El guajolote

Un cuento de Perla sm Espínola


 

COLGÓ EL SOMBRERO en el clavo que servía de perchero, recargó a un costado de la puerta la pesada carga que llevaba en el costal deshilachado; el maíz esperaría ahí hasta que el más pequeño de los Moloya hubiera dejado seca a la madre. La casa estaba inundada de los aromas que los frijoles, los chiles y las tortillas desprendían.

Después de haber dejado las marcas de agua, producto del trabajo, en un paliacate sucio y roto de la misma rutina, se sentó en la silla acolchonada, la única que se amoldaba a su cuerpo y conocía el peso de su vida. Se arremangó la camisa y se dispuso a trabajar.

Hundió el pincel en la pintura blanca aquellos colores no servían para pintar el cemento que albergaba en cuatro paredes los sueños que aún quedaban. Trazó la primera línea, la segunda, la tercera, en el guaje que sería el cuerpo, el cuerpo de un guajolote. Línea tras línea recordaba cuando en el corral de su abuelo echaba maíz quebrado, daba una vuelta, lo aventaba y al caer lo rodeaban diferentes aves; esa sensación le reconfortaba.

Sus cavilaciones lo llevaron al momento cuando, junto a su madre, escogió al guajolote más gordo para su boda con Margarita, la única mujer con la que se sentía en calma. La siguiente línea le recordó la primera vez que pintó con su padre, Juan Moloya, los alebrijes que ahora creaba con Juanito, su primogénito. Sumergía el pincel y continuaba pintando con el ritmo que sus recuerdos establecían.

Margarita, con una ternura insoportable, depositó al más pequeño de la estirpe en la hamaca raída. Sobre la mesa acomodó una cubeta de plástico, se sentó en la silla, jaló el costal y lo acomodó entre sus piernas; con sus manos fuertes y ásperas empezó a desgranar el maíz. Desgranaba y echaba el grano en la cubeta. Maíz tras maíz Margarita, melancólica, también recordaba momentos que se dibujaban de tiempos lejanos, recuerdos que más bien parecían fantasías; como si todo se hubiera gestado en su mente y su vida no fuera su vida.

Pasaban por sus manos un maíz tras otro y junto con ellos, momentos de tiempos tan viejos como este pueblo del cual nunca se animó a salir.

Del otro lado de la mesa el guajolote estaba naciendo en las manos de Juan. El mecanismo estaba casi listo, le hizo cuatro agujeros al guaje, por dos de ellos metió unos hilos firmes que sostenían, de lado a lado, unas alas y por los otros dos atravesó un palo de madera que sostenía la cola que, al igual que alas, danzaba armónica con el aire. Todo en conjunto tenía una gracia placentera. Juan miró su creación que dejó reposando junto al tucán, el gato y el dragón que engalanaban una repisa de alebrijes móviles, los cuales serían llevados al tianguis para ser vendidos.

Cuando Margarita se percató que Juan había terminado limpió la mesa; en un vaso llevo cubiertos, en otro colocó las servilletas enrolladas; llevó uno más pequeño, pues Juanito no tardaría en llegar. Colocó las tortillas, los chiles y la cebolla en el centro y comenzó a servir los frijoles acompañados de una rebanada de queso fresco.

La puerta se abrió de golpe. Era Juanito que le daba vida a las palabras, a la risa, al sonido de la pelota contra el piso; la botó una vez más y atónito se postró frente al guajolote rutilante. No siguió a la pelota que ahora rodaba por el suelo. Sus ojos quedaron estupefactos ante aquella creación; asombrado por su belleza, levantó su cuerpo ayudado con las puntas de sus pies y ya estaba alzando la mano para tocarlo cuando Margarita lo detuvo con un grave “¡No!” Juanito tomó su lugar en la mesa y se expresó:

—Papá, te quedó muy bonito, ojalá un día los míos se vean así.

La tarde ocurrió normal para los Moloya, excepto para Juanito que, ansioso, miraba cómo aquel alebrije meneaba sus alas con el aire fresco que se hacía presente en la pequeña casa.

—¿Pa’ qué le pusiste alas tan grandes, si los guajolotes no vuelan?
—No vuelan, pero de todos modos tienen alas.
—Si pa’, pero no son tan grandes como éstas.
—Bueno, chamaco; tal vez un día pueda ocurrir un milagro.

