el departamento siete
Empezó el primer domingo que estuve en este departamento: los golpes en el techo me despertaron a las seis de la mañana. Molestísimo, subí a increpar al vecino, que me abrió la puerta con mirada espiral. «¡Aplaque el ruido!», exigí, y volví a lo mío sin esperar respuesta. No se necesitaron ni dos días para que los golpes volvieran con enjundia, casi siempre apenas me metía por la noche a la cama. Con ellos venía un cacofónico concierto de aullidos. «¡Inconsciente! ¡Parece usted un animal!», grité por la ventana. A mi ira le siguió una larga noche de corretizas y ladridos a todo volumen.
Semanas de ruido alucinante vinieron. Un escándalo atinado, que siempre empezaba justo cuando me disponía a descansar. Madera rugiendo. Escobas rascando. Nefastas patas de un perro apurado. Techos con goteras. El vecino siempre respondió a mi enojo con cara de no entender.
Por fin, ojeroso y furibundo, fui un día con el administrador del edificio. Ataqué con una letanía sobre la conciencia cívica, que hacía toda la falta del mundo. Rabié hasta amenazar con irme del edificio: «¡A mí no me va vivir con bestias!», le aseguré encendido.
Calmado, revisó una lista. «¿Al departamento siete, me dice que se mudó?» Zarandeó sus hojas y al ver no sé qué, bufó. Abrió un cajón y sacó una correa. Rumió algún disgusto domado y me hizo seguirlo a la escalera.
Asustado, creí que golpearía al vecino con el cinto. «Usted no va a hacer lo que creo, ¿verdad?», le pregunté, arrepentido de haberme quejado, pero siguió sin decir nada hasta llegar a mi puerta. Giró la chapa y entramos. Una cadena sonaba en el techo como la cola excitada de un perro mecánico. Revisó el piso, el techo; acarició una pared y el ruido cesó. Impávido, me dio la correa. «Orinará con desorden por unas semanas, pero es un buen departamento; necesita atenciones porque está recién remodelado, pero si lo educa y lo pasea por las tardes, aprenderá rápido y pronto será un departamento faldero, ya verá». Salió mirándome como si fuera yo un inconsciente, mientras los muros empezaban a tronar como exigiéndome que fuera por una pelota para jugar, por un hueso, por una espiral de caucho para mascar.~
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