que se encarguen los alumnos.Cuando usted se recupere, el mundo todavía estará ahí afuera”, sentenció. “Descanse esta tarde, descanse mañana y vuelva el viernes cuando ya se haya organizado el concurso. Nada importante habrá cambiado.Entonces le contó la historia de Atlas, el titán hijo de Zeus que no se cansaba jamás de sostener el mundo, la criatura portentosa que desde el inicio de los tiempos cargaba la tierra sobre sus hombros sin mover ni un músculo de su espalda ni quejarse. El doctor, con su barba blanquecina y sus lunares castaños sobre la nariz, le sonreía con amabilidad y ella le replicaba tosiéndole incontenible en la cara porque no había metido ni un pañuelito facial en la cartera. “Cuando Atlas se canse de sostenernos, soltará el mundo, pero aún falta mucho para eso. En cambio, a usted la falta poco para dejarlo caer.Mejor descanse. ¿Pueden quedarse sus alumnos sin usted?”“No sé doctor, son terribles… ay, Barbarita es cosa seria”.“Descárguese de un par de obligaciones y va a estar bien”. Y se estrecharon las manos dejando la suya con un leve olor almizclado que ella olfateó bastante rato.

En cuanto llegó a casa y su perro detectó el tufillo del consultorio médico, empezó la fiebre.Era un sopor aguado que levantó su cuerpo por los aires y la dejó desmayada en el sofá junto a la puerta de entrada de su enano departamento. Aplastada por una compresión invisible como cuando en ciertos periodos del mes la invadía la pena inexplicable, cometió el error de hacer un inventario de los últimos años. Recordó o soñó que un novio de su juventud le había escrito una carta que había prometido replicar hacía meses, pero no lo hizo porque entonces le encomendaron el noveno de primaria con todos los conflictos de los chiquillos de una escuela pública con padres siempre en pie de guerra.

Era una carta triste donde él le decía que estaba empezando a sufrir la depresión de su viudez y que para aplacarla iba a empezar a aprender a tocar el piano, acordes suaves de esa cancioncita lastimosa de Alcy Acosta de por qué se fue, por qué murió y ella lo recordaba en los momentos dulces de la juventud  tocando la guitarra sobre la querida presencia del comandante en Nicaragua,queriendo hacer juntos la revolución pero terminaban haciendo todo lo que las parejas hacían juntas  a puerta cerrada y la calentura le hacía perder la noción de dónde estaba el arriba y el abajo.

Se despertaba babosa de fiebre, iba por agua arrastrando los pies a la cocina pensaba en sus alumnos construyendo llanuras de engrudo y mazapán sobre las que corrían corceles de plástico y luego, mientras dormitaba, le pareció escuchar un estruendo y un correteo que le hizo romper algunas de las tazas de la cocina. Pensó que eran cohetes celebrando la independencia. Calculó que eran las ocho de la noche, pero aún el cielo lucía bastante claro y no alcanzó a ver ningún fuego de artificio. Tenía hambre, pero flemas que le roncaban enel pecho no le habrían permitido tomar ningún bocado. Se puso de lado y sintió como si el universo estuviera aún más inclinado que antes y con esa sensación extraña se quedó dormida prometiéndose que contestaría la carta a la primera hora del día siguiente.También tomó un libro de la estantería y quiso tenerlo junto a ella, para mayor seguridad. Llamó al perro cariñoso para que durmiera en su pecho, pero parecía más interesado en lo que pasaba al otro lado de la ventana.

Y cuando se despertó, luego de haber sentido que sobrevivía a algo tan arduo como nadar de noche, era cierto que el mundo seguía ahí afuera, tal y como le había dicho el médico. Estaba fresco y silencioso. Como todas las mañanas abrió las cortinas y, sobrecogida, vio la rebanada de horizonte que aún no se había desplomado sobre la tierra. Sostenía un buen coágulo de estrellas como una pesada gota que se balancea, a punto de dejarse vencer por su densidad, como hecha de engrudo o de silicón. El resto del ambiente estaba lleno de una bruma harinosa que relucía con la luminosidad de una escenario nebuloso y seco. Recordó ese cuento corto que solía leerle a sus alumnos, ese del último hombre sobre la tierra que se lanza por una ventana y mientras cae, escucha sonar sin esperanza el teléfono.

Supo que ese no era el mundo que recordaba. Ya no tendría que pensar en terminar la carta a ese viejo amor para el que ya no hallaba palabras. Ni idear qué hacer con todo el tiempo libre que tenía por delante si tomaba la jubilación. Empezó a caminar y se incrustó en el horizonte cortado con estilete, que la perra iba husmeando con desconfianza. Le pareció ver a la distancia un cielo de purpurina que se desmoronaba en migajas; y entonces apresuró el paso cuando vio atravesar la calle a tres corceles rampantes.

Se colocó la mano en la garganta, con alivio comprobó que le dolía un poco menos. Bien sabía ella que un curso escolar que se abandona mínimamente, podría terminar involucrado en alguna desgracia.~