¿Milagro? Juanito no sabía qué eran los milagros y no quiso preguntar porque tampoco entendía las respuestas que su padre le otorgaba, pero aquella palabra permaneció sumergida en su mente. Milagro, milagro, milagro…

La noche llegó, como siempre, los Moloya se fueron a dormir. Pasadas las horas, el pequeño Juan se levantó y se posó frente al guajolote rutilante. Volvió a confiar en sus puntas, alzó la mano, sus pequeños dedos apenas lo rozaron; intentó acercarlo, pero al hacerlo no pudo agarrarlo y lo tiró. Sin embargo, el guajolote no tocó el suelo, el viento que corría lo hizo volar y salió por la única ventana que se le mostraba.

El niño, asustado, corrió tras él, olvidando cerrar la puerta. El guajolote se posó en un árbol enclenque; apenas veía al pequeño acercarse y éste proseguía con su viaje. Cansado de correr, Juanito le pidió que esperara, pero éste no lo hacía.

—¡Detente, no sigas volando!

El guajolote, moviendo con gracia su cabeza, exclamó:

—¿Por qué no he de volar, si me han hecho con alas hermosas y fuertes? Además, mi cuerpo es tan ligero que me permite moverme como me plazca.
—Pero…, las aves de tu tipo no pueden volar; nunca se ha visto que un ave de corral lo haga.

Al guajolote le pareció una aseveración muy absurda y asumió que un niño de seis años no entendería que él no era un ave de corral, sino un espléndido guajolote de madera. Así que emprendió el vuelo. Juanito volvió a correr tras él.

—No te vayas, por favor.

El alebrije, desde la copa de un árbol de raíces fuertes, le miró fijamente.

—¿Por qué no quieres que me vaya?
—Quiero que me enseñes a volar-, pidió el pequeño.
—Eso es fácil, dijo el guajolote, anda sube a mi lado.

Juan trepó al árbol, se paró junto al ave y siguió sus instrucciones. Empezó a mover los brazos, sintió el aire frío acariciarle la cara.

—Más rápido—, gritó, y el niño agitó los brazos con tanto ímpetu que sin darse cuenta su cuerpo ya no estaba sobre la rama y se percibió flotando. Sacudió sus pies, como si estos trajeran un lastre y comenzó a girar en el aire.

Juanito y el guajolote viajaron por aquel pueblo viejo, olvidado por el tiempo; volaron hacia el norte, llegaron a la plaza y continuaron su viaje hasta el río, donde el pequeño reía y sumergía sus pies en el agua, mientras movía sus brazos para mantener el equilibrio. El móvil aprovechó el agua para terminar con su sequía.

—No bebas —dijo el niño— te despintarás.

El guajolote replicó con un gesto de desagrado y siguió bebiendo.

Juanito se sintió torpe por su propio comentario y se concentró en lo único que quería, aquello que ninguna persona conocida sabía hacer: volar. Así que continuó su viaje mientras bailaba entre las nubes, con movimientos rectos y circulares; tarareaba canciones que inventaba y sentía que su cuerpo podía ser capaz de pintar el cielo. Se asombró al verlo tan inmenso y le sorprendió que, a pesar de lo alto, las estrellas permanecían en un manto oscuro y lejano; intentó alcanzar una, la más cercana, pero no lo conseguía.

Su excitación era tan grande que olvidó. Olvidó al guajolote, a su padre, a su madre, a su hermano. Lo único que le importaba era ir tras todo lo que llamara su atención y tocar, aunque fuera por un breve instante, una estrella. Volaba y volaba, y no lograba recordar nada, pero tampoco le importaba, pues su nostalgia se depositaba en seguir surcando el cielo.

Juan sintió un golpe de aire en la cara mientras dormía; notó la ausencia de su hijo y nada más. La casa permanecía como siempre y todos los alebrijes estaban en la repisa de madera, esperando ser vendidos apenas se asomara el sol. Aturdido por el frío y la brisa de la madrugada, Juan caminó durante un largo rato. Al pasar cerca de un sabino notó un bulto, un bulto pequeño que se asomaba por entre los matorrales; corrió hacia él, temblando lo tomó en sus brazos y con el paliacate, sucio y roto de la misma rutina, limpió la sangre de su hijo.